Negocio y muerte: ¿quiénes controlan las cárceles en América Latina?
POR JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS | el colombiano.com 14 de agosto de 2019
- 1,3 millones de pesos gasta Colombia mensualmente por cada preso según el Inpec.
- 11,9 %De los presos de El Salvador han sido testigos de violaciones en la cárcel.
- 90 %de los presos de Brasil afirman haber sido robados en la cárcel*.
- *Encuesta a Población en Reclusión en Latinoamérica.
EN DEFINITIVA
La falta de presupuesto y el hacinamiento en las cárceles de América Latina ha permitido el fortalecimiento de estructuras criminales cuya influencia va más allá de los penales.
En marzo de 2012, en la cárcel de máxima seguridad de Zacatecolucas, en El Salvador, se acordó que las personas dejarían de morir. La noticia no fue anunciada por altavoces, llegó en forma de susurro, con llamadas desde las cárceles a los “palabreros” –emisarios de las pandillas en las calles– con una instrucción: “Hay que calmarse”.
El efecto fue inmediato. Uno de los palabreros, consultado por el diario El Faro, el primero en revelar los detalles del pacto aquí mencionado, recibió la llamada el viernes 9 de marzo, canceló los homicidios programados para ese día y les dijo a sus subordinados: “Estamos en vacaciones”. Al final del mes, los asesinatos se habían reducido un 38 %; para final de año la tasa nacional se redujo un 58 %, según el Instituto de Medicina Legal.
Por la disminución de las cifras, algunos llegaron a llamarlo milagro. En 15 meses, la comunidad internacional vio con asombro cómo las muertes del país con la mayor tasa de homicidios del mundo de la época –según ONU– llegaron a sus mínimos por una decisión tomada, desde la cárcel, por líderes de las pandillas M-18 y Mara Salvatrucha.
Se pensó, incluso, que el experimento podía replicarse en otros países, pero en 2014 el gobierno retiró el respaldo al pacto y, en menos de un año, los homicidios volvieron a aumentar y llegaron a la mayor cifra de este siglo en 2015 –105 por cada 100.000 habitantes, según cifras oficiales–.
Algunos de los facilitadores del diálogo fueron procesados y condenados como cómplices de las pandillas y, la única certeza que quedó en pie –de acuerdo con la hipótesis del investigador Benjamin Lessing, autor de varios libros sobre conflictividad criminal y profesor de la U. de Chicago– fue que estas bandas no eran solo grupos de muchachos tatuados, sino estructuras con poder político capaces de decidir sobre la vida y la muerte a escala nacional.
Lessing ve señales anteriores de esta realidad. En 2006, Sao Paulo, la tercera ciudad más grande del mundo, fue “convertida en rehén” de las pandillas cuando el Primer Comando da Capital (PCC) respondió al traslado de sus miembros a cárceles de máxima seguridad con motines coordinados en 90 prisiones en los que murieron 133 personas, entre ellas 41 policías, de acuerdo con el gobierno brasileño.
“Las cárceles en América Latina, en muchos casos, funcionan como gobiernos criminales de facto controlados por las bandas de cada país”, afirma Gustavo Fondevila, académico del Centro de Investigación y Docencia de México (Cide), basado en sus entrevistas de la última década en los penales de México, Perú, Honduras, Brasil, El Salvador, México, Argentina y Chile.
En los penales, agrega, transcurre una realidad paralela, cuya existencia suele pasar desapercibida hasta que, como pasó hace dos semanas en un penal de Brasil, medio centenar de personas son asesinadas en sus celdas por una disputa entre bandas rivales.
Esconder bajo la alfombra
Pese a las diferencias entre países, la constante de las cárceles de la región es que funcionan permanentemente excediendo el límite de su capacidad. De acuerdo con los datos recogidos por el World Prison Brief (WPB), salvo México, Belice y Surinam, todos los países de América Latina y el Caribe tienen encarceladas más personas que las que están en condiciones de mantener (ver Infográfico).
En Colombia, dice el WPB, la población retenida pasó de 51.518 personas en el año 2000 a 118.513 en 2018; es decir, en menos de una década aumentó un 230 %. Se trata de un proceso generalizado en América Latina.
Marcelo Bergman, director del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia (Celiv), explica que “lo que sucedió en los últimos treinta años es que aumentó el delito y, con él, la sensación de temor de la población, lo que demandó políticas duras que llevaron a triplicar la población carcelaria sin que la infraestructura de los penales creciera en la misma proporción”.
Esa precariedad se suma a una falta de inversión en recursos básicos que, según el investigador José Luiz Ratton, coordinador del Centro de Estudios en Políticas de Seguridad de la U. Federal de Pernambuco en Brasil, “está mediada por la percepción (problemática) de que los presos son personas que han perdido sus derechos”.
En Colombia, por ejemplo el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec), invierte 1,3 millones de pesos mensuales para la atención de cada preso; una cifra contrasta con los datos oficiales de países como Reino Unido, donde el gasto por cada recluso es de 8,3 millones al mes o –más cerca– Chile, el cual invierte 3,4 millones de pesos por preso.
“Es difícil exigir a los presos que no establezcan mercados criminales si, por ejemplo, no les das agua potable”, afirma Fondevila. Cada necesidad básica no resuelta en las cárceles da pie a un negocio al margen de la ley.
Así sucede en República Dominicana, donde la investigadora Jennifer Peirce, miembro del departamento de justicia criminal del John Jay College en Nueva York, comprobó la existencia de una suerte de “delegados” entre los presos como encargados de estos mercados ilegales, bajo el compromiso no oficial de que paguen una cuota de sus ganancias al Gobierno.
Entre más frágil sea el sistema carcelario, mayor es la influencia de estas redes de comercio dentro de las cárceles. Así, mientras según los datos de la Encuesta a Población en Reclusión en Latinoamérica, al 69 % de los presos de Chile le son proporcionados los medicamentos por el centro penitenciario, en El Salvador esta cifra es de solo el 20, 8 %.
El control de los negocios dentro de los penales de la región, afirman los expertos, convirtió a los grupos criminales en los árbitros detrás de las rejas que, eventualmente, obtuvieron suficiente poder para extender su control fuera de ellas.
Gobiernos paralelos
Detrás de cada estadística sobre los penales en el continente, hay cientos de horas de entrevistas con presos en cada cárcel de América Latina. El pacto tácito durante estas sesiones es que los reclusos no toquen a los entrevistadores. A veces, sin embargo, esta norma se rompe; sobre todo cuando el que se quiebra es el propio preso, que interrumpe la conversación para comenzar a llorar.
Esa vez, en una cárcel de Honduras, no hubo llanto, solo el grito de una de las entrevistadoras del equipo de Fondevila cuando el recluso dejó de hablar para tomarla del brazo y luego se lanzó sobre ella. Investigadores se retiraron del penal y detuvieron entrevistas.
A los tres días, cuenta Fondevila, el vocero de la iglesia que les servía de comunicación con la pandilla le dijo que el jefe quería hablar con él. El líder se disculpó, le aseguró que el problema estaba solucionado y lo invitó a volver con su equipo para continuar con su trabajo.
Como garantía de su palabra, sacó una bolsa y vació sobre la mesa la cabeza del pandillero que había tocado a la entrevistadora. En la cárcel, la paz se impone a fuerza de miedo.
Según las Encuestas comparativas, en las cárceles controladas por estas bandas hay menos agresiones contra los reclusos: mientras en El Salvador solo el 3,5 % de los presos afirma haber sido golpeado, en cárceles más institucionalizadas como las de Chile esta cantidad es del 25 %.
El poder de los grupos criminales está determinado por una capacidad de aplicar castigos que, en la práctica, casi siempre son efectivos solo como amenazas.
Según Lessing, esa potestad de castigar o premiar da a las pandillas el nivel de “gobiernos criminales”, ante los que sus miembros contraen matrimonio, responden por sus crímenes y adquieren el deber de defender en caso de guerra.
“¿Por qué la gente en las calles obedece las órdenes de los líderes de pandillas que pueden pasar el resto de sus vidas tras las rejas?”, se pregunta Lessing en uno de sus artículos de 2017.
Su respuesta, que coincide con las experiencias de Fondevila, Peirce, Bergman, y otros estudiosos del tema, es que la fiebre de arrestos en masa de los últimos treinta años en la región no fortaleció el control de los Estados, lo debilitó, al unificar en un mismo espacio a las organizaciones criminales.
Retomando a Bergman, el aumento de delitos llevó a que las sociedades latinoamericanas exigieran dejar de ver a los criminales, encerrarlos para que –en principio– volvieran años después resocializados; pero la debilidad institucional terminó por acumular a estas personas en mundos sin agua, medicinas o camas individuales como solución al problema.
“Esa es una ingenuidad criminal”, dice Fondevila. Aquello que los países quisieron ocultar en los penales siguió creciendo, protegido por el aislamiento, como un preso que guarda bajo la almohada la llave de su propia celda .
CONTEXTO DE LA NOTICIA
MICROHISTORIA: LA FIRMA DE MESSI PARA EL PANDILLERO
El último requisito para que el investigador Gustavo Fondevila y su equipo pudieran entrevistar a los presos de El Salvador era darle un regalo al líder de la pandilla. ¿Cómo complaces a un muchacho de 20 años que tiene a su disposición ¿alcohol, comida, lujos y voluntades que quiera comprar? La decisión fue entregarle un balón autografiado por Lionel Messi. Llegó a la reunión con su mejor imitación de la firma. El jefe, un muchacho con la misma cantidad de años que de muertos tras de sí, dudó, pero aceptó el juego. Ese día los pandilleros y los investigadores jugaron en el patio central convencidos de que pateaban un balón con la firma del mejor jugador del mundo. Tres días después las puertas del penal se abrieron.
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