lunes, 12 de noviembre de 2012

LAS VICTIMAS DE LAS VICTIMAS (AJGF)


Por Antonio Jose Garcia Fernandez, para el portal Arcoiris (www.arcoiris.com.co)                                 
La chocante respuesta del guerrillero Jesús Santrich en la instalación de los diálogos de Paz en Oslo, Noruega, pone en evidencia un problema perdido en el conflicto colombiano, y es que este es un conflicto entre victimas. No se puede desconocer la influencia que ha tenido en la fase actual del conflicto, la victimización de que han sido objeto millones de colombianos en las fases anteriores.  Desde luego  que esto ha producido una guerra vengadora, represiva y de justicia privada total.

La aureola del espíritu altruista con que se les ha adornado por parte de sectores intelectuales, la doctrina leninista e incluso por jurisprudencia de las altas cortes, les impide  a algunas partes del conflicto identificarse a si mismos como actores de lo que realmente se vive en Colombia: un conflicto escalado y degradado al extremo, donde el solo uso del terrorismo y la financiación por el narcotráfico hicieron desaparecer  la noción altruista de  la lucha de clases, así como  también en otros casos la tesis de la legitima defensa de la vida, de los bienes y de las instituciones ante la manifiesta incapacidad del estado para defenderlos.

Hace mucho tiempo se han convertido los actores de este conflicto en complejas bandas delincuenciales comunes que actúan por motivos innobles y fútiles.

Ni siquiera los actores estatales pueden aseverar que su participación en la guerra se ha regido siempre por motivos legales y constitucionales, por que la penetración de la corrupción y la participación en graves violaciones de los derechos humanos los desvirtúan como tales. Mucho menos puede pretender un actor ilegal que su actividad en el conflicto, por ser fundada en su particular “altruismo” es tan noble que ni siquiera produce victimas.

En su momento, los actores de autodefensa y paramilitares que aducían la “legitima defensa” frente a la agresión armada quisieron hacer ver que presentarse como víctimas de quienes victimizaron, era justificación suficiente y quisieron así agotar la verdad que les exige la sociedad para honrar los mínimos criterios universales de Justicia.

Hoy, la minima justificación de “se murió por guerrillero” no se admite como respuesta de verdad  en el proceso de Justicia y Paz y para tal finalidad se ha construido por vía jurisprudencial un extenso protocolo con el que se quiere dar cuenta en cada caso, victima por victima, de la mayor cantidad de circunstancias que rodearon la violación de los derechos fundamentales de cada ser humano afectado. A través de ese mecanismo se pretende dar respuesta a cada una de las victimas de esa parte del conflicto. Se parte de la base de que la Verdad es la mayor reparación.


No existe un conflicto con las FARC.  Las FARC son solo una parte del conflicto colombiano, un actor más.

En Colombia pareciera que existieran tantos conflictos cuantos grupos armados surjan. Se considera que hubo un conflicto particular con cada grupo de guerrillas liberales en su momento, uno con el M-19, otro con el EPL, con las milicias de Medellín en los años 90,  con las disidencias de grupos guerrilleros que se desmovilizaron en los 80 y 90, Un conflicto particular también con los narcotraficantes del cartel de Medellín. Otro conflicto con las bandas milicianas del valle de Aburrá que se sometieron en los 80s.  Pareciera que hubo un conflicto muy particularmente manejado con los grupos de autodefensas y paramilitares y ahora parece que hay un conflicto distinto con las FARC, y otro con el ELN.

No razona  la sociedad que el conflicto armado colombiano es uno solo, y que la solución requerida es por lo tanto, integral. Es un solo  conflicto social, escalado y degradado a las peores condiciones de inhumanidad y mediado por dos fenómenos que lo empeoran. La corrupción y el Narcotráfico.

Una solución integral del conflicto colombiano debería ser un programa que desarrolle una política de estado dirigida a dar inicio y continuidad a la solución de las profundas inequidades que lo originan.  Claro que dentro de dicha política de estado debe incluirse diálogos de paz omnicomprensivos, dirigidos al logro de la reconciliación Nacional que tengan en cuenta a las victimas y también a los victimarios o sea a todos los factores armados, incluyendo guerrillas, bandas delincuenciales,paramilitares, autodefensas, militares y policías.  La reconciliación es el primer paso hacia la Paz. Si no aprendemos a convivir con el otro, a reconocerlo como ser humano y no como enemigo al que se debe suprimir, nunca vamos a lograr la paz.

La estrategia gubernamental en la búsqueda de la solución  apunta a la primera tesis. A la factorización.  A cada grupo darle una solución particular acomodada a los intereses y circunstancias de sus comandantes. Siempre ha sido así. Si se revisa cualquier solución negociada con cada grupo desmovilizado, se encontrará resuelto el problema de los comandantes, su impunidad frente a la justicia, la protección a su integridad física y a la resolución de su proyecto de vida. Y los combatientes rasos, abandonados a su suerte y en el peor de los casos integrados a otros grupos criminales.

Es una solución mediocre,  incoherente, diseñada para  desarmar a los violentos, pero no para corregir las profundas inequidades sociales que generan el conflicto.

En esos procesos de paz poco o nada se ha dicho de las víctimas, con excepción del muy importante ejercicio de Justicia transicional que actualmente se realiza  a través del proceso de  Justicia y Paz y que se convierte a pesar de las criticas,  en la excepción de la regla.

La muy loable irrupción de las victimas en los procesos penales fue un paso fundamental en la solución de un gran conflicto social en Colombia. Su visibilización y la posibilidad de interactuar en los procesos en que se reconozcan tal calidad es una gran afirmación de la persona humana.

Perfecto, esa es la magnitud de la persona afectada por un actuar delictivo,  es un gran logro humanitario y un avance sin precedentes en el derecho. Abre las puertas a otras dimensiones jurídicas mas justas y equitativas, a la reparación y a la Justicia restaurativa. Excelente.

Pero ha generado otro problema que afecta a la sociedad y genera mayores conflictos. Es la pugna de la victimología  contra la criminología.  Antes, las causas que originaron el delito eran importantes. Ya no. Ya solo es importante la victima y los motivos del victimario ya no importan. Si las causas remotas fueron la exclusión social, el abandono estatal, las profundas inequidades, la imposibilidad de acceder a la justicia, no importa.  Ya solo es importante atender a la victima.

Sin quitarle la importancia a este logro, hay que destacar que también tiene su efecto contraproducente y es la negación de las causas del actuar criminal. Causas que son importantes al menos por dos razones: Conocerlas facilita la prevención y desde luego la no repetición, y por otro lado son parte integral de la Verdad, elemento fundamental de la Justicia y por tanto, parte vital de la Reparación simbólica.

Por eso resulta tan significativo frente al futuro de la negociación el discurso de Santrich en Oslo, que pretende negar las victimas de las FARC y a su vez ponerse ellos mismos no en su lugar como victimarios sino como víctimas. Una olímpica forma de evadir responsabilidades.  Les corresponderá a los negociadores del gobierno hacerlos entrar en razón sobre la importancia de reconocer las víctimas, exponer ante la sociedad su verdad y asumir las consecuencias jurídicas de sus acciones.

Pero le corresponde al Gobierno y a la sociedad diseñar y llevar a cabo la solución integral al conflicto colombiano. Una cosa es la agenda de negociación  con las FARC, y otra cosa la solución al conflicto Colombiano. Eso lo dejó en su discurso muy claro el guerrillero Iván Márquez.







jueves, 8 de noviembre de 2012

" EL OLOR DE LA GUERRA" TRATANDO DE ENTENDER (12)



                      EL OLOR DE LA GUERRA

Tomado de REVISTA ARCADIA


Por: Marta Ruiz.




Conozco a un hombre al que un olor lo sacó de la guerra. Era un combatiente revolucionario convencido. Había soportado con estoicismo la tortura, la cárcel, la soledad y la austeridad del monte. Había disparado cientos de veces su arma. Estaba dispuesto a morir como lo hacen muchos guerrilleros, con la idea de que la muerte los purifica, y los eleva a un nivel superior de vida. Una idea mística que los ha mantenido al resguardo de la inutilidad de sus existencias.

Pero un día cualquiera fue testigo de algo terrible. Un hombre de su edad, combatiente como él, joven y valiente, acababa de ser destrozado por varias granadas y disparos. Estaba moribundo. Su cuerpo lleno de heridas y de esquirlas ya no sangraba: el pus y los gusanos manaban de sus llagas. A varios metros de distancia, su carne putrefacta olía a mortecina. Pero era un hombre vivo. Un hombre cuyo corazón palpitaba y que suplicaba ya no para ser salvado, sino para que sus compañeros le trataran con caridad: que lo mataran. Sobrevivir era demasiado insoportable. El hombre que conozco sintió que todas sus ideas altruistas sobre la violencia se vinieron abajo. No fue capaz de empuñar más las armas. Su amor por la guerra se transformó en desazón y asco. Y tuvo que abandonarla.

Nicolás Maquiavelo dice en el Arte de la Guerra que los hombres que se dedican toda la vida al combate no son confiables. Son mercenarios y no ciudadanos. La guerra horada el espíritu de las personas, lo vuelve putrefacto como el cuerpo de aquel moribundo. Eso mismo le ocurre a un país que abraza con fervor al principio, y luego con indiferencia y cinismo, el camino de la violencia. Como Colombia.

Hace poco leí en el libro de Eduardo Pizarro sobre las Farc (reditado a finales del año pasado) su inquietante temor: “a veces pienso que en Colombia la confrontación armada no tendrá un cierre simbólico, un antes y un después, sino que viviremos la lenta descomposición de las dos guerrillas que restan en la arena de la guerra”. Comparto ese miedo a que no haya fin. Sólo un desgaste perpetuo, fronterizo e inútil que nos deje como resultado una nación herida, de la que supura odio y exclusión.

La paz se ha convertido en una palabra desprestigiada y proscrita. Un estigma sobre el que cabalgan aquellos que defienden el plomo y la pólvora, pero que no conocen su olor. Aquellos que abrazan sus intereses y rentas, y no sus desdichas.

Desde que escribe comunicados, Timochenko me ha hecho pensar en ese hombre al que conozco, al que el espectáculo de un cuerpo descompuesto le otorgó el sinsentido de la guerra. Tras su grandilocuencia, su discurso pomposo que invoca castigos celestiales, carros de fuego y batallas homéricas, se escurre el dolor por la muerte. Por los suyos: Reyes, Cano, Ríos, Jojoy. En sus palabras, la muerte es una pesadilla, una afrenta, y la guerra, un fardo pesado que llevan sus combatientes obligados por las circunstancias. No ya el camino inexorable hacia el futuro. No son los muertos ya las piedras que tapizan la victoria. Trata de darle sentido a una guerra que ya no lo tiene. Hay en su voz un resquicio de humanidad. ?Timochenko teme la humillación en la derrota. Porque la derrota ya parece consumada. Clama por un diálogo que devuelva los tiempos idos. Aquellos donde era dable discutir con las Farc el país del futuro. Pero presumo que esos tiempos solo volverán sobre la base de un imperativo: abandonar la guerra. ¿Tendrá Timochenko el coraje de reconocer el desastre que ha causado su violencia?

Santos tiene en sus manos la victoria de la guerra. Y en consecuencia, la oportunidad de ser generoso. Y podrá serlo tanto como la sociedad se lo permita. Eso si se alzan voces diferentes al bullicio de las extremas (derechas e izquierdas) que quieren condenarnos a una confrontación sin final.

Soy de las que piensa que estamos en un momento crucial. La guerra todavía nos huele mal. Remotamente mal. Pero como todo, podríamos acostumbrarnos a ello. A su hedor apestoso. Convertirnos en un país mercenario para siempre. En una nación cuyas heridas putrefactas ya no conmuevan a nadie.

lunes, 5 de noviembre de 2012

"LA PARABOLA DE ALVARO URIBE VELEZ" TRATANDO DE ENTENDER (11)

Nota del editor: "Tratando de entender" es una serie con una recopilación de textos de autores variados que a juicio de este editor permiten una aproximación a una visión desde varios ángulos y puntos de vista de filósofos,  historiadores, ensayistas, periodistas, literatos y poetas sobre el conflicto social de colombia. 

La parábola de Álvaro Uribe Vélez

Por: Ana Cristina Restrepo Jiménez  (el espectador noviembre de 2012)

“Voy a montar a caballo alrededor de la pista mientras sostengo una taza de café, ¡y no voy a derramar ni una gota!”. Álvaro Uribe Vélez. 


El expresidente Uribe es una metáfora visual: el hombre que domina la bestia; el héroe a caballo, de plaza pública, que no deja caer el producto de exportación lícita más significativo del país. Se suele pensar en la metáfora como un recurso propio del hombre de letras, con potencial creativo. No obstante, a veces puede resultar del azar, del reciclaje de las analogías que toda sociedad acumula en el cajón.

No hay causa perdida es la autobiografía de Álvaro Uribe Vélez, redactada por Brian Winter. Dios, patria y familia son los hilos conductores de su narración, predecible para cualquier lector medianamente informado sobre las características del protagonista. Para empezar, los célebres “tres huevitos” (frágiles, empollados por una gallina, ave asociada con la cobardía) son una desafortunada imagen poética que parece haber quedado en evidencia bajo la lupa de los editores de Penguin, pues la reemplazaron por el “Triángulo de la confianza”… más parecido a una pirámide, sólida, un referente de mayor elaboración.

(No sobra aclarar que saberse considerado como “una especie de Bruce Wayne [Batman] suramericano”, según afirma el texto, no es precisamente una metáfora). ¿Cuál es el ciclo de vida útil de las imágenes creadas por un discurso político?, ¿acaso mueren?, ¿resucitan?, ¿son recicladas?, ¿evolucionan?, ¿se autoinmunizan? El método de la comparación ofrece algunas respuestas.

No es ingenuo que No hay causa perdida intente elevar la figura de Uribe Vélez al nivel de dos grandes líderes colombianos del siglo XX: Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán; como tampoco es gratuito que establezca una diferencia esencial entre los tres: el expresidente Uribe ha salido bien librado de múltiples atentados, como si detrás de su supervivencia hubiera una Voluntad Superior. ¿A quién se parece, en realidad, el Álvaro Uribe Vélez de No hay causa perdida?

En La restauración conservadora 1946-1957, cuarta compilación de la Cátedra de Pensamiento Colombiano de la Universidad Nacional, la investigadora Ángela Uribe Botero explica cómo la metáfora puede ser una herramienta para minimizar las características que definen al contradictor. El poder simplificador de la metáfora estigmatiza y a la vez incita a la acción en contra de quien se considera una amenaza, porque profesa una ideología diferente.

Uribe Botero analiza el modo en que las pastorales de Miguel Ángel Builes se valen de la metáfora para simplificar lo complejo, mostrando un atributo y escondiendo otros: “No hay muchos y variados liberalismos, sino uno”, escribió monseñor, insinuando así que el pensamiento liberal es simple, sin matices ni diversas manifestaciones. También resalta la manera en que la metáfora puede configurar un mundo peligroso. ¿Cómo? Cuando en determinados contextos se convierte en letanía, la efectividad de la analogía aumenta. Por ejemplo, si se repite en momentos claves como oficios religiosos, en el caso de Builes; o triunfos militares, en el de Uribe.

En 1936, monseñor Miguel Ángel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos, redactó el “Manifiesto de los prelados de Colombia al pueblo católico” para responder a la propuesta de reforma constitucional del entonces mandatario, Alfonso López Pumarejo. El proyecto liberal buscaba, entre otros objetivos, suprimir el nombre de Dios como autoridad estatal e instituir la libertad de cultos. El poder del discurso de Builes logró que el proyecto de López, la “Revolución en Marcha”, fuera mirado como una amenaza a la justicia (según él, mediada por la creencia en Dios): “Llegado el momento de hacer prevalecer la justicia, ni nosotros, ni nuestro clero, ni nuestros fieles permaneceremos inermes ni pasivos”.

La metáfora fue su instrumento para estigmatizar a los liberales y convertirlos en “encarnaciones del diablo, en lastres pestilentes”. “Para que veáis que no se puede ser liberal y católico a la vez”, advertían sus pastorales. “El liderazgo tiene que saber nadar contra la corriente que otros quieren imponer y perseverar para cambiarla”, afirma No hay causa perdida.

Estos fragmentos no sólo insinúan que quien habla es portador de una verdad irrefutable, sino que le dan una forma única al otro: de enemigo. Quien es distinto debe virar hacia la verdad absoluta que profesan Builes y Uribe. Es la evocación del memorable Evangelio de Mateo: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama”.

Es por eso que, tal vez, el mayor peligro de este lenguaje está en su carácter polarizador. Por eso ambos discursos (el de Builes y el de Uribe Vélez) han logrado, cada uno en su tiempo, penetrar hasta la capa más profunda de la sociedad: la conversación familiar, de amigos, en la mesa del comedor. “Los contextos de polarización política, con frecuencia, suelen presentarse de manera que lo que se produce es esta suerte de psicosis”, dice, sobre el caso de Builes, Ángela Uribe Botero.

Para monseñor, quien no es conservador, es liberal (sinónimo para él, de pecador y comunista). El otro para Álvaro Uribe Vélez no son sólo los militantes políticos de la izquierda ni los miembros de las Farc: quien no es uribista, es antiuribista. No hay términos medios.

Tanto en las pastorales como en la autobiografía prevalece la presencia de un ungido, un salvador. Escribió Builes: “Soy, pues, vuestro padre, hermanos míos; pero por lo mismo que el padre es por imposición misma de la naturaleza maestro y guía de sus hijos, heme aquí como guía y doctor de vuestras almas”.

“Pido al Creador que me permita deliberar hasta el día final con amor a Colombia […] como un compromiso con el derecho de las nuevas generaciones a vivir en una patria de rectitud, bienestar y equidad”, reflexiona el expresidente. Y recuerda que la gente clamaba: “¡Gobernador, no se detenga, por favor! […] Su política es lo único que nos salva”.

La gravedad de las implicaciones del discurso que unge es evidente: “En la Colombia que gobernábamos la ley se aplicaba a todo el mundo”. Sin ese Uribe Vélez, en plural (el “nosotros”, forma característica de la oralidad caudillista), la ley cambia. La legitimidad está dada por Uribe y no por la aplicación de la norma misma.

La misma compilación de la Cátedra de Pensamiento Colombiano presenta un análisis del idilio que, en la tradición literaria, es el género poético que se caracteriza por la idealización de la vida campesina y del paisaje rural.

El profesor David Jiménez Panesso aclara: “Pertenece a la esencia misma del idilio la estetización de las relaciones sociales y su elaboración en un lenguaje de reconciliación. Lo interesante está en el traslado de ese lenguaje idealizado al terreno del lenguaje político”.

A través de la fuerza idealizadora de la retórica, Laureano Gómez buscaba establecer un paralelismo entre el orden de la naturaleza y el orden moral. Para tal propósito, Gómez acude a figuras de las parábolas evangélicas como las malezas, la cizaña del odio y la cosecha del bien.

“Deben arrancarse de los corazones ingenuos las cizañas del odio que en ellos sembró el enemigo nocturno y amenazan sofocar la cosecha del bien con la agrura del resentimiento”, dice Gómez.

Por supuesto, si hay un idilio, un paraíso, debe haber una amenaza, un apocalipsis que el presidente conservador crea para la justificación de actos políticos partidistas y atacar el proyecto moderno de López Pumarejo.

Es “la destrucción del mundo idílico por una fuerza externa”, explica Jiménez Panesso. En el caso de la biografía de Uribe, el idilio atraviesa todo el relato: “Alberto Uribe Sierra [su padre] fue un habitante de esa otra Colombia […] un paraíso para hombres hechos a pulso”.

“Esta fue la Colombia que les entregué a nuestros sucesores: una Colombia que no era un paraíso, una Colombia que aún tenía muchos problemas serios, pero una Colombia que estaba avanzando en la dirección correcta”. Es claro que la dirección hacia ese paraíso la demarca Álvaro Uribe Vélez.

“Cuando el sol brilla y la violencia se reduce, Colombia puede ser un paraíso”. El sol es Uribe, el paraíso es Colombia bajo su autoridad. El expresidente antioqueño también dibuja la amenaza: “El país mejoró, eliminamos unos grupos terroristas, debilitamos otros, pero su voracidad criminal persiste. La culebra está viva”.

Aquí persiste el símil: la serpiente que tienta, que incita al pecado, y podría llevar a los colombianos a la expulsión del paraíso. “Vamos a quitarle al país la plaga de estos bandidos”. Con el uso del habitual lenguaje mediático castrense, Uribe retoma la figura de la “plaga”, el castigo bíblico que Dios impone a quienes no le obedecen: incluso la existencia de la guerrilla se configura como designio divino.

¿Acaso el idilio, presente de principio a fin en No hay causa perdida, asemeja a Laureano Gómez y a Álvaro Uribe Vélez? Aunque Gómez y Uribe defienden las tradiciones y el proyecto conservador (con las banderas del “liberalismo” o como “independiente”, el líder del Puro Centro Democrático es profundamente conservador en su discurso), su talante es absolutamente distinto.

El primero ataca sin piedad el proyecto moderno, defiende los valores basados en los preceptos del catolicismo y la tradición conservadora heredada de Miguel Antonio Caro. Uribe no le teme a un proyecto político moderno, que sustituya la democracia por formas de autoridad como la fuerza, y legitime modalidades de poder no legítimas (como las Convivir).

Laureano Gómez era un lector asiduo. Aunque basado en “dogmas inexorables”, se aventuró en el campo de la crítica de la obra de León de Greiff, de Porfirio Barba Jacob y García Lorca. De Barba Jacob, por ejemplo, concluye que “las personas normales y decentes” no pueden sino arrojar a la basura su libro de versos. También recurre a la estigmatización: “Para ser gran poeta a la manera de García Lorca no se necesita saber nada ni someterse a ninguna regla ni disciplina. Basta ser gitano y tener poca vergüenza”.

Cuando narra la muerte del padre Antonio Bedoya en San Francisco, Uribe Vélez recuerda que Carlos Gaviria Díaz, su maestro de la Universidad de Antioquia, le dijo: “He oído que el Ejército mató al padre Antonio”. El expresidente le respondió que había visto con sus “propios ojos” el asesinato a manos de la guerrilla. Sin embargo, en la página anterior había relatado: “Al darme la vuelta para subir al helicóptero escuché las primeras detonaciones”, se arrastró hacia una zanja y luego corrió agachado al helicóptero. (¿Cómo vio con “sus propios ojos” si dio la vuelta y estaba huyendo?).

Entonces concluye: “Gaviria insistió en su interpretación de los acontecimientos. Pero Dios siempre recompensa la verdad”. La falsedad como estigma unida al nombre de Dios como garante de su versión de los hechos.

Acorde con el contenido de su autobiografía y de su discurso público, el acervo literario de Álvaro Uribe Vélez está constituido por lecturas académicas, básicas. Las citas de personajes célebres al comienzo de cada uno de los seis apartes de No hay causa perdida son sólo introductorias, casuales, no presentan ningún vínculo conceptual con el texto que preceden.

El texto no ofrece homenajes literarios implícitos que sugieran la conexión de Álvaro Uribe Vélez con alguna corriente estética. Sin embargo, en la autobiografía se vale de su habilidad para memorizar discursos de líderes famosos, como Jorge Eliécer Gaitán; y de encuentros con Gabriel García Márquez y Débora Arango, para ilustrar su cercanía con la cultura nacional.

De otro lado, Gómez y Uribe comparten el recurso de aludir sin nombrar, como forma de anular la existencia del otro. Laureano Gómez califica el arte vanguardista como una “indecente farsa”, citando como ejemplo a Diego Rivera. En ese sentido, dice: “Ha embadurnado los muros de un edificio público de Medellín con una copia y servil imitación de la manera y procedimientos del mexicano”. Hace referencia a Pedro Nel Gómez, sin mencionar su nombre.

Uribe opta por no mencionar con nombre propio a los periodistas y “analistas de relaciones internacionales” que lo contradicen. Habla de medios, no de individuos. “Tal vez soy un romántico incorregible […] pero siempre me he negado a aceptar que Colombia sea una causa perdida…”.

No hay causa perdida es la parábola, épica, de un redentor cuya causa es Colombia. Y seguirá perdida, según el texto, sin la presencia de Álvaro Uribe Vélez.



* *Rubén Sierra (editor), ‘La restauración conservadora 1946-1957’, Bogotá, Cátedra de Pensamiento Colombiano, Universidad Nacional de Colombia Sede Bogotá, 2012, 422 páginas.



*Álvaro Uribe Vélez y Brian Winter, ‘No hay causa perdida’, Estados Unidos, Celebra-Penguin Group, 2012, 344 páginas.

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