EL OLOR DE LA GUERRA
Tomado de REVISTA ARCADIA
Tomado de REVISTA ARCADIA
Por: Marta Ruiz.
Conozco a un hombre al que un olor
lo sacó de la guerra. Era un combatiente revolucionario convencido.
Había soportado con estoicismo la tortura, la cárcel, la soledad y la
austeridad del monte. Había disparado cientos de veces su arma. Estaba
dispuesto a morir como lo hacen muchos guerrilleros, con la idea de que
la muerte los purifica, y los eleva a un nivel superior de vida. Una
idea mística que los ha mantenido al resguardo de la inutilidad de sus
existencias.
Pero un día cualquiera fue testigo
de algo terrible. Un hombre de su edad, combatiente como él, joven y
valiente, acababa de ser destrozado por varias granadas y disparos.
Estaba moribundo. Su cuerpo lleno de heridas y de esquirlas ya no
sangraba: el pus y los gusanos manaban de sus llagas. A varios metros de
distancia, su carne putrefacta olía a mortecina. Pero era un hombre
vivo. Un hombre cuyo corazón palpitaba y que suplicaba ya no para ser
salvado, sino para que sus compañeros le trataran con caridad: que lo
mataran. Sobrevivir era demasiado insoportable. El hombre que conozco
sintió que todas sus ideas altruistas sobre la violencia se vinieron
abajo. No fue capaz de empuñar más las armas. Su amor por la guerra se
transformó en desazón y asco. Y tuvo que abandonarla.
Nicolás Maquiavelo dice en el Arte
de la Guerra que los hombres que se dedican toda la vida al combate no
son confiables. Son mercenarios y no ciudadanos. La guerra horada el
espíritu de las personas, lo vuelve putrefacto como el cuerpo de aquel
moribundo. Eso mismo le ocurre a un país que abraza con fervor al
principio, y luego con indiferencia y cinismo, el camino de la
violencia. Como Colombia.
Hace poco leí en el libro de
Eduardo Pizarro sobre las Farc (reditado a finales del año pasado) su
inquietante temor: “a veces pienso que en Colombia la confrontación
armada no tendrá un cierre simbólico, un antes y un después, sino que
viviremos la lenta descomposición de las dos guerrillas que restan en la
arena de la guerra”. Comparto ese miedo a que no haya fin. Sólo un
desgaste perpetuo, fronterizo e inútil que nos deje como resultado una
nación herida, de la que supura odio y exclusión.
La paz se ha convertido en una
palabra desprestigiada y proscrita. Un estigma sobre el que cabalgan
aquellos que defienden el plomo y la pólvora, pero que no conocen su
olor. Aquellos que abrazan sus intereses y rentas, y no sus desdichas.
Desde que escribe comunicados,
Timochenko me ha hecho pensar en ese hombre al que conozco, al que el
espectáculo de un cuerpo descompuesto le otorgó el sinsentido de la
guerra. Tras su grandilocuencia, su discurso pomposo que invoca castigos
celestiales, carros de fuego y batallas homéricas, se escurre el dolor
por la muerte. Por los suyos: Reyes, Cano, Ríos, Jojoy. En sus palabras,
la muerte es una pesadilla, una afrenta, y la guerra, un fardo pesado
que llevan sus combatientes obligados por las circunstancias. No ya el
camino inexorable hacia el futuro. No son los muertos ya las piedras que
tapizan la victoria. Trata de darle sentido a una guerra que ya no lo
tiene. Hay en su voz un resquicio de humanidad. ?Timochenko teme la
humillación en la derrota. Porque la derrota ya parece consumada. Clama
por un diálogo que devuelva los tiempos idos. Aquellos donde era dable
discutir con las Farc el país del futuro. Pero presumo que esos tiempos
solo volverán sobre la base de un imperativo: abandonar la guerra.
¿Tendrá Timochenko el coraje de reconocer el desastre que ha causado su
violencia?
Santos tiene en sus manos la
victoria de la guerra. Y en consecuencia, la oportunidad de ser
generoso. Y podrá serlo tanto como la sociedad se lo permita. Eso si se
alzan voces diferentes al bullicio de las extremas (derechas e
izquierdas) que quieren condenarnos a una confrontación sin final.
Soy de las que piensa que estamos
en un momento crucial. La guerra todavía nos huele mal. Remotamente mal.
Pero como todo, podríamos acostumbrarnos a ello. A su hedor apestoso.
Convertirnos en un país mercenario para siempre. En una nación cuyas
heridas putrefactas ya no conmuevan a nadie.
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