domingo, 17 de enero de 2016

LA LEYENDA SOBRE LOS RESTOS DE CAMILO TORRES. TRATANDO DE ENTENDER (50)



La leyenda que hay detrás de los restos de Camilo Torres
EL TIEMPO revive entrevista al general Valencia, la pista más clara del cuerpo del cura guerrillero. 
ELTIEMPO.COM  ENERO 17 DE 2016


Foto: ARCHIVO PARTICULAR

Camilo Torres fue abatido el 15 de febrero de 1966 en Santander. 

Luego de que el presidente Juan Manuel Santos confirmara que autorizó buscar los restos del cura guerrillero Camilo Torres, la leyenda sobre su muerte y el destino final de su cuerpo vuelve a agitarse.

La semana pasada, la guerrilla Ejército de Liberación Nacional (Eln) había pedido la ubicación de los restos como un gesto de paz y el viernes el arzobispo de Cali, Darío de Jesús Monsalve, afirmó que el Presidente le había dicho que ya se estaban buscando.

Sin embargo, ¿qué es lo que se sabe de esta historia 50 años después de la muerte del subversivo? La pista más clara la reveló en el 2007 el general Álvaro Valencia Tovar, quien para la época era coronel y fue el hombre que comandó las operaciones contra el Eln en Santander. Sus tropas de la Brigada V fueron las que abatieron al famoso cura guerrillero.

Valencia Tovar, que era uno de los militares más respetados en el país, le dijo en el 2007   a
Maria Isabel Rueda en una entrevista, cómo era su relación de amistad con Torres y qué sabía de sus retos, los cuales custodió durante varios años. El secreto lo guardó Valencia Tovar desde 1969, cuando exhumó el cadáver, no muy lejos del lugar del combate, y se lo llevó.

Valencia, columnista de EL TIEMPO hasta el día en que falleció, aseguró en medio de la charla con Rueda que todos los detalles de lo ocurrido solamente se los revelaba a este medio y a la Revista Semana.

Reviva a continuación los datos más reveladores de ese diálogo con María Isabel Rueda:

La confirmación de la muerte en combate

Después de varios intentos, el coronel Álvaro Valencia Tovar logró comunicarse con su sargento. Era la tarde del 15 de febrero de 1966. Esa mañana, en una vereda de San Vicente de Chucurí (Santander), en medio de una emboscada del Ejército de Liberación Nacional, una patrulla militar había dado muerte a cinco guerrilleros.

Valencia, que no había podido llegar al lugar por el mal clima, pero conocía una descripción preliminar de uno de los subversivos, estaba ansioso por saber quién era.

- Es un guerrillero alto y barbado, le dijo el sargento.

- ¿Le requisó los bolsillos?

-Sí, le encontramos tres cartas en otro idioma.

Ese detalle hizo sospechar al coronel. Podía tratarse de alguien que él conocía. Valencia llevaba seis meses como comandante de la V Brigada del Ejército con sede en Bucaramanga y, un mes atrás, había conocido el manifiesto del sacerdote Camilo Torres, que confirmaba su ingreso a las filas subversivas.

-¿Le encontraron una pipa? ¿Una pipa con un anillo de plata en la parte media de la boquilla?

-Sí, aquí la tengo.

¡Mataron a Camilo Torres!, pensó de inmediato.

Así recuerda Valencia el momento en que supo que tropas a su mando habían abatido al emblemático sacerdote.

Al día siguiente de la emboscada, cuando Valencia pudo llegar al sitio del combate, confirmó con sus propios ojos la noticia.

"Cuando lo vi lo reconocí de inmediato. Barbado, delgado, con señas de picaduras de insectos en todo el cuerpo. Ese momento para mí fue tremendo. Era mi amigo, un intelectual compatible con mi manera de ver el país", cuenta Valencia.

Imagen de Camilo Torres antes de entrar a las filas de la guerrilla.

La mañana siguiente, le informó al general Rebeiz Pizarro, ministro de Guerra, que uno de los guerrilleros muertos era Camilo Torres.

-¿Está seguro, coronel?

-Sí, general, completamente seguro.

-Redacte un comunicado.

-¿Eso no lo hace el Ministerio?

-No, redáctelo y fírmelo.

Desde ahí Valencia supo que para los seguidores de Camilo él se convertiría en el responsable de su muerte. Y eso lo motivó a pedirle al general que enviara un investigador especial para evitar que lo acusaran de manipular la investigación. Así se hizo.

Ante la noticia, la reacción en todo el país fue enorme. Varias organizaciones de izquierda emitieron comunicados en los que hablaban del "asesinato", "las torturas" y "la profanación del cadáver".

La carta de Fernando

Seis días después de los hechos, Valencia leyó una carta en El Espectador. Era de Fernando Torres, hermano mayor de Camilo. La había enviado desde Minnesota.

"Nada ni nadie podrá reparar la pérdida de mi mejor amigo", decía la carta.

Pero un párrafo le llamó particularmente la atención a Valencia: "El deber de sus verdaderos amigos es impedir que su imagen y la imagen de su muerte y su cadáver sean objeto de demostraciones vulgares y estentóreas promovidas por aquellos que solo lo vieron en vida y lo consideran después de muerto como un arma para crear el desorden y sacar provecho para sus propias ambiciones".

"Le escribí diciéndole que su carta me había conmovido, que yo estaba profundamente afectado porque Camilo había sido mi amigo, le presentaba mis condolencias y le decía que si algo podía hacer por su familia, contaran conmigo", recuerda el general.

Poco tiempo después, Fernando le contestó que aceptaba su oferta para que, cuando fuera posible, los restos le fueran entregados a la familia.

La orden oficial en ese momento era sepultar a los guerrilleros caídos en combate en el sitio del combate.

"Tuve la precaución de preparar una tumba separada de los otros guerrilleros y le ordené a un capitán topógrafo que hiciera el plano del sitio exacto donde quedaba la tumba", cuenta Valencia.

El general Valencia durante su entrevista con María Isabel Rueda en 2007. Foto: Héctor Fabio Zamora

¿A qué se debió el trato especial que le dio a los restos? A dos razones. Primero, Camilo era su amigo. Un día, cuando Valencia tenía apenas 4 años, le dio una fiebre tifoidea muy fuerte y sus padres llamaron a Calixto Torres Umaña, médico de la familia, para que lo viera. Calixto, que era el padre de Camilo, llegó y dijo: "A este muchachito me lo echan a una tinaja de agua fría".

"Eso me salvó la vida. Y me creó la amargura de pensar que el hijo de quien me salvó la vida iba a morir combatiendo contra mis tropas", confesó Valencia.

Ese fue el primer contacto de una amistad que los llevó a reencontrarse cuando Camilo ya era sacerdote y Álvaro, militar, en el batallón Miguel Antonio Caro; así como cuando Camilo era el capellán de la Universidad Nacional, y Álvaro estaba en la dirección de la Escuela de Infantería; y cuando Torres dirigió la Esap, mientras Valencia era jefe de operaciones del Ejército.

Pero además de la amistad, Valencia, como combatiente, siempre profesó un profundo respeto por el enemigo. Se negó a odiarlo y a irrespetarlo.

"He tenido esa filosofía. Nunca denigré a Camilo, ni acepté decirle bandolero. Siempre me referí a los guerrilleros con respeto", explica. Por eso le impactó muchísimo cuando, en Corea, recuperó los cuerpos mutilados de 4 de sus soldados. "Es anormal que al enemigo se le trate así", insiste.

La exhumación

Cuando se cumplieron tres años de la muerte de Camilo, a principios de 1969, Valencia llamó al capitán que le había hecho el plano. Dirigió la exhumación de los restos y los depositó en una urna funeraria que había comprado en Bucaramanga.

De allí se los llevó a un médico que certificó que pertenecían a un mismo cuerpo. Tomó entonces un helicóptero que lo llevó a Bucaramanga.

Pocos días antes había inaugurado un mausoleo, en el cementerio de la capital santandereana, para sepultar a los soldados de la Brigada.

"Ahí sepulté a Camilo", dice Valencia. Es decir que los restos del sacerdote símbolo de la teología de la liberación, que un día frustrado por las injusticias sociales decidió sublevarse, descansaron en un mausoleo militar al lado de soldados de la misma brigada que le dio muerte.

"Sus restos fueron los primeros que se depositaron en el mausoleo, en la primera fosa para osarios", dice el general antes de explicar lo que significó para él esa decisión: "Después de la vida no puede seguir el odio que inspiró toda esta contienda. Que por lo menos, en el lugar del último reposo, pueda estar un soldado al lado de un guerrillero, eso para mí es simbólico".

Valencia entonces guardó en un sobre lacrado un documento que decía lo que había hecho y lo depositó en la caja de seguridad de la brigada que solo manejaba el comandante.

Por entonces las peticiones sobre los despojos mortales de Camilo venían de todas partes. '¿Qué hizo Valencia con los restos de Camilo?', preguntaban muchos.

Vino luego su traslado a Bogotá y lo sucedió Luis Carlos Camacho Leyva. "Le hice la entrega y lo llevé a mostrarle el mausoleo de la Brigada", cuenta.

Allí le dijo:

- Aquí está Camilo Torres.

-¿Cómo pudiste sepultarlo aquí?

A Camacho, según Valencia, no le gustó para nada el tema. Y un año después, cuando le entregó el mando a Ramón Rincón Quiñónez, Valencia volvió a la brigada.

- ¿Ramón, Camacho te dijo algo de los restos de Camilo?

- No, no me dijo nada.

"No puede ser, hay que sacar el sobre de la brigada porque se va a perder", pensó.

Recurrió a un amigo a quien le había hecho favores muy especiales en la brigada.

- Necesito que guardes este sobre. En cualquier momento una persona vendrá con instrucciones mías para que los dos abran el sobre y procedan con lo que se dice adentro. ¿Me puedes hacer ese favor?

- Claro que sí.

- Pon esto en un sitio donde no se te vaya a olvidar.

"Luego volví a la brigada y ya el comandante era de los que yo había entrenado en la Escuela Militar y le dije: 'Tengo este sobre que solo se puede abrir cuando el señor tal venga con una carta mía. Esto se lo transmites en acta y se lo entregas a cada uno de tus sucesores'", recuerda.

Tras un atentado del que se salvó lo enviaron a Washington, y allí le escribió Fernando con el fin de concretar un encuentro. Era febrero de 1972.

"Esto ha sido manejado con la discreción total y los restos de Camilo no serán política de nadie", le respondió Valencia.

Acordaron encontrarse en el aeropuerto de Dulles.

- Los restos de Camilo están en un cementerio católico. Si quieres, cuando regrese a Bogotá, armas un viaje y yo te llevo y te muestro el sitio exacto donde fueron enterrados con todos los ritos de la religión católica. Al entierro solo asistimos el capellán y yo.

Así quedaron. Fernando le agradeció y dijo que vendría.

En septiembre de 1972, Fernando visitó Bogotá. Valencia, en su casa, le dijo:

- Los restos de Camilo están en el mausoleo militar de la V Brigada.

- ¿Cómo los metiste allá?

- Yo desconocí por completo las normas del cementerio pero eso corre por cuenta mía, contestó el general.

Fernado quiso ir a Bucaramanga por los restos, pero Valencia le recomendó esperar a que pasara toda la tormenta.

Muchos años después, en el 2001, Fernando se presentó intempestivamente en la casa de Valencia, en Bogotá.

-Vengo por los restos.

-Fernando, no te puedo acompañar, pues acabo de salir de una cirugía. Pero tengo todo organizado. Viaja mañana a primera hora. Allá te recibe una persona y te lleva a la brigada para hacer todas las gestiones necesarias.

Así se hizo.

"Los dos abrieron la carta, leyeron las instrucciones, llegaron al mausoleo de la brigada y sacaron los restos. Claro, estaban en la misma urna en que yo los había depositado", relata Valencia.

¿Qué hizo Fernando con los restos?

Los dos habían acordado que al regreso a Bogotá se reunirían y firmarían un acta de entrega, pero Fernando se enredó, lo llamó del aeropuerto y le dijo que no alcanzaba.

"Creo que él dispuso de ellos aquí, nunca me dijo nada y yo nunca le pregunté. Me pareció entenderle que los iba a cremar. Sé que tienen un mausoleo de la familia. Pero no quise preguntarle más, pues era su secreto de ahí en adelante", explica el general Valencia.

Fernando Torres murió este año en Minnesota. Su esposa Trudy había fallecido algunos años atrás y, al parecer, no tuvieron hijos.

domingo, 10 de enero de 2016

"GUADALUPE SALCEDO UNDA, GENERAL DEL LLANO" TRATANDO DE ENTENDER (49) DOCUMENTOS PERTINENTES-





Guadalupe Salcedo Unda, general del Llano

Por ALFREDO MOLANO BRAVO en El espectador.com
 

El 6 de junio de 1957, hace 55 años, la Policía asesinó a Guadalupe Salcedo cerca de la estación de bomberos del sur de Bogotá, según testimonio del entonces fiscal del caso, doctor Eduardo Umaña Luna, mi profesor en la Universidad Nacional. 

El general de las guerrillas del Llano tenía un tiro en la palma de la mano izquierda, por lo cual se podía deducir que había levantado los brazos para demostrar que no iba armado. Y no lo iba. Había estado toda la tarde en la casa de Juan Lozano y Lozano acompañado de Berardo Giraldo, el Tuerto, capitán también del movimiento insurgente. Cerca de la estación de buses que salían para Villavicencio, por allá en la calle 9ª, se tomó unos últimos aguardientes con otro de sus compañeros de armas, uno de los hermanos Betancur. Tocó cuatro y cantó como sabía hacerlo, y ya tarde se dirigió hacia el sur porque tenía pensado madrugar para viajar al Llano. Frente al hospicio de San José, la Policía detuvo el carro en que viajaban los exguerrilleros. Guadalupe, envalentonado por los tragos, no quiso parar. Lo siguieron y a pocas cuadras se le atravesó la radiopatrulla y ahí quedó muerto el hombre que había mandado 10.000 llaneros cuando el país tenía apenas 11 millones de habitantes y el Llano no llegaría a 100.000 habitantes.

Guadalupe nació en Tame, Arauca, pero se crió en Guariamena —entre Maní y Orocué—, tierras de los Unda, una familia muy criolla. Su padre era, como muchos llaneros, venezolano. Creció manejando reses y arreglando potros, pero, como dice el dicho: donde hay soga, se arrebiata y donde hay ganado, se roba, y un día terminó preso en la cárcel de Villavo por cachilapeo. De allí lo sacaron el capitán Alfredo Silva, comandante de la base aérea de Apiay, y Eliseo Velásquez, un zapatero que se había tomado Puerto López obedeciendo a un plan de la Dirección Nacional Liberal que al final falló. Guadalupe regresó al centro del Llano y se alzó en armas. En otras regiones se habían levantado, o estaban por levantarse, los Betancur, los Batista, los Fonseca, los Sandoval Franco Isaza, el Pote Rodríguez, Eduardo Nossa, Dumar Aljure, Berardo Giraldo, José Alvear Restrepo y toda una tropa de criollos de a pie. El levantamiento derrotó primero a la Policía y poco a poco arrinconó en sus cuarteles al Ejército Nacional, que contaba ya con la asistencia y apoyo de EE.UU. Eran grupos de guerrillas desarticulados que sin embargo lograban coordinar ataques y organizar redes logísticas. A medida que el mando se fue unificando alrededor de Guadalupe, las órdenes se convirtieron en normas y las normas en leyes del Llano. La segunda fue una Constitución agrarista que fundaba un Estado. Guadalupe dio un golpe mortal al Ejército en las cercanías de Orocué, en el Turpial, donde dio de baja a 98 soldados regulares y obligó a Urdaneta Arbeláez a un acercamiento por medio del liberalismo. Un año después, Rojas Pinilla se tomó el poder y decretó la amnistía y el indulto a guerrilleros y militares, comprometidos estos “en exceso de celo” por delitos de lesa humanidad. Guadalupe firmó la paz en Monterrey el 22 de julio de 1953. Siempre he creído que fue víctima también de una emboscada. Está enterrado en San Pedro de Arimena con dos de sus guardaespaldas.

También un 6 de junio, hace 46 años, se estrenó en el teatro de La Candelaria Guadalupe, años sin cuenta, trabajo de creación colectiva, dirigido por Santiago García, la obra que más representaciones ha tenido en la historia del teatro nacional y que más aplausos, con razón, ha recibido. El grupo entrevistó a exguerrilleros, campesinos, dirigentes políticos y convirtió su memoria en un testimonio que contiene toda la verdad de la guerra, de esa guerra, pero también de la que hoy nos cerca.

LAS HISTORIAS ESCONDIDAS DEL BARRIO ANTIOQUIA EN MEDELLIN. TRATANDO DE ENTENDER (48) DOCUMENTOS PERTINENTES PARA ENTENDER EL CONFLICTO.



Nota del editor: Esta crónica recoge la historia de como se construye la violencia urbana desde la intolerancia y por decreto estatal y de como desde adentro, se construye resistencia civil, de la buena, y la resiliencia de la comunidad que se rehusa a dejarse arrastrar al fondo de la vorágine.


 Fuente: Semana.com 10 de enero de 2016
LAS HISTORIAS ESCONDIDAS DEL BARRIO ANTIOQUIA EN MEDELLIN.

Y en su cerviz esta la fuerza, delante de él se esparce el desaliento.

Job 41:22

La calle era larga y hacíamos carreras de bicicletas que terminaban en esa orilla prohibida donde todos los vecinos querían poner una malla. Entendíamos que del otro lado crecía un mal, que allá había un germen, una semilla poderosa y oscura. Cumplí siete, ocho, nueve, diez años, pero nunca fuimos tan independientes, no tuvimos la malla, el muro, aunque esos muchachos del otro barrio, que traían camisetas holgadas y motilados que terminaban en colas crespas y grasientas, que andaban de a dos en bicicleta —uno pedaleando y el otro manejando—, nunca pasaban a la unidad de casas de dos niveles, todas idénticas, con las rejas de las ventanas pintadas de colores pálidos.

Lo que siempre llegaba hasta la orilla del conjunto era el olor amargo de la marihuana, los rumores de una masacre, las manchas de sangre de las esquinas. Era 1995 y la muerte de Pablo Escobar había remecido a Medellín, dejándola en una guerra silenciosa, peor que la anterior. Ese año, por la primera comunión, me habían regalado una bicicleta con la que iba hasta esa orilla del barrio prohibido. Entre los amigos nos regodeábamos cuando íbamos hasta el Barrio Antioquia por la calle larga, al regreso corríamos más, pedaleábamos con más fuerza. De un lado estaban las casas de Piamonte y del otro la reja que nos separaba del Aeropuerto y decían entonces, y dicen aún, que por esa malla se ha sacado marihuana, cocaína, oro, mercancía, cuerpos para el uso. Pero nadie vio, nadie supo, nadie ve, nadie sabe.

Con su muerte, Pablo Escobar, que tenía una de sus oficinas preferidas en un billar de esquina de la calle 25, donde ahora hay una panadería —es miércoles en la noche y las luces blancas chorrean la cuadra, pero más allá, en las sombras, están los muchachos que se traen algo entre las manos, los vendedores que tienen que correr de cuando en vez—, había dejado huérfano al Barrio, uno de sus fortines: porque allí también encontró sicarios dispuestos a todo, casas que se convirtieron en minas donde se vendía y se compraba de todo, porque estaba al lado del aeropuerto, de donde se sacaba marihuana, cocaína, oro, mercancía, cuerpos para el uso. Huérfano, y muerto el padre, la manada se dispersó. Los muchachos ya no tenían quién les pagara las vueltas, así que se lanzaron feroces a las calles, en sus motos, a robar, a matar, a hacerse por la fuerza con un mercado que tenía muchos interesados.

Por eso en Piamonte querían la malla que los separa definitivamente —que ahora está ahí, pero nunca supe cuándo llegó ni cómo—. Pero la violencia siempre se mantuvo a raya en el Barrio, aunque todos los que pasaban por la carrera 65 lo hicieran rápido, aunque los papás de todos mis amigos nos advirtieran que no podíamos ir más allá de esa esquina donde todo empezaba a cambiar.

—Hubo un tiempo en el que uno no podía estar sentado como estamos acá en esta tienda. Teníamos que estar acostados porque cuando menos pensábamos se prendía la balacera más berraca —dice Boris de Jesús Gutiérrez, líder comunitario, en una esquina del Barrio.

Pero la guerra había empezado mucho antes.

Todos coinciden en la fecha del infortunio: el 22 de septiembre de 1951, cuando el alcalde Luis Peláez Restrepo expidió el Decreto 517 con el que fijaba al Barrio Antioquia como la única zona de tolerancia de la ciudad. Su objetivo era sacar de los barrios cercanos al centro ese remolino de desorden que crecía. Así que allá, lejos de todo, en ese Barrio que entonces era de casas de madera y bahareque que formaban calles irregulares, mandó a las prostitutas, los homosexuales, los alcohólicos, los marihuaneros, los ladrones, a los pobres sin más que las ganas de olvidarse del mundo. Pero el alcalde dio su explicación: “En Medellín nos hemos ocupado mucho del agua y de la luz y poco del problema moral”. La decisión, claro, tuvo el respaldo del obispo de la ciudad y de las familias ricas, que vivían en Prado Centro, muy cerca de Lovaina, donde se había concentrado todos esos años, el mal. Ahora el mal quedaría en el Barrio —como se le llamó tradicionalmente a los lugares sin normas, abiertos a los excesos, tolerantes—, la única zona de la ciudad donde los bares podían abrir las veinticuatro horas y no cerrar su comercio de alcohol, sudor y sangre.

Por esos días El Colombiano publicaba: “Quedaron prohibidos los bailes fuera del Barrio Antioquia… Quedó eliminada la presencia de las mujeres en establecimientos de cantina, a cualquier hora del día o de la noche, fuera del Barrio Antioquia”. Esa primera noche apagaron todas las luces de las casas de familia que habían quedado. No se vieron los bombillos amarillos sino los rojos que anunciaban el secreto que viene con las sombras, la poca luz para excederse en las tinieblas. Dicen que esa noche fueron muchos los carros que llegaron de todos los barrios de Medellín para disfrutar de ese único lugar donde cada noche sería una garganta sin salida. Cada día llegaban desde Guayaquil camiones cargados con mujeres destinadas al oficio de alargar las noches y escurrir los bolsillos de los lujuriosos. Las prostitutas ocuparon treinta casas que se convirtieron en burdeles, que pasado un mes aumentarían a doscientas quince. Los que se quedaron en el Barrio decidieron vestirse de luto y salir a protestar en una marcha encabezada por la Virgen y los pocos niños que quedaban. Aunque poco cambiaría y muy rápido las escuelas pasaron a ser centros profilácticos donde las prostitutas abrían las piernas para que las examinara algún médico, obligando a los niños a ir hasta otros barrios para poder estudiar. El desorden duraría dos años más.

*

Busco en Google Barrio Antioquia, lo primero que encuentro es una noticia, los párrafos dicen exactamente en su prosa sicarial: “Una pareja de novios murió asesinada, luego de que hombres en moto que les dispararan en varias oportunidades cuando departían en un local de comidas rápidas en el Barrio Antioquia, occidente de Medellín. El pistolero se acercó y disparó contra Alejandro Orozco Villegas y Jesicca Sánchez Díaz, de 21 y 18 años, dijo el comandante operativo de la Policía Metropolitana, coronel John Rodríguez: ‘Mientras una pareja se encontraba departiendo en un lugar de comidas, sin mediar palabras, los ultiman, causándoles a cada uno de ellos la muerte en el lugar de los hechos. Parece que utilizaron una automática’, señaló el oficial”.

Pero en el correo tengo un mensaje de un colega, Chepe —hijo de doña Olivia, que tuvo una tienda muy cerca del antiguo paradero de buses—, y dice esto: «Cada vez que cruzo la calle 25, esa pasarela de la vida cotidiana en el barrio donde crecí, tengo sentimientos encontrados: el dolor generacional por haber perdido amigos de juegos callejeros en la trágica espiral de la violencia que sufrió Medellín a finales de los años 80 y principios de los años 90 del siglo pasado. Y al mismo tiempo una profunda alegría, porque al estigma que históricamente hemos portado los habitantes del Barrio Antioquia, se le antepone un sentimiento de orgullo por ese territorio local, tan nuestro. Allí aprendí el valor del afecto de mis primeros maestros, a montar en cicla por sus calles planas, a tentar la suerte jugando fútbol en plena pista del aeropuerto de la ciudad, a jugar buen baloncesto, a bailar salsa, a deleitarnos con la bella cadencia, el desparpajo y la libertad de las peladas de la cuadra. A disfrutar las fiestas de diciembre en la mejor pista de baile: las calles, adornadas de tirantas multicolores, con los equipos de sonido de los vecinos retumbando en las aceras, sintonizados en la misma emisora de música tropical, para que el goce fuera colectivo. Cuando se es y se conoce la esencia de la geografía humana del Barrio Antioquia, no deja de sorprender esa inclinación a ser solidarios en el dolor y en la fiesta. No negamos que hemos sido epicentro de una historia difícil, pero en muchos casos hemos aprendido, por contraste, que tenemos derecho a un lugar diferente en la ciudad. En el calor del hogar, nuestras abuelas repetían sin cesar ‘el que quiera celeste, que le cueste’, para significar que no la teníamos fácil y que todo esfuerzo por lograr una vida decente, suponía una alta dosis de perseverancia, para impulsarnos por encima del sino de la violencia y catapultarnos al futuro, con el sello de la generosidad, la alegría y el afecto por nuestro barrio, señales particulares que hoy perduran en sus habitantes y en quienes allí crecimos».

*

En los años sesenta el Barrio se hizo famoso por sus milagrosos ladrones, capaces de despojar a cualquiera sin dejar un solo rastro. Con pompa y nombre llegaron a ciudades norteamericanas, adonde viajaban para hacer sus vueltas, que eran precisas y rápidas. Regresaban a Medellín con un estilo entre cubano de Miami y puertorriqueño de Nueva York: vestidos con pantalones holgados, camisas de flores y acentos mezclados, que confundían a la Policía local. Eran hombres que amaban el arrabal, los tangos, esa forma decorosa del crimen, griegos del más acá que veían en la muerte temprana y de frente una manera del honor.

—Después vino la época de la mafia, en los setenta, un poco antes del acenso de Griselda Blanco en el mundo criminal. Desde aquí despachábamos gente con documentos para Estados Unidos. Imagínese que una vez se fue un muchacho de acá, él llevaba una caja con marihuana, y cuando eso pocos sabían qué era eso, apenas estaba empezando todo el tráfico. Resulta que cuando llegó a Miami le abrieron el pasaporte y se le cayó la foto, se dieron cuenta que los documentos eran falsos, ya no se podía hacer nada, entonces lo deportaron, pero lo deportaron con la cajita llena de marihuana —se ríe uno de los viejos del Barrio mientras conversamos al frente de la nueva cancha sintética, que por las mañanas se llena de muchachos que entrenan sin descanso.

Mientras una generación crecía para las motos, otra generación lo hacía para el fútbol, entre ellos están los hermanos Rubén y Libardo Vélez, este último dueño de un talento excepcional que se perdió en los excesos y un asesinato, después vinieron Robeiro Moreno, Neider Morantes y Edwin Cardona, por contar unos pocos.

—Es que eso es lo que le duele a uno del Barrio, que solo cuenten las cosas malas, que si fueron muy malas, pero también están los personajes ilustres, que son muchos deportistas. No más aquí a la vuelta viven los de la Orquesta Los Núñez, los que hicieron esa canción del Nacional —dice Boris y señala el gimnasio que él mismo gestionó hace seis años cuando era el presidente de la Junta de Acción Comunal. Al fondo se ven las máquinas amarillas que aguantan el uso y el abuso, abiertas al cielo donde ahora mismo dos descamisados hacen barritas.

*

No hay un monopolio. El negocio de la venta de drogas en el Barrio Antioquia parece una cooperativa: son muchas familias que manejan su plaza, que no se meten en las cuadras de otros, porque plata para todos hay. Hace ocho, nueve años, hubo una reunión dirigida por alguien poderoso, un señor —una señora— que desde las sombras es capaz de mover hilos finos y peligrosos. La orden fue pactar una paz duradera donde todos ganaran y la plaza no se dañara. Desde entonces hay pocos muertos en estas calles, la 25 bulle de comercio y ventas, la 65 es tan concurrida como siempre y nadie teme. Pero en las calles irregulares que forman un laberinto difícil, se esconde el humo que esparce el desaliento.

Voy con unos amigos en un carro que conocen. Entramos por la calle que viene de la Unidad Deportiva de Belén y volteamos en una esquina. Uno dice que aquella es una plaza grande donde tienen una puerta blindada de quince centímetros de grosor para evitar ataques varios. Pero vamos más adentro. La luz es poca y los muchachos se escurren por las esquinas como lagartos, otros miran con ojos de vendedores profesionales, de esos que en El Hueco te quieren calzar los tenis y meterte en un bluyín, pero estos quieren meternos los baretos a la boca.

—Apague las luces que llegamos—, dice el que va a mi izquierda, pero alguien silba afuera y entonces tenemos que seguir porque ese es el campanero y anuncia que hay policías. El cuadro que se arma, de tan patético, da risa: los muchachos corren, no disimulan, corren, y una mujer vieja que está parada en una puerta recibe un paquete, recibe algo, y dos se meten por una puerta que se cierra rápido y sin ruido. Decidimos dar otra vuelta y regresar, pero el campanero vuelve a silbar, así que seguimos derecho, llegamos a la 25 y esperamos unos diez minutos. Volvemos, el campanero silba, pero uno de los jíbaros reconoce a uno de los muchachos que va en el carro y grita:

—Los están confundiendo con rayas—

Los rayas son los policías y nosotros somos cuatro hombres en un carro típico de los agentes de la Sijín. Paramos, el hombre —un muchacho de unos veinte años, escuálido, de rostro parejo y sin evidencias de consumo— pregunta cuántos, decimos que tres, los entrega y nos vamos.

*

A Piamonte llegó a vivir una pareja misteriosa a la que todos le huían. Decían que venían del Barrio y que no traían buenas intenciones. Un día anochecieron pero no amanecieron. Se fueron dejando nada y dos carros se desaparecieron de la unidad residencial, fue todo un escándalo. Pero los niños no entendíamos nada y ya en la frontera teníamos amigos que venían del Barrio y jugábamos fútbol en la calle toda la tarde, ellos se iban a las cinco, a las seis y se internaban en ese mundo que para nosotros era bello, por desconocido, porque nos llamaba con su aliento, con sus dientes, porque nos prometía lo prohibido, que siempre esconde su corazón de terror para que no lo veamos.

Esta mañana de sábado recordé eso cuando Robeiro Moreno —exfutbolista: Selección Juvenil de Antioquia, diez años en el Once Caldas, dos en el Atlético Nacional, un caballero— me dice que tantos jóvenes no se perdieron por el fútbol y que él fue uno de ellos, que prefirió el balón y salir corriendo hasta la Unidad Deportiva de Belén en los años ochenta, que trabajar para Pablo en una guerra de la que nadie sobrevivió. 
Robeiro es todo un personaje en el Barrio. Y mientras conversamos una jauría de niños va a entrenar, fútbol y baloncesto, y en la Institución Educativa Benjamín Herrera otros tantos preparan sus violines, sus violonchelos, sus trombones para ensayar —Pilar Solano, cantante y exprofesora de la Red de Escuelas de Música me dirá después que ese es uno de los lugares más sagrados del Barrio, el segundo hogar de muchos—, entonces pienso en que puede ser posible un cambio, otra vida, aunque a dos cuadras otros muchachos se dediquen a la venta de cigarrillos que sostiene un aparato criminal más grande que todo esto. Pero pienso también en esos muchachitos talentosos para el fútbol que nos superaban por mucho, dueños de una talento silvestre y salvaje, pienso en su muerte, en que es probable que ya no vivan y sus madres los lloren larga y amargamente, y pienso, finalmente, que todo fue un azar, que el muerto pudo estar de este lado de la malla, que un dedo incierto, apurado, nos puso de un lado, y no de otro.

DOCE REVELACIONES SOBRE EL CONFLICTO ARMADO QUE HIZO LA COMISION DE LA VERDAD. Tratando de entender (134)

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