viernes, 4 de noviembre de 2022

CARCELES COLOMBIANAS: ESTADO DE COSAS INCONSTITUCIONAL. TRATANDO DE ENTENDER (129)

Corte Constitucional cita a reunión nacional por emergencia del sistema carcelario Desde 1998, los internos del país están privados de su libertad bajo condiciones infrahumanas y violatorias de los derechos fundamentales. La Corte Constitucional citó una reunión para evaluar las acciones del Inpec, la Uspec, la Policía, la Fiscalía y el Ministerio de Justicia, entre otros. La Defensoría evidenció un hacinamiento que supera el 1.300%, en estaciones de Policía de Bucaramanga. La Defensoría evidenció un hacinamiento que supera el 1.300%, en estaciones de Policía de Bucaramanga. Foto: Defensoría del Pueblo Toda persona que esté investigada o condenada por un delito en Colombia, y que esté en un centro de reclusión, vive en un estado de cosas inconstitucional, es decir, bajo una grave y masiva violación de los derechos que son amparados en la Constitución. Así lo ha declarado la Corte Constitucional en cuatro oportunidades desde 1998. Con el problema trasladado a los centros de reclusión transitoria, como URI y estaciones de Policía, la Corte busca conocer si las autoridades penitenciarias han hecho algún esfuerzo para superar la crisis nacional. En contexto: Así se llegó a la masiva violación de derechos en centros de detención transitoria La Corte Constitucional citó a una sesión técnica a la rama ejecutiva, al Congreso, a representantes de la rama judicial, a los órganos de control y a la sociedad civil, para el próximo 21 de noviembre, a las 8:00 a.m. El objetivo es detectar bloqueos u omisiones administrativas, que impiden que Colombia supere el estado de cosas inconstitucional (ECI) con respecto a las cárceles y, como se determinó a mediados de año, centros de reclusión transitoria. “La sesión técnica se desarrollará en tres ejes temáticos. Los avances en la superación del ECI penitenciario y carcelario; el avance en el cumplimiento de las órdenes cuarta y quinta de la Sentencia SU-122 de 2022 (sacar a los condenados de los centros transitorios); y las alternativas para el seguimiento conjunto de las tres sentencias de la Corte Constitucional en las que se declaró, reiteró y extendió el ECI”, explicó la alta corte. Antecedentes: Corte declara estado de cosas inconstitucional en centros de detención transitoria A la sesión deberán asistir el Departamento Administrativo de la Presidencia, el Ministerio de Hacienda, el Departamento Nacional de Planeación, la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría, la Contraloría, el Ministerio de Justicia, el Inpec, la Uspec (que administra los recursos del sistema penitenciario). Asimismo, están citados la dirección nacional de la Policía, la Fiscalía y el Consejo Superior de la Judicatura. La situación del sistema carcelario es pésima desde hace más de dos décadas. Ningún gobierno pudo reducir el hacinamiento, que a corte de noviembre de este año supera el 20%. En las cárceles de Antioquia, por ejemplo, permanecen 11.709 presos en un espacio con capacidad para 7.791. Las tutelas anualmente se cuentan por miles, por situaciones de salud, alimentación, seguridad y acompañamiento psicosocial. Roberto Vidal asume este viernes como nuevo presidente de la Jurisdicción Especial para la Paz creada con el Acuerdo de Paz. En diálogo con este diario, habla sobre cómo esa entidad puede contribuir a las propuestas de “paz total” y los desafíos que se vienen con las primeras sanciones. Judicial “Cualquier esfuerzo de paz debe tener un componente de justicia”: presidente de la JEP Hace 16 horas La decisión es de la Corte Suprema de Justicia. Judicial Venezuela debe devolver inmueble a colombiana que lo arrendó para temas consulares Hace 20 horas La JEP remitirá listado de comparecientes al Ministerio Público. Judicial Procuraduría, a través de convenio, le pondrá la lupa a los procesos de la JEP Hace 17 horas Lea: Violación al Acuerdo de Paz y otros estados inconstitucionales en Colombia En la última declaratoria de ECI sobre centros de reclusión transitoria, la Corte constató que el hacinamiento de las cárceles está tan desbordado, que las personas capturadas no pueden ser trasladadas, ni ingresar formalmente al sistema penitenciario. De tal manera que quedan custodiadas en espacios que no son aptos para garantizar una reclusión digna. ¿Las razones? Existen vacíos normativos en la distribución de competencias entre autoridades territoriales, altos índices de criminalidad y una aplicación abusiva de la detención preventiva, entre otras. Aunque el alto tribunal ya había sentado un precedente en 1998, y posteriormente durante 2013 y 2015, nuevamente la Corte ordena una serie de directrices que debe cumplir entidades locales y nacionales con el fin de evitar una flagrante vulneración de derechos a las personas privadas de la libertad. Así las cosas, una de las órdenes está dirigida al Inpec y es que todas las personas condenadas que están en detenciones transitorias deben ser enviadas a establecimientos penitenciarios para que cumplan su condena. Sin embargo, los cupos no dan abasto y el gobierno del nuevo presidente Gustavo Petro omitió entregar un peso del presupuesto nacional para la construcción de nuevas cárceles. La Uspec, por su parte, tiene aprobado un reciente documento COMPES para agregar cupos en Cauca, Putumayo, San Andrés y Meta. El Ministerio de Justicia adelanta un proyecto para deshacinar las cárceles, a través de la eliminación de delitos y otros ajustes al Código Penal, que permitan implementar la justicia restaurativa.

domingo, 17 de julio de 2022

VICTOR PULIDO, UN GUERRILLERO QUE VIO NACER EL CONFLICTO EN COLOMBIA. Tratando de entender. (127)

Periodista16 jul. 2022 - 8:00 a.m.   www.elespectador.com


Víctor Pulido, un guerrillero que vio nacer el conflicto armado en Colombia

En Villarrica (Tolima) fue miembro de las primeras guerrillas comunistas de Colombia y luego hizo parte del primer Estado Mayor de la Farc. Tras su captura, en 1968, le apostó a la lucha sin armas, pero la persecución no cesó.


Víctor Pulido, de 85 años, vive en la casa de su hijo en Bogotá. / Óscar Pérez
Foto: El Espectador - Óscar Pérez



“¡Este criminal no cree ni en Dios!”, escuchó decir Víctor Pulido casi como una sentencia al cierre de la intervención del fiscal en su juicio por porte ilegal de armas, concierto para delinquir y tráfico de municiones, tras ser capturado cuando recibía mil balas de fusil en una zona cercana a Aipe, Huila.Debía ser el año de 1968, porque en su memoria está claro que habían pasado al menos dos años desde la Segunda Conferencia de las Farc, en la que la guerrilla eligió su nombre y estructura militar. Él era el segundo al mando del grupo que recuperó Marquetalia, al sur del Tolima, y el encargado de los contactos con Bogotá para conseguir financiación y material bélico.

“¿Usted cree en Dios?, fue la última pregunta que me hizo ese fiscal antes del juicio, en un interrogatorio en el que yo estaba decidido a no entregar a nadie. Yo todo me imaginé menos que fuera a usar la respuesta como argumento en mi contra y le dije la verdad, que no es por capricho, sino porque soy un comunista convencido y porque muchas bestialidades se han cometido en nombre del señor: ‘No, no creo en Dios’”, recuerda antes de soltar una carcajada que se interrumpe por la tos de quien fumó una buena parte de su vida.

Pulido, ahora de 85 años y desde una silla mecedora en la quelee el semanario Voz, sigue siendo el mismo comunista convencido de que el cambio tiene que llegar, “sea como sea”. Es alto, trigueño y de figura delgada aunque fornida. Hace ya tiempo que su uniforme no es más que sudaderas holgadas, busos abrigados y botas de amarrar sobre un par de medias de felpa. Y aunque a veces no recuerda qué almorzó ayer o cuáles son sus planes de mañana, conserva la memoria intacta de cómo vio nacer el conflicto armado reciente en Colombia, desde la Guerra de Villarrica (Tolima), su pueblo natal.


Don Víctor, quien no puede hablar de su vida sin explicar la historia nacional, vivió su primera tragedia cuando tenía doce años. “Tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en Villarrica fuimos tremendamente golpeados por la política conservadora de represión contra los liberales”. A la finca que sus papás le cuidaban a un hacendado liberal llegó la policía chulavita(grupo paraestatal de la época) a hacer un allanamiento y matar a su padre.

“Mi familia reclamó que cómo íbamos a ser enemigos si nuestro hermano mayor prestaba el servicio militar y el otro hacía parte del Batallón Colombia, en Corea, y les mostramos fotos que nos mandaban por correspondencia”, relata. Les perdonaron la vida, pero los obligaron a desplazarse porque, si no eran ellos, otros chulavitas llegarían a matarlos. Duraron un año resguardados en Girardot, desde donde se enteraron de la creación de grupos de autodefensa liberal.

Su vinculación al conflicto directo fue después del golpe militar con el que Gustavo Rojas Pinilla prometió “paz, justicia y libertad” y convenció a esas guerrillas liberales de entregar sus armas. Con esto se pasó de la guerra de guerrillas a la guerra contra el comunismo, que en 1954 fue declarado ilegal por el Gobierno en el contexto mundial de la Guerra Fría. En Villarrica terminó un grupo de comunistas que no entregaron las armas, pero las tenían guardadas, entre ellos el líder Isauro Yosa, conocido como Mayor Líster.

“En medio de ese corto período de paz, yo me integré a lo que ellos llamaron Frentes Democráticos, algo así como las Juntas de Acción Comunal, para resolver los problemas comunitarios. Como vieron tanto potencial organizativo, al mismo tiempo nos daban preparación militar porque sabían que en algún momento el Gobierno iba a atacar”, recuerda Víctor. Allí, militares y policías retirados durante la conservatización de la fuerza pública les daban clases en manejo de armas, estrategia y preparación física. “Entre ellos estaba mi hermano Jorge, el que había prestado servicio durante insurrección gaitanista. Él incluso llegó a ser comandante de un grupo en Cabrera (Cundinamarca)”, dice con orgullo.


Don Víctor conserva la memoria intacta de cómo vio nacer el conflicto armado reciente en Colombia, desde la Guerra de Villarrica (Tolima), el pueblo donde creció.

Hasta que en noviembre del 54 el gobierno de Rojas Pinilla les dio la razón. “En un evento de la iglesia llegaron unos 300 soldados, mataron a dos dirigentes y cogieron al Mayor Líster.Eso justificó nuestra sublevación”, dice Víctor, quien tenía unos 16 años en esa época. Ese hecho, sumado a la declaración de ese y otros siete municipios del Tolima y Sumapaz como zona de operaciones militares, dio inicio a la Guerra de Villarrica. “Fuimos más de 500 hombres que nos entregamos en cuerpo y alma y resistimos cuatro meses, con sus días y sus noches, en los diez kilómetros que separan el pueblo de la vereda La Colonia. El Gobierno puso más de 9.000 hombres y trece aviones de combate para esos ocho pueblos y hasta utilizaron bombas prohibidas a nivel internacional”, asegura.

De vez en cuando, don Víctor hace pausas de unos minutos para recordar datos o detalles específicos. Está en la terraza de la casa de su hijo en Bogotá, un espacio amplio y en obra gris en el que guardan objetos antiguos y “chécheres”: sillas, mesas, un televisor, una escalera. Se mece en su silla, junta sus dedos y los pone debajo de su mentón. “Eran bombas de napalm”, señala. El napalm, una especie de aceite viscoso, quemó a su paso cultivos, casas y animales en el punto más álgido de la guerra.


Su familia y la mayoría del pueblo tuvieron que desplazarse a Cunday, a una zona de concentración estatal. Mientras con morteros, ametrallamientos y bombardeos aéreos, las fuerzas del Estado terminaron dominando la situación y a los guerrilleros no les quedó más que buscar resguardo. “La poca población civil que quedaba y los guerreros salimos hacia una selva virgen llamada Galilea. Esa fue una de las retaguardias más críticas de la guerra, porque no había economía”, relata.

Don Víctor recuerda su frustración al ver que mientras los armados recibían comida e insumos por parte del Partido Comunista, los civiles, que habían sido su mayor apoyo esos cuatro meses, “llevaron del bulto” sin comida, medicinas ni abrigo, por lo que empezaron a perder la fe en su organización. “Allá morían viejos y niños y no había más qué hacer. Tápelos o échelos a un barranco porque no había tiempo para sepultarlo con todas las de la ley”, relata con la voz quebrada. “La situación era crítica y el movimiento armado ni el partido tuvieron la dignidad de darle la importancia que eso tenía para la población”, señala.

El comando, poco a poco, se desintegró entre quienes salieron hacia El Pato y el Guayabero, zonas de colonia agrícola controladas por antiguos guerrilleros liberales, y otros pocos que desertaron. Víctor anduvo por Natagaima, luego fue becado en la Escuela Nacional de Cuadros, en Viotá. “Allá recibí tres meses de clases de propia teoría marxista y de historia del Partido Comunista con Gilberto Vieira (quien dirigió 45 años el partido), Jacobo Arenas (posterior fundador de las Farc) y Víctor J. Merchán (líder comunista de la región)”.

Cuando terminó la formación decidió irse para el Guayabero. “Allá tenia mi gallada y llegué a hacer parte del núcleo organizativo, sabiendo que tarde o temprano debíamos volver a la lucha armada”.

Pocos meses después se dio el ataque a Marquetalia y lo demás es historia: unos 300 campesinos provenientes de esa colonia agrícola y de Río Chiquito, El Pato y Guayabero, las llamadas “Repúblicas Independientes” por Álvaro Gómez Hurtado, se encontraron en la Segunda Conferencia de las Farc. “En esa reunión definimos que para erradicar las necesidades del pueblo el objetivo era la toma del poder y para hacerlo había que convocar la insurgencia de todo el país. Yo hice parte del Estado Mayor, como segundo al mando del comandante Joselo Lozada, en el grupo que retomó Marquetalia”, recuerda con claridad.

Dos años después fue capturado. Lo condenaron a veinte años de prisión, que en segunda instancia se redujeron a ocho años, gracias a un abogado del Partido Comunista Colombiano. Al final pagó poco más de cuatro años por buen comportamiento y su trabajo en la cárcel como carpintero.
Víctor Pulido, 85 años.


Estando en la cárcel conoció a María Elvinia Romero, su esposa. Y al salir tuvo que tomar una decisión. “Hablé de nuevo con Jacobo Arenas y Tirofijo que me invitaron a volver, pero no me comprometí más con la actividad ilegal, porque debía atender las dificultades económicas de la guerrilla”, recuerda. Aunque también reconoce que había empezado a sentir diferencias con el accionar del grupo armado.

Luego volvió a Villarrica y allá pasó treinta años trabajando en dos fincas de su familia mientras ejercía liderazgo comunitario desde la JAC y, después, desde la Unión Patriótica. Es imposible olvidar que ese grupo político fue casi exterminado, con 5.733 miembros asesinados o desaparecidos, según la Comisión de la Verdad. “La persecución era tal que varias veces tuve que salir a Chaparral porque me enteraba de atentados que iban a hacerme. Sacamos primero a los niños para Bogotá y mi esposa iba y venía, hasta que decidió quedarse”, cuenta.

Don Víctor ahora se ríe cuando dice que se le escapó a la muerte más de una vez. En una ocasión, lo mandaron llamar porque un comandante de Policía quería hablar con él. “Llegué al punto acordado y me dijeron ‘Espere aquí’. Yo esperé unos minutos pero sentí que eso estaba raro y me fui caminando”, dice. Segundos después escuchó los tiros.

En otra ocasión, hubo una revisión cotidiana de papeles por parte del Ejército a los pasajeros del bus que los domingos llevaba a la gente de La Colonia a Villarrica. “Devolvieron los de todos menos los míos y me pidieron que me bajara. ‘Usted se queda’, dijeron y le pidieron al bus que arrancara. Pero la gente que me conocía por mi liderazgo en la junta se alborotó y dijo que el bus no arrancaba sin mí”, recuerda. Y lo dejaron ir.

En 2005, recibió la noticia de que los estaban buscando a él, a un concejal y a un funcionario de la Alcaldía de Villarrica para matarlos. Al inicio no creyó. “Yo estaba seguro de que el funcionario era de inteligencia militar y dije ‘¿por qué lo habrían de matar a él?’. Pero ocho días después llamaron a avisar que lo habían matado. Y ahí sí creí”. Así que él y el concejal huyeron a Bogotá antes de tener el mismo final.

Su vida, sin duda, podría ser una de las tantas radiografías de lo que ha sido la guerra en Colombia. En la capital del país, su esposa se dedicó al servicio doméstico y él a la carpintería casera, ante la dificultad de encontrar un empleo formal. En Villarrica no quedó ni el rancho. Pocas semanas después del desplazamiento les llegó la noticia de que le habían prendido fuego, tal como la dejaron, “con las cositas adentro”. “Dicen que fue una patrulla militar, pero nunca tuvimos cómo comprobarlo ante la ley”, señala don Víctor.

Víctor Pulido nunca se arrepintió de dejar las armas y está convencido de que al menos, por ahora, ese no es el camino; pero insiste, afín a su formación, en que para que haya una verdadera transformación social en Colombia, debe haber un cambio de modelo económico.


Recientemente, contribuyó con su testimonio a reconstruir la historia de la Guerra de Villarrica en una investigación realizada por Stephen Ferry y la Comisión de la Verdad.
“Lo que debe cambiar es el modelo económico”

Para don Víctor, el Acuerdo de Paz entre el gobierno Santos y las Farc era la única salida que le quedaba, tanto a la guerrilla como al Estado. Pero teme que se está repitiendo la historia: “Ninguno de los seis puntos se ha cumplido a cabalidad. Se debilitó el enemigo para después reprimirlo. Lo que se ha generalizado de nuevo es el sicariato contra líderes y excombatientes”.

Aunque está convencido de que con la elección de Gustavo Petro como presidente se abren nuevas alternativas, dice que no la va a tener fácil: “Se va a meter en la berraca si mueve los grandes capitales. Le toca manejar todo como pisando huevos, porque los mismos partidos tradicionales que nos reprimieron siguen teniendo poder”.

Además, cree que no es suficiente con un cambio de gobierno. “No basta luchar contra el uribismo. El uribismo muere, pero el sistema económico queda intacto. El modelo económico es el que debe cambiar. Debe haber capacitación y organización social para que se dé un verdadero cambio”, sentencia.

sábado, 2 de julio de 2022

LA RELACIÓN ENTRE POLITICA Y CONFLICTO, SEGUN LA COMISION DE LA VERDAD. Tratando de entender (126)


elespectador.com. 28 junio 2022

La relación entre política y conflicto, según la Comisión de la Verdad
El Informe Final da cuenta de la relación entre la guerra y el sistema político. La paz y la apertura democrática han ido de la mano históricamente.




El informe, presentado esta semana por la Comisión de la Verdad, contiene 12 capítulos de Hallazgos. / Gustavo Torrijos

Para la Comisión de la Verdad, la guerra en Colombia tuvo ramificaciones en distintas orillas, pero su configuración fue desde el campo político. Textualmente, la primera entrega del Informe Final, que contará con 10 capítulos en total, señala que el conflicto “fue una disputa por el poder político, la democracia, el modelo de Estado”, entre otros elementos, pero sobre todo de talante político. Sin embargo, contrario a lo que pasó en la primera parte del siglo XX, cuando la violencia fue entre los que se identificaban como liberales y conservadores, el conflicto desde los años 50 se enmarcó en una agresión directa en contra de los civiles en los que “primó el objetivo de destruir los apoyos -reales o imaginarios- de la contraparte, para horadar sus bases políticas”.

No obstante, la guerra en Colombia no se ambientó en actores claramente identificados, sino que cualquiera se podía convertir en objetivo. Tanto así que, como describe la Comisión de la Verdad, hubo un momento, a finales del siglo XX, en el que el blanco llegaron a ser pueblos enteros con la única intención de “destruir los apoyos humanos, ocupar y controlar los territorios, los corredores y las rentas”. Aunque hubo distintas causas, la política predominó en buena parte de las acciones. “La violencia ha sido el recurso de sectores de la derecha y de la izquierda para suprimir a los competidores”, reza el capítulo de Hallazgos de la Comisión de la Verdad, en el apartado dedicado a la relación que hubo entre política y conflicto.

Parte de la degradación del conflicto se dio en el marco del orden bipolar que permeó al mundo tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. Derecha e izquierda asumieron bandos opuestos y desde ahí se fue desarrollando gran parte del conflicto, en el que se llegó incluso en un momento a “confundir el contradictor ideológico o político con un enemigo”. Los primeros estadios del conflicto fueron entre un Estado en “formación”, después de la corta dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, y grupos revolucionarios, en su mayoría marxistas, que se alzaron en armas. El agravamiento de la guerra llevó, según el informe, al desarrollo de un poder estatal “con una fuerte tensión entre la legitimidad, la legalidad y el crimen”. Por eso, desde la Comisión se rescata la expresión de que la democracia colombiana es “un orangután en sacoleva” como la más adecuada para describir lo que fue el desarrollo del aparato estatal.

Y es que para el órgano transicional es claro que se forjó una relación en la que se traslaparon fines y medios, lo que llevó a que algunas instituciones no vieran problema en superar líneas rojas básicas e incurrieran “en todo tipo de violaciones de los derechos humanos e incurrido en actos de corrupción tolerados”. Aunque también se hace la salvedad de que hubo otras instituciones que fueron esenciales para que el Estado no naufragara en el espiral de la guerra y “han servido como defensa o soporte en contra de las violencias del conflicto”. En este juego político quedó una sociedad que entró a participar de distintas formas, tanto para agravar el conflicto como para buscar la paz. Esto último sobre todo en expresiones políticas como el Frente Nacional, la Constituyente de 1991 y la firma del Acuerdo de Paz. Para la Comisión, las grandes reformas han venido del empuje social y nunca de la acción de los fusiles, sobre todo en temas de apertura democrática.

Paz y apertura democrática han venido de la mano en el país, para la Comisión, puesto que esta considera que la primera no puede tomarse simplemente como “el silencio de los fusiles” sino que se fundamenta en “valores e instituciones y, sobre todo, el ejercicio de derechos”. También esto ha implicado entender la guerra, de una forma muy en línea a Clausewitz, como “el enfrentamiento eminentemente político que busca la destrucción del enemigo usando la violencia”. Lo hallazgos del informe indican que los 70 años de conflicto armado se enmarcan en esa relación de paz y democracia, tanto para su afianzamiento como retrocesos.

Paz -guerra- y democracia

Según la Comisión de la Verdad, en lo expresado en el capítulo de Violencia y política, en Colombia se pueden encontrar tres momentos en los que se ve materializada la relación entre paz y democracia: el Frente Nacional, la Constituyente del 91 y el reciente Acuerdo de Paz con las extintas Farc. En cuanto al primero, se entiende como el pacto entre liberales y conservadores para retornar al poder, tras la dictadura de Rojas Pinilla, aunque el informe incluye en este punto el mandato conservador anterior como parte de esa dictadura. Este acuerdo sirvió para “la pacificación política, el reformismo social y el desarrollismo en materia política”, y hasta para reconocer la plena ciudadanía, incluyendo el voto, de las mujeres.




Francisco de Roux: “No podemos postergar más el día en que la paz sea un deber y un derecho”

En un primer momento, el acuerdo bajó la violencia entre liberales y conservadores, pues se garantizó la repartición milimétrica y alternada del poder político y dio paso a otros mecanismos importantes, como la creación de nuevas instituciones democráticas y una reforma agraria a través del Incora. Sin embargo, al poco tiempo se dieron nuevas condiciones para el auge de la violencia, pues el orden político cerrado excluyó a expresiones de izquierda, que varias de ellas terminaron radicalizándose. Además, los avances en la reforma agraria, sobre todo en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, fueron desechos, lo que fue una muestra de la poca intención de cambio que había en las elites. Además, el país enmarcó su lectura de las tensiones sociales en la guerra fría, lo que llevó a que se introdujera la doctrina del “enemigo interno”.

De esta forma, desde el poder político se atendieron los conflictos políticos como un mero tema de orden público en el que entró a participar las fuerzas militares. No colaboró que la radicalización de la izquierda vio en las corrientes soviéticas, cubanas y chinas una respuesta a un “régimen semicerrado”, esto llevó a la creación de las Farc, el Eln, el Epl, M-19, entre otras organizaciones armadas que intentaron reemplazar el régimen, a veces incluso con un enfoque lejano a la democracia. La respuesta del poder político fue un continuo estado de excepción en el que su mayor expresión fue el estatuto de seguridad de la administración de Julio César Turbay Ayala. “Desde mediados de los setenta, se incrementó la violencia política (…) entre aparatos armados de las izquierdas radicales y agentes del Estado (como el Ejército, la Policía y el DAS), o de las élites económicas y políticas”, se lee en el Informe Final.


Los años 70 implicaron un gran cierre democrático ante la acción tanto de los actores armados como estatales. La cúspide, como se dijo más arriba, fue el estatuto de seguridad en el que toda la oficialidad aceptó convertir a los “críticos del régimen” en enemigos y fue esta la excusa que permitió que los militares incurrieran en graves violaciones de los derechos humanos, “en particular tortura, desaparición forzada y detenciones arbitrarias”. Por el lado de las guerrillas también hubo un cierre democrático bajo la idea de que era pronta la conquista del poder por las armas, por lo que financiaron su funcionamiento a través del secuestro. A los ojos de la Comisión, tanto oficialidad como guerrillas incurrieron en prácticas que golpearon su legitimidad.

Desde 1982, en el gobierno de Belisario Betancur, hubo un intento de apertura democrática, continuado por Virgilio Barco. Sin embargo, distintos poderes se opusieron a ella, tanto desde la legalidad como la ilegalidad. Se intentó llegar a un acuerdo de paz con las guerrillas, lo que incluyó dar participación política con la creación de la Unión Patriótica (UP). Sin embargo, desde la Comisión se señaló que el resto de actores (poder político regional, narcotráfico y fuerzas militares) se unieron en contra del intento de democratización. Fue en este contexto en el que tuvo su mayor caldo de cultivo el paramilitarismo. También las guerrillas intentaron negociar, pero el mismo tiempo aprovecharon estos espacios para el fortalecimiento militar. “Hubo algo de ingenuidad y también de traición” de ambas partes, expresó el informe. Esto último se tradujo en hechos como el palacio de justicia, el genocidio de la UP y el asesinato de cuatro candidatos presidenciales. Sin embargo, las intenciones de apertura sirvieron para una de las mayores aperturas democráticas del país: la Constitución de 1991.



Con la promulgación de la Carta Magna se preveía una apertura democrática, por la inclusión en la arena política de las comunidades ignoradas durante décadas. El aumento de la participación estuvo acompañado por el reconocimiento de los derechos de pueblos afros e indígenas, pero la amplia competencia política a la que no estaba acostumbrada el bipartidismo y la sangrienta década de los 90 por el auge de la coca y el petróleo fueron aún más potentes que los avances que se lograron con la Constitución. El informe califica este intervalo como “la gran guerra”, en la que la expansión del narcotráfico, los combates por los territorios de comunidades vulnerables y la guerra antidrogas atizaron la guerra.

Las guerrillas radicalizaron su actuar y sus discursos, mientras que el narcotráfico y el paramilitarismo permearon varias esferas de la sociedad y la clase política. “La disputa militar y política fueron dos caras de una misma moneda”, dice el documento sobre una etapa en la que ambos bandos ampliaron sus enemigos más allá de los actores armados, y la guerra se ensañó, entre otros, con políticos, empresarios, líderes sociales y estudiantes. La Comisión estima que esa “gran guerra”, en la que hubo una violación de derechos humanos sin precedentes, dejó el número más alto de víctimas de todo el conflicto.


Poco hicieron los gobiernos de Ernesto Samper y Andrés Pastrana, que tuvieron tantos intentos por establecer la paz como decisiones en pro de la guerra. Además, no se caracterizaron propiamente por su gobernabilidad lo que derivó en el robustecimiento del proyecto paramilitar, que atacó sin distinción a la población civil. Las masacres y desplazamientos arreciaron, también con responsabilidad de las guerrillas, y para el final del milenio hubo incluso alianzas entre ambos bandos: las disputas de territorios y rentas ilícitas entrelazaron sus caminos, algo en lo que poco pudo y quiso intervenir el Estado. “Se enfrentaron, pero también hicieron pactos espurios”.

El paramilitarismo ganó más espacio. Sus tentáculos cooptaron narcotraficantes, fuerza pública y clase política, lo que en cierto modo estandarizó algunos de sus modelos, mientras que las guerrillas, cada vez más apartadas de cualquier ejercicio político, explotaron a más no poder las ganancias cocaleras y trataron de convertirse en un Estado paralelo en ciertas regiones del país. Y así, la súplica de paz que hubo en su momento, se desvaneció y poco a poco se convirtió en un clamor de seguridad.



El tramo definitivo

Las banderas de la seguridad las asumió el gobierno de Álvaro Uribe. Con esa apuesta arrasó en las urnas y se consolidó un nuevo panorama político en el que la izquierda también ganó algo de espacio y se empezó a generar una dinámica muy similar a la que dominó el escenario electoral hasta los comicios de este año. A partir de 2002, combatir a la guerrilla y recuperar los espacios que había ganado se convirtió en una prioridad y en eso se invirtió tanto dinero, tiempo y estrategia como fue posible. Incluso, de acuerdo con el informe, si esto implicaba abrirle espacios económicos y políticos a otras fuerzas contrainsurgentes como paramilitares y narcos.

Si bien empezó a menguar el poder a la guerrilla, que no tenía ningún apoyo político debido a su empeño en ejercer la violencia, creció la polarización porque desde el Estado se empezó a vincular todo tipo de discurso de izquierda con la insurgencia. Eso escaló a un punto solo comparable con la violencia bipartidista que, de hecho, desapareció en este tramo para dar paso a un antagonismo entre lo que años más tarde se convirtió en el uribismo y la izquierda. Fue una época de “detenciones arbitrarias, estigmatización y, en muchos casos, violaciones de los derechos humanos”, en la que mucho tuvo que ver que desde buena parte de la institucionalidad se haya apoyado la lucha contra la insurgencia a cualquier precio.


Si era cuestión de vencer, para muchos los dos periodos del gobierno Uribe fueron una primera cuota para someter a la guerrilla. No se logró disminuir el narcotráfico, hubo ejecuciones extrajudiciales y en muchas regiones se recrudeció la guerra, pero el Estado logró posicionar la narrativa de que “cada guerrillero muerto demostraba que el país tenía mayor seguridad y que el Ejército era el héroe de esa gesta”. Tal fue así que se intentó, sin éxito y por inconstitucional, un tercer período de gobierno de Uribe, que tuvo que legarle su capital político a un Juan Manuel Santos que se la jugó por la solución dialogada con las guerrillas y se diferenció de su antecesor en admitir que había conflicto armado en el país.

A pesar de esa premisa, el gobierno Santos también atacó a la guerrilla, con la diferencia de que reconoció que el conflicto de casi medio siglo había dejado más de 9 millones de víctimas y territorios afectados que el Estado debía reparar, con lo que por supuesto se generó una fractura con Uribe. Pero así pavimentó el camino hacia un diálogo nacional, que derivó en el Acuerdo de Paz que, para la Comisión que surgió de esos diálogos, “cerró un largo ciclo de idas y venidas entre la guerra y la búsqueda de la paz”.

Queda mucho para que Colombia pase la página de la guerra, pero quedan varias reflexiones. En cuanto al escenario meramente político, el Informe recomienda a los partidos que revisen todo el historial de la relación con el conflicto y pidan perdón al país por haber sido partícipes de los horrores de la guerra. También les sugieren “prometer al país que nunca más apelarán a la muerte, la amenaza o el exilio en la competencia por el poder político”, lo que podría ser un impulso para que la ciudadanía entienda que en una democracia es normal la existencia de sectores plurales y, por tanto, la alternancia del poder.

miércoles, 20 de abril de 2022

MECANISMOS DE ENGAÑO Y VERDAD. Ramon Jimeno. Tratando de entender (125)


MECANISMOS DE ENGAÑO Y VERDAD 

POR: RAMON JIMENO
FUENTE: http://ramonjimeno.com/actualidad/mecanismos-de-engano-y-verdad/#_ftnref2


Un análisis a raíz de las comparecencias públicas ante la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV) de Colombia, del expresidente Álvaro Uribe, del excomandante paramilitar Salvatore Mancuso y del ex comandante de las Farc Rodrigo Londoño.

Quienes ostentan poder se consideran dueños del futuro y a través de sus acciones buscan definirlo. Al mismo tiempo suelen caer en la tentación de creerse dueños del pasado y tratan de moldearlo a su gusto.[1] Esto fue lo que ocurrió durante las comparecencias de Uribe, Mancuso y Londoño ante la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV). Los tres comandantes dejaron clara su intención de controlar el relato público al buscar que su visión se percibiera como la verdadera. El rol pasivo de los comisionados a pesar de la amplia información que han recopilado les permitió a los comparecientes desconocer sus responsabilidades.

Los ejercicios de diversos analistas han desmaquillado la pretensión de los comandantes. María Emma Wills mostró el absurdo de poner a su disposición los micrófonos a los actores sin contrapeso alguno y sin que las víctimas tuvieran voz; José Fernando Isaza hizo una analogía entre la familia del paramilitar Castaño y la del expresidente Uribe que evidencia como los dos relatos son calcados; otros analistas han expuesto la inconveniencia y el riesgo que corre la CEV al convertir la búsqueda de la verdad en un espectáculo público dominado por los protagonistas, sin que el rol de los comisionados para esclarecer la verdad se perciba.

Es oportuno retomar las tesis de la politóloga Hannah Arendt quien en muchos de sus textos elabora sobre el engaño que necesita el poder para gobernar y sus dificultades para enfrentar la verdad. Las versiones de los comandantes confirman esa tesis y que la verdad es indefinible, lejana, esquiva. De manera que cuando llegue el momento de ajustar las instituciones colombianas para que no se repita el conflicto, la tarea será difícil si no se producen los reconocimientos para reparar lo reparable y castigar lo imperdonable.

Los testimonios de los tres actores por supuesto son importantes por su contenido de veracidad, pero la justicia transicional debe ayudar a conciliar los crímenes con la reparación y el castigo. La CEV tiene el rol de equilibrar las voces, de incluir los reclamos de las víctimas, de contra argumentar y exponer sus hallazgos y aun puede asumirlo.

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La forma como los tres actores desean que se perciban los daños colaterales es un ejemplo de su intención publicitaria. Los tres los justifican con frases grandilocuentes que camuflan la voluntad que los llevó a ordenar, tolerar o incentivar las graves violaciones a los D.H. Decir que la guerra es así, o que fue la dinámica de guerra, o que no se enteraron, no es creíble. Es una forma de eludir la responsabilidad con un lenguaje retórico, fluido, tan conmovedor como perturbador. Conmueve por su performance como víctimas y perturba por esta misma razón.

Uribe, jefe la institucionalidad y de las Fuerzas Militares durante ocho años, dio a entender que el gobernante puede causar daños colaterales al desplegar sus políticas. Exterminar a las Farc que amenazaba la supervivencia del país era esencial, requería todo su esfuerzo y él creía en sus tropas, en su moral, en su rectitud. Frente al paramilitarismo se jacta de haberlo desmovilizado y se presenta como el solucionador del problema. Sin embargo, elude reconocer que su pensamiento es afín a la doctrina paramilitar y que lo consideró una forma eficiente para luchar contra las Farc. De manera que los daños colaterales que produjo esta política son lamentables, pero él no asume responsabilidad alguna en su implementación. Tampoco habló sobre el papel de los narcotraficantes y cómo mientras por un lado fumigaba los cultivos campesinos de coca protegidos por las Farc, por el otro aceptaba la financiación de los capos a los paramilitares.

Rodrigo Londoño (Timochenko) que formó parte de la insurrección armada durante cuatro décadas, sostiene que se vinculó a la subversión por las injusticias sociales y para establecer un nuevo orden político y económico. Los abusos del estado y la violencia de los años cincuenta son sus motivaciones. Pero es ligero en su responsabilidad frente a la degradación de las Farc, en la instauración de sus prácticas violatorias de los derechos humanos y en el fracaso de su lucha. Reconoció que el espíritu revolucionario se desdibujó, pero lo justifica en la dinámica de guerra y en la necesidad de golpear al enemigo. Frente al narcotráfico, recuerda su sorpresa al visitar un frente descompuesto donde descubrieron la dimensión del problema, mientras que todo el país lo reconocía sin necesidad de visitar los campamentos.

Mancuso, que formó parte de las élites económicas de la Costa Caribe antes de cofundar el paramilitarismo, profundizó algo en las alianzas y complicidades institucionales que les permitieron avanzar. Reconoció las violaciones a los derechos humanos que cometieron, pero no se responsabilizó por el asesinato de campesinos que transportaban alimentos. Su objetivo era erradicar a la guerrilla, establecer la seguridad y llevar bienestar a la población bajo un modelo capitalista que el estado había sido incapaz de consolidar. Reconoció que contaron con recursos del narcotráfico y aportes empresariales, pero se quedó corto al explicar bajo qué doctrina es válido usar la violencia contra civiles, con apoyos estatales y de los narcos y sin norma alguna que los constriña.

¿Eran daños colaterales derivados de la guerra? ¿O más bien esos daños eran parte de la estrategia que asumieron para imponer su dominio? ¿Los daños fueron circunstanciales o estaban previstos? ¿Los nazis llegaron a la solución final por que no sabían que hacer con los prisioneros o hicieron prisioneros para aplicar la solución final?

Al buscar que sus relatos sean conmovedores los tres comandantes apelaron a las emociones con argumentos para generar empatía. La CEV puso a su disposición los canales de comunicación que les permitió vender sus puntos de vista sin confrontación o corroboración alguna. Fue una gran oportunidad para posicionar sus versiones como verdaderas, al punto que Uribe a pesar de desconocer el caracter institucional de la CEV decidió aprovechar el escenario para moldear el pasado a su gusto.

El trabajo verificador lo hará la CEV después con un riesgo: cuando entregue su informe, las versiones de los comandantes ya habrán echado raíces en el corazón de los civiles. Será fácil desconocer sus verdades porque es normal rechazarlas cuando sorprenden, por que remueven cimientos éticos o morales y confrontan con las raíces del ser, comprometiéndonos con una realidad indeseable en la que -por ejemplo- los héroes se convierten en villanos. Nadie quiere sentir que fue cómplice pasivo de tanto crimen ni aceptar que vive en una sociedad gobernada por criminales. Lo humano es acoger tesis que se acomoden a lo que cada uno prefiere pensar: el relato de las buenas intenciones, los daños colaterales, las omisiones involuntarias, es fácil de aceptar. Aunque sea un engaño.

Muchos ciudadanos -dirigentes y empresarios- apoyaron el accionar de las fuerzas irregulares y las actuaciones ilegítimas de la fuerza pública. La antigua revista Semana realizó un estudio en los años de Uribe en el que -para sorpresa general- los paramilitares recibían un amplio respaldo de la sociedad. Eran la solución al problema guerrillero. Al igual que muchos campesinos sin tierra y líderes urbanos comunistas apoyaron el accionar de las Farc. El relativo éxito electoral de la Unión Patriótica -un movimiento surgido de otro proceso de paz con las Farc en los años ochenta–demostró su ascendente apoyo popular. Por último, hay que registrar la condescendencia social con los reiterados abusos de los militares que llegó a su clímax con la masacre de magistrados y civiles en el Palacio de Justicia en 1985. El apoyo ciudadano implícito y explícito al uso abusivo de la fuerza pública contra los civiles y a la impunidad frente a estos crímenes de estado, fue un respaldo a esas actuaciones.

De manera que el apoyo a los bandos irregulares y a los excesos de la fuerza pública es más extenso de lo que se quisiera aceptar. Compromete a quienes creyeron que eran modalidades incómodas pero necesarias para acabar con la guerrilla o con la injusticia. Después de convalidar esos caminos a la ciudadanía le cuesta trabajo aceptar que las graves violaciones a los D.H. se lograron también gracias a su apoyo. Aceptar una verdad que destruye el marco de creencias sobre la cual se funciona, es difícil. El ser humano prefiere creer la versión que le conviene.

Sobre esta premisa se basan las versiones de los tres comandantes. Entonces los daños son colaterales y no parte de una estrategia destinada a crear terror, dominar y erradicar al enemigo. Al ciudadano le hacen creer que era necesario hacer lo que se hizo, recurriendo al engaño colectivo. Una gran parte de la sociedad creyó que los paramilitares eran una solución acertada; al igual que creyeron que los excesos de los militares eran necesarios y que si los sancionaban los militares no combatirían; igual que a los seguidores de las Farc les vendieron la idea que su degradación era inevitable ante la escalada de las fuerzas del estado.

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El mecanismo del engaño funciona por la confianza que emana de los tres comandantes. Su mayor conocimiento de los episodios, las decisiones y los hechos les permite asumir una voz superior, omnisciente. En realidad, esta característica debía hacer poco fiable sus testimonios. El esfuerzo de los tres por represar tantas verdades que hacen falta era necesario para que la sociedad conociera lo que va a perdonar, aceptar o conciliar. Frente a quienes estaban informados por la infinidad de estudios, documentos, análisis, investigaciones, testimonios y noticias que a lo largo de las décadas se han elaborado, incluyendo la recopilación documental del equipo de Memoria Histórica que lideró Gonzalo Sánchez, saben que hubo pocas revelaciones serias.

Pero las audiencias que no son expertas en el tema carecen de las herramientas metodológicas, de la información y del contexto para diferenciar cuando el protagonista omite, manipula, o miente. Todo lo que dicen puede ser verdad y el ciudadano está predispuesto a creer lo que sus antiguos héroes dicen para reafirmar su posición. Esto explica que los tres protagonistas prepararan bien sus presentaciones. Las diseñaron a la medida de sus audiencias para fijarlas en la mente de los ciudadanos.

Los tres se dirigieron a las audiencias usando el mecanismo del mundo publicitario donde al consumidor le presentan unas premisas emocionales que lo impulsan a comprar un producto. En la publicidad nadie busca validar si es verdad o mentira lo que anuncian. Se trata de percibir, a través de emociones, que es un producto que debe consumir. Con esta lógica publicitaria procedieron los comparecientes.

Mancuso se esforzó en confirmar que fue un instrumento de las fuerzas del estado, que fue usado como parte de un engranaje mayor que después lo demolió. No explica por qué creyó en que la alianza paramilitares-narcotraficantes-fuerza pública-políticos sería triunfadora. Como si el fenómeno hubiera brotado de la tierra, sin semilla ni cultivador: el cansancio con la guerrilla los unió, estructuró y armó para ir a un conflicto armado a cometer atropellos que no querían cometer.

Con esa lógica los tres camuflaron la responsabilidad de sus acciones. Si las Farc destruían un pueblo era porque la fuerza pública estaba ubicada en medio de la población civil, aunque esté prohibido por el DIH. Como ellos necesitaban atacar a sus enemigos, era inevitable acabar con los poblados por pobres que fueran. Igual, cuando las Autodefensas masacraban a un grupo de civiles era porque se trataba de cómplices de guerrilleros que los transportaban, les vendían provisiones, les daban techo, o los adoctrinaban en las escuelas. Eran guerrilleros por que les ponían esta etiqueta. Por su parte Uribe se abstuvo de suspender a los militares que asesinaban civiles para aumentar la cifra de guerrilleros dados de baja, y se abstuvo de derogar la política que los premiaba por hacerlo porque respeta el debido proceso y era necesario mantener en alto la moral de combate de las tropas.

Los tres son buenos mensajes publicitarios construidos con base en artificios retóricos para establecer percepciones positivas frente a acciones que ante todo necesitan responsables. Su propósito es dejar de ser percibidos como victimarios y pasar a ser víctimas de las circunstancias. Desean entrar a las filas de las víctimas, por la puerta de atrás, haciendo alarde de un relativismo moral monumental.

3

La intención de Uribe de moldear el pasado a su gusto sobresale. Para él solo hay una verdad verdadera y aceptable: la suya. Ni la de sus contrapartes ni la que producirá la CEV ni las que presenten las evidencias técnicas de la Justicia Especial (JEP), ni los testimonios de los paramilitares y víctimas, ni la liberación de los archivos clasificados de los norteamericanos. Como ser superior -así se trata a sí mismo- desconoce las instituciones surgidas del acuerdo de paz y para todo tiene explicación y en ningún caso tiene responsabilidad distinta a ser el salvador del país. Esta característica, de creer que en una guerra todo se puede explicar, es lo que hace poco confiable su versión y más clara su intención publicitaria.

Lo cierto es que la verdad es difícil de encontrar, es incoherente e irracional, mientras que la mentira tiene lógica porque se construye con la razón. Se estructura pensando en cómo la audiencia puede aceptarla. De manera que cuando las versiones son claras, simples y lógicas, se puede tener la certeza que se trata de mentiras o de verdades a medias. Uribe tiene la necesidad de explicar los crímenes cometidos bajo su política, por acción o por omisión, y sabe que, si se arma el rompecabezas de verdades dispersas a lo largo de la geografía colombiana y de las décadas de confrontación, se configuraría una verdad que desintegraría su versión. Su sueño de configurar el futuro del país y dibujar el pasado se desvanecería. Al comparecer ante la CEV quiso desvirtuar de manera anticipada el informe que producirá la Comisión, restarle validez, descalificarlo y anularlo. A la CEV y a los comisionados también los anuló aún antes que se pronunciaran por parcializados, estigmatizadores y por haber supuestamente tener simpatías con la guerrilla. Uribe, conocedor del manejo de la opinión pública necesita que sus audiencias lo sigan viendo como el redentor, el que recuperó la seguridad y permitió la prosperidad de su patria. Necesita detener la descomposición de su imagen.

Cuando sostiene que no podía conocer lo que hacían sus militares al asesinar civiles para presentarlos como guerrilleros, estructura una mentira a partir de premisas creíbles. Sostiene que investigar es un proceso lento en el tiempo, que él partía de la presunción de buena fe y no podía creer que sus oficiales y soldados cometieran asesinatos. Remató diciendo que su única fuente de información eran sus subordinados. Ellos lo engañaron. Su performance llega a un clímax cuando el padre De Roux lee el crescendo de asesinatos año tras año bajo su gobierno, hasta llegar a seis mil. Sencillamente, salta al otro lado del turbulento río: cuando supo que era cierto, destituyó a los oficiales, anuló las directivas y acabó con la política. ¿Qué mas podía hacer?

Si bien la intención es ponerse por encima del mal, surge la pregunta que todos los interesados han repetido ¿Qué objetivo buscaban gobierno y Fuerza Pública con asesinatos a sangre fría, si sabían que no estaban dando de baja guerrilleros y por lo tanto esas muertes no debilitaban a las Farc? Por supuesto es el body counting que enseñan en la Escuela de las Américas. Es un mecanismo efectivo de medición del avance hacia el triunfo militar. Pero también obedece a una lógica de opinión: a mayor número de bajas es más fácil aumentar la percepción en la opinión pública de los avances militares. De manera que los asesinatos eran una mentira del gobernante para mantener el apoyo social a la política militar en marcha. Mentir, manipular, engañar a la opinión es fundamental para mantener el respaldo a la guerra.

El dramaturgo Uribe recurre a las emociones de la audiencia que necesita una versión digerible ante semejante engaño. El comandante en jefe nunca supo lo que ocurría. A Kennedy, Johnson, Nixon les pasó lo mismo en Vietnam. A Bush, Obama y Biden les pasó lo mismo en Afganistan, de triunfo en triunfo hasta la derrota final. La sostenibilidad de una guerra depende de la voluntad de una sociedad para librarla y sostenerla. Si se necesitan mentiras para sostener esa voluntad, bienvenidas. El engaño funciona muy bien cuando la verdad es inaceptable. ¿Y qué sería lo inaceptable en este caso? Que el presidente Uribe sabía lo que ocurría y lo permitió porque le convenía. Como es una verdad que sería repugnante, es inaceptable. En consecuencia, es fácil construir la mentira que sustituya esa verdad.

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La comparecencia de Mancuso también deja ver la intención de construir percepciones positivas sobre su rol. Se presentó como víctima de la guerrilla que secuestraba, extorsionaba y le impedía progresar; víctima de un estado incapaz de ejercer el control territorial gobernar en todo el territorio; víctima del narcotráfico al que tuvo que acudir para financiar sus operaciones; y víctima de la manipulación de las fuerzas de seguridad que lo utilizó para cometer crímenes que el estado no podía cometer -pero si quería- por el temor a sanciones internacionales.

El comandante se convirtió en aliado del estado creando una estructura política que hacía acuerdos con los militares, con los dirigentes políticos, con empresarios, terratenientes y narcotraficantes. Con el gobierno negociaba el nombramiento de mandos que los apoyaran en las regiones; con los políticos, el reparto de poder local -cargos y presupuesto- incluyendo los candidatos a votar en las elecciones; con los empresarios, los aportes, las zonas a liberar y las tierras a comprar; y con los narcotraficantes, los impuestos para operar en sus territorios. Mancuso reiteró que los apoyos del estado no provinieron de ovejas descarriadas sino de una política oficial a la que no se atreve a ponerle nombres, posiblemente porque los pactos de silencio siguen vigentes. Es una versión que tiene bastante lógica, por lo tanto, hay que dudar de ella.

Por ejemplo, si una de sus motivaciones era buscar el desarrollo de sus regiones y generar bienestar ¿por qué no hicieron este esfuerzo antes de promover el conflicto armado? ¿Como ganaderos no sabían que monopolizaban las mejores tierras con ganaderías extensivas que generaban poco empleo? Los campesinos sobrevivían en millares de pequeñas parcelas en unas de las zonas mas pobres del país. La precariedad de los servicios públicos, de educación, salud o vías era visible. Sin embargo, solo como guerreros se dieron cuenta que necesitaban traer desarrollo, inversión y empleo para generar bienestar y que la guerrilla era la que se los impedía. Es un argumento fácil de aceptar para quien poco conoce la realidad de esas zonas y el desprecio de los terratenientes por los campesinos y su bienestar.

Cuando los paramilitares ordenaban masacres contra civiles, a las víctimas les ponían previamente la etiqueta de colaboradores y por tanto guerrilleros, de acuerdo con su universo conceptual. Así, la percepción de esos crímenes se matiza pues el ciudadano entiende que es inmoral masacrar, pero si las víctimas son guerrilleros el crimen se justifica: dejan de ser civiles inocentes porque son guerrilleros sin uniformes ni armas. Los paramilitares también necesitaban presentar resultados a sus superiores para sostener el apoyo político, económico y militar. Ese era el sentido de aumentar las cifras de muertos, de desplazados y de kilómetros cuadrados recuperados para la democracia. Es otra verdad que sería inaceptable.

En esa sucesión de argumentos tampoco sabían los paramilitares que los políticos se apropiaban de los recursos, que incumplían sus promesas electorales y que su interés en el bienestar colectivo era simbólico. Lo descubrieron cuando conquistaron los territorios y les correspondió gobernarlos. Primero contaron con la clase política como aliada -de allí nace la parapolítica- y luego descubrieron que eran saqueadores del erario. Entonces asumieron el control total de los municipios. Pero los registros demuestran que se dieron por igual al saqueo de los recursos públicos amparados en el terror que irradiaban. Esta versión no figura en la presentación de Mancuso. Pocos creerían si dijera que el propósito de su lucha era eliminar el minifundio, convertir a los campesinos sobrevivientes en asalariados de los proyectos agroindustriales que surgieran, y los recursos públicos dirigirlos a favorecer su modelo económico. Sería una verdad difícil de aceptar. Es una manera de eludir la responsabilidad alejando la posibilidad de unir a la sociedad a través del perdón sociológico.

5

Londoño elabora su discurso bajo los parámetros publicitarios de sus dos antiguos enemigos: él también fue víctima, se vio obligado a alzarse en armas ante la indolencia del estado en medio de tanta pobreza e injusticia y tras el asesinato de millares de campesinos en los años cincuenta; las Farc surgieron como víctimas del abuso del poder y del sistema excluyente del estado colombiano. Poco a poco Londoño se incorporó a la vida propia de la guerrilla, siempre movido por la necesidad del cambio. Cuando entra al terreno de lo inexplicable, tampoco sabe a qué horas cometieron tantos hechos trágicos que no han debido ocurrir. No entiende por qué sus subordinados empezaron a asesinar civiles inocentes o políticos indefensos o a mantener durante años a los secuestrados en condiciones indignas. No se explica por qué ni él ni sus compañeros del Secretariado rectificaron esas políticas a tiempo, por qué no dieron órdenes para corregir esas prácticas o por que no sancionaron a los responsables. ¿Eran tan lentas las Farc para investigar como las instituciones en las que Uribe excusa su inacción?

La explicación fácil, elaborada y por lo tanto poco confiable, es que era difícil saber lo que hacían sus subordinados, difícil controlarlos y disciplinarlos. La distancia, la complejidad de movilizarse en los territorios, las dificultades de comunicación, la autonomía de cada frente y la baja preparación de sus mandos medios se los impedía. Sin embargo, la sociedad si conocía la degradación de las prácticas revolucionarias, y confirmaba que los comandantes permanecían indolentes. Pudo ser el oportunismo militarista que los llevó a guardar silencio y aceptar esas prácticas como política por la efectividad de sus resultados. Pero es una versión inaceptable para la audiencia. Es más fácil dejar la idea de que perdieron el control de sus tropas por las condiciones tan adversas que les tocó enfrentar y que la degradación es un proceso del que solo se dieron cuenta cuando las cosas se habían salido de sus manos. Otra versión coherente, emocional y poco creíble.

La diferencia de las versiones de las Farc es que partieron con una discapacidad enorme. Nunca lograron comunicarse con la sociedad colombiana ni estudiaron los mecanismos del engaño para posicionarse como redentores de la sociedad ante un régimen opresivo, excluyente y asesino. Tan mal lo hicieron que llegaron a una imagen negativa del 90% que, considerando que su lucha era por el pueblo, es inexplicable. Los paramilitares cometían crímenes similares -o si se quiere peores- pero tenían buena imagen, aunque no luchaban por el pueblo sino por intereses económicos. Su popularidad se derivaba en gran medida de ser los verdugos de las Farc. Es una desventaja en reputación gigante para enfrentar a una audiencia trabajada durante cuarenta años a través de la prensa, la televisión, la radio y las redes sociales por sus enemigos. Pero Londoño no explica ni siquiera los errores de comunicación.

¿Qué efecto buscaban al divulgar las imágenes de los policías, militares y civiles enjaulados como presas de caza? ¿Era una acción de propaganda con el propósito de debilitar la voluntad de combate de las tropas oficiales? ¿O quizás era para mostrar el poderío que habían acumulado al ser capaces de derrotar unidades militares, capturar a los sobrevivientes rendidos y mantenerlos meses y años como prisioneros de guerra? Mientras para la sociedad mantenerlos en esas condiciones era indigno, para las Farc era una proeza. ¿En qué momento perdieron el sentido común? Londoño no lo explica. Es la poco creíble dinámica de guerra.

La versión que quiere asentar Londoño es desde la inocencia, no entiende cómo llegaron allá. Ocurría, pero no podían creer que ocurriera, pues en el ser revolucionario no cabe esas conductas. Pero por lo visto como en su mente eso no existía por consiguiente era innecesario actuar para corregir lo que no ocurría y recuperar el auténtico espíritu revolucionario. Se salvaron muchos guerrilleros de morir fusilados en sus propias filas. Igual que los oficiales del estado se salvaron de ser sancionados por las instituciones gracias a que Uribe desconocía los crímenes que cometían. La versión de Londoño, preparada y diseñada -como las otras dos- para vender una verdad amable, aceptable, que suavice las percepciones, es endeble. El ejercicio de la verdad requiere un esfuerzo mayor y asumir verdaderas responsabilidades.

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Los protagonistas tienen muchas ventajas para manejar las mentiras, esconder las verdades y construir falsas versiones. Su información es difícil de cuestionar, sea cierta, falsa o parcialmente cierta y falsa. Uribe en especial tuvo la oportunidad de construir su relato según sus necesidades y anticipar respuestas a datos y hechos. Preparó 62 puntos y con seguridad le faltaron muchísimos. Tuvo tiempo para darles coherencia y pensar cómo neutralizar las preguntas que lo pudieran desvirtuar. Omitió la extensa hoja de vida que confirma su cercanía y su apoyo al proyecto paramilitar, sin necesidad de reuniones. Organizó un gran homenaje – antes de ser presidente- al general Rito Alejo Del Río principal aliado de los paramilitares en Urabá, que fue destituido tarde. Nombró director de un organismo de inteligencia (DAS) a un paramilitar y a otros asesinos como sus asesores, desde donde ordenaron ejecutar civiles y espiaron a la oposición y a la justicia para neutralizarla.

Los hechos confirman que Uribe puso mandos militares afines a los paramilitares y las autodefensas y a los servicios de inteligencia a su disposición y permitió la coordinación de operaciones con la fuerza pública. Y como gobernador de Antioquia estructuró grupos de autodefensas con los futuros integrantes de los grupos paramilitares. Las manifestaciones del compromiso de Uribe con esa forma de lucha irregular, que se niega a reconocer pero que tampoco puede ocultar, hacen que se esfuerce en que sus audiencias lo interpreten como él necesita para quedar a salvo de la condena pública. Sin embargo, para resarcir a las víctimas se requiere que el ideólogo explique por qué creyó que el paramilitarismo era la forma de derrotar a las Farc y que explique su desconfianza en las instituciones democráticas para imponer la soberanía en el territorio nacional a partir de satisfacer las necesidades de la población y solucionar los problemas, como el del acceso a la tierra, que generan conflicto permanente.

Desvalorizar la vida es otro de los mecanismos del engaño que usaron los comandantes. La decisión de autorizar el asalto al campamento donde estaban secuestrados el gobernador de Antioquia, su comisionado de paz y varios integrantes de la fuerza pública, ilustra esa desvalorización. Uribe, informado del lugar donde escondían a los prisioneros ordenó el operativo sabiendo el alto riesgo de provocar la muerte de los rehenes. ¿Por qué corre este riesgo por encima de asegurar la preservación de sus vidas? Pesa mas propinar un golpe y una lección a las Farc que salvar seres humanos.

Era necesario quitarles valor a los rehenes, reformular su condición de víctimas para convertirlos en simples obstáculos en el camino para derrotar a las Farc. Las Farc debían entender que los secuestrados en adelante carecerían de valor de cambio político, económico o militar. Es interesante y preocupante que la lógica de las Farc fuera la misma del estado colombiano. Los secuestrados o son nuestros o se mueren y procedieron a su asesinato antes que los rescatara el enemigo. Por supuesto uno es un grupo irregular insurgente, y la otra fuerza es el estado obligado a respetar la vida de los civiles. Es una doctrina antigua de las Fuerzas Militares colombianas que vio el mundo en la retoma del Palacio de Justicia (1985) cuando el ejército con el beneplácito del gobierno arrasó con magistrados y civiles atrapados en el asalto, con tal de aniquilar a los guerrilleros. La vida de los rehenes dejó de tener valor para el estado, y los militares -que aun después de la toma- asesinaron a sangre fría a guerrilleros y rehenes rescatados. Esta es una actitud ilegítima que esconde la creencia en que provocar la muerte de inocentes es un sistema efectivo, aleccionador, que lleva al triunfo sobre el enemigo.

Decir que fueron decisiones difíciles es un juego retórico cuando son decisiones sin fundamento ético, moral o legal. Sería un grave error seguir aceptándola como doctrina del estado colombiano si se busca reconstruir la sociedad y sus instituciones a partir de una reconciliación social. Las fuerzas del estado, los gobernantes o los inconformes no pueden seguir pensando que la muerte del adversario y la vida de los civiles que se encuentren en medio del combate es un valor menor. Es importante anotar la diferencia con el operativo que liberó a los tres norteamericanos pues confirma cómo cuando un estado (Estados Unidos) privilegia el rescate con vida de sus ciudadanos se puede lograr, así el cautiverio se postergue varios años.

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La auto manipulación en la presentación de los hechos y actuaciones de cada actor busca que la sociedad los acepte como ellos quieren ser vistos. Necesitan “vender” su verdad diseñando con cuidado las versiones para adaptarlas a lo que la gente está dispuesta a aceptar. El esfuerzo consiste en tejer lógicas amañadas, empacarlas de manera atractiva, quitar las aristas que hieran al consumidor. Para evitar que esto ocurra, la CEV debe ejercer su función de contrarrestar, exponer sus argumentos (sus verdades y hallazgos) y rectificar lo que sea necesario, para que cada cual acepte su responsabilidad en los atropellos y no simplemente los excusen, explique o justifique.

La CEV tiene la capacidad para confrontar, cuenta con las fuentes suficientes para neutralizar los sesgos y los esfuerzos por desviar la búsqueda. Puede descubrir las mentiras disfrazadas de verdades, completar las verdades parciales y desechar las plenas mentiras. Sin embargo, parafraseando a Hannah Arendt:[2] la fragilidad de la verdad permite que el engaño sea fácil y hasta cierto punto tentador. Las versiones, cuando no entran en conflicto con la razón porque las cosas pudieron ocurrir como el mentiroso lo sostiene, son creíbles; las mentiras suelen parecer más creíbles y ser más atractivas a la razón que la verdad porque se estructuran con tiempo, paciencia y conocimiento; y el mentiroso tiene la ventaja de saber de antemano lo que el público desea escuchar. Por eso prepara su historia para el consumo público con el cuidado necesario para hacerla creíble. En cambio, la verdad tiene la desconcertante costumbre de confrontar a la gente con lo inesperado y nadie está preparado para esta circunstancia. Es más fácil dejarse engañar que confrontar la versión del mentiroso, porque la audiencia sabe que una parte de su corazón moriría en ese ejercicio.

En los relatos de los tres comandantes, todas las piezas parecen encajar. Cuando esto ocurre se puede tener la certeza que se trata de un engaño. La verdad en los conflictos armados es incoherente, irracional, sorpresiva.

Ramón Jimeno

Septiembre de 2021

RJ: Analista político, consultor en comunicaciones, escritor y productor de cine y televisión.

[1] Hannah Arendt desarrolla esta idea entre otros textos en The Pentagon Papers, de nov 17 de 1971 publicado en el New Yorker.

[2] Pentagon Papers.

jueves, 3 de marzo de 2022

SOBRE LA GUERRA, UNA REFLEXION DE ESTANISLAO ZULETA. TRATANDO DE ENTENDER (REEDICION 2022) AL INICIO DE LA TERCERA GUERRA MUNDIAL.

Sobre la guerra, una reflexión de Estanislao Zuleta

Para combatir la guerra con una posibilidad remota, pero real de éxito, es necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la hostilidad son fenómenos tan constitutivos del vínculo social, como la interdependencia misma, y que la noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos.

Sobre la guerra fue el título que recibió el registro de las respuestas dadas por el intelectual colombiano Estanislao Zuleta (1935-1990) a una serie de preguntas sobre el conflicto, la guerra y las posibilidades de la paz en Colombia, formuladas por la dirección de la revista “La Cábala”. Años después, el compilado fue publicado en los libros “Sobre la idealización en la vida personal y colectiva”; “El Elogio de la dificultad y otros ensayos”; y en otras publicaciones como revistas y periódicos.

Las palabras pronunciadas por Zuleta tienen vigencia por el contexto de conflicto armado en el que aún se encuentra envuelto el país, y por la importancia de construir democracias más sólidas que asuman el tratamiento adecuado del conflicto social como un dinamizador de la participación, la pluralidad y la complejidad de las relaciones humanas.

Sobre la guerra

  1. Pienso que lo más urgente cuando se trata de combatir la guerra es no hacerse ilusiones sobre el carácter y las posibilidades de este combate. Sobre todo no oponerle a la guerra, como han hecho hasta ahora casi todas las tendencias pacifistas, un reino del amor y la abundancia, de la igualdad y la homogeneidad, una entropía social. En realidad la idealización del conjunto social a nombre de Dios, de la razón o de cualquier cosa conduce siempre al terror; y como decía Dostoievski, su fórmula completa es “Liberté, egalité, fraternité. .. de la mort”. Para combatir la guerra con una posibilidad remota, pero real de éxito, es necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la hostilidad son fenómenos tan constitutivos del vínculo social, como la interdependencia misma, y que la noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos. La erradicación de los conflictos y su disolución en una cálida convivencia no es una meta alcanzable, ni deseable, ni en la vida personal – en el amor y la amistad- ni en la vida colectiva. Es preciso, por el contrario, construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo.
  2. Es verdad que para ello, la superación de “las contradicciones antinómicas” entre las clases y de las relaciones de dominación entre las naciones es un paso muy importante. Pero no es suficiente y es muy peligroso creer que es suficiente. Porque entonces se tratará inevitablemente de reducir todas las diferencias, las oposiciones y las confrontaciones a una sola diferencia, a una sola oposición y a una sola confrontación; es tratar de negar los conflictos internos y reducirlos a un conflicto externo, con el enemigo, con el otro absoluto: la otra clase, la otra religión, la otra nación; pero éste es el mecanismo más íntimo de la guerra y el más eficaz, puesto que es el que genera la felicidad de la guerra.
  3. Los diversos tipos de pacifismo hablan abundantemente de los dolores, las desgracias y las tragedias de la guerra y esto está muy bien, aunque nadie lo ignora; pero suelen callar sobre ese otro aspecto tan inconfesable y tan decisivo, que es la felicidad de la guerra. Porque si se quiere evitar al hombre el destino de la guerra hay que empezar por confesar, serena y severamente la verdad: la guerra es fiesta. Fiesta de la comunidad al fin unida con el más entrañable de los vínculos, del individuo al fin disuelto en ella y liberado de su soledad, de su particularidad y de sus intereses; capaz de darlo todo, hasta su vida. Fiesta de poderse aprobar sin sombras y sin dudas frente al perverso enemigo, de creer tontamente tener la razón, y de creer más tontamente aún que podemos dar testimonio de la verdad con nuestra sangre. Si esto no se tiene en cuenta, la mayor parte de las guerras parecen extravagantemente irracionales, porque todo el mundo conoce de antemano la desproporción existente entre el valor de lo que se persigue y el valor de lo que se está dispuesto a sacrificar. Cuando Hamlet se reprocha su indecisión en una empresa aparentemente clara como la que tenía ante sí, comenta: “Mientras para vergüenza mía veo la destrucción inmediata de veinte mil hombres que, por un capricho, por una estéril gloria van al sepulcro corno a sus lechos, combatiendo por una causa que la multitud es incapaz de comprender, por un terreno que no es suficiente sepultura para tantos cadáveres”. ¿Quién ignora que este es frecuentemente el caso? Hay que decir que las grandes palabras solemnes: el honor, la patria, los principios, sirven casi siempre para racionalizar el deseo de entregarse a esa borrachera colectiva.
  4. Los gobiernos saben esto, y para negar la disensión y las dificultades internas, imponen a sus súbditos la unidad mostrándoles, como decía Hegel, la figura del amo absoluto: la muerte. Los ponen a elegir entre solidaridad y derrota. Es triste sin duda la muerte de los muchachos argentinos y el dolor de sus deudos y la de los muchachos ingleses y el de los suyos; pero es tal vez más triste ver la alegría momentánea del pueblo argentino unido detrás de [el dictador] Galtieri y la del pueblo inglés unido detrás de Margaret Thatcher [primer ministra británica conocida por implementar un agresivo paquete de medidas neoliberales que agudizaron la situación de precariedad de la clase obrera de Gran Bretaña]*.
  5. Si alguien me objetara que el reconocimiento previo de los conflictos y las diferencias, de su inevitabilidad y su conveniencia, arriesgaría paralizar en nosotros la decisión y el entusiasmo en la lucha por una sociedad más justa, organizada y racional, yo le replicaría que para mí una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz.

    Para combatir la guerra con una posibilidad remota, pero real de éxito, es necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la hostilidad son fenómenos tan constitutivos del vínculo social, como la interdependencia misma, y que la noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos.

    ______________________
    * El autor se refiere a la guerra de las Malvinas de 1982, entre el Reino Unido y Argentina, cuando esta última se encontraba bajo la dictadura de la Junta Militar.  

viernes, 4 de febrero de 2022

LA CONCEPCION BINARIA DE LA POLITICA EN COLOMBIA Tratando de entender (124)

LA CONCEPCION BINARIA DE LA POLITICA EN COLOMBIA

Tomado de elespectador.com por Andrés Osorio Guillot periodista
3 feb 2022 - 9:01 p. m.


Desde la época de Bolívar y Santander la política en Colombia se ha visto como un código binario. El Frente Nacional terminó reforzando la idea de entender el poder y la manera en que nos identificamos solo desde dos bandos.


Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo impulsaron la creación del Frente Nacional.
Foto: Archivo


Época de elecciones presidenciales y momento para volver la vista atrás. ¿Cuál es la democracia que hemos construido? ¿Qué tan cierto es que tenemos la democracia más antigua de América Latina y que, además, es una democracia participativa? Al parecer son banderas que siempre se han utilizado, pero que no reflejan la realidad. Y el tiempo ha pasado y solemos, justamente, identificarnos y señalarnos con solo dos banderas. Antes eran rojas y azules, ahora han cambiado, pero lo cierto es que eso que llamamos polarización es un fenómeno que viene incluso desde la época de la independencia y que ha hecho que veamos la política de Colombia como si fuera un código binario.

En las últimas décadas nos señalamos de guerrilleros o paramilitares según las posturas que adoptamos. O si no es así, nos tildamos de uribistas o petristas desde hace unos años. Es la izquierda o la derecha. Es blanco o es negro. Es rojo o es azul. Y esta polarización no es nueva, es una herencia de mucho tiempo atrás. Si bien el tiempo ha demostrado que el país se ha volcado a otros espacios y el poder ya no solo es de los partidos tradicionales, sí sigue siendo latente una inclinación a centrar todo el debate de la política en dos bandos, escenario que en gran parte incide en odios exacerbados y en la violencia que aún no cesa.

¿De dónde viene esa tendencia de ver de forma binaria la política en Colombia? Todo indica que esa herencia cultural, si se quiere, proviene de la división de Simón Bolívar, el Libertador, y de Francisco de Paula Santander, el Padre de las leyes. Ambos fueron personajes indispensables para la independencia y formación del Estado colombiano, pero en ese proyecto común de nación surgieron discrepancias alrededor de las nociones de poder y organización social.

En un artículo publicado por la Universidad Libre, el historiador Julio Galindo explica que: “Lograda la independencia de Colombia, Bolívar fue nombrado Presidente, pero como era más militarista entonces encargó de la Presidencia al General Santander en 1820, que había sido su principal soporte en esas batallas. La idea de Bolívar es que América fuera libre, y luego se fue a las batallas de Carabobo, de Pichincha, de Junín. Hasta ahí fueron uno solo. (...) Cuando regresó Bolívar y se hizo cargo de la Presidencia, vino lo que se llamó la Conspiración Septembrina, el 25 de septiembre de 1828. De esa conspiración sindicaron a Santander, le hicieron un juicio y lo condenaron. Después Bolívar le cambió la sentencia de muerte por la de extradición, y Santander se fue del país y Bolívar asumió la Presidencia. Desde entonces Bolívar y Santander han sido amigos y enemigos. Los amigos de Bolívar se dividieron y terminaron desterrándolo, salió a Europa por cuestiones de salud, y finalmente murió en Santa Marta”.

En cuánto a las ideas que ambos dejaron en la política, Galindo aclara que: “Se trata de la tendencia bolivarista, que encarna el pensamiento libertario de nuestro prócer Simón Bolívar y que alude a las libertades personales y de pensamiento, y la Santanderista, que marca el legado del general Francisco de Paula Santander y que enmarca el orden y la legalidad”.

Dos figuras necesarias, pero dos figuras antónimas con un legado que sigue vigente, aunque adaptado a las dinámicas del presente. Mauricio García Villegas, en El país de las emociones tristes, escribió que: “Tenían diferencias sobre el derecho y la política, pero eran remediables. Las furias se apoderaron de ellos; sus ideas estaban en conflicto mientras que sus emociones estaban en guerra. “El no habernos arreglado con Santander nos perjudicó a todos”, dijo Bolívar, como un lamento, al final de su vida”.

García Villegas cita a Rafael Rocha Gutiérrez y su libro de finales del siglo XIX, La verdad y la falsa democracia, para explicar que los liberales y los conservadores “nunca se alternan pacíficamente en el ejercicio del gobierno, porque temen uno y otro la dominación contraria”. Y aquí es importante recalcar la época del libro, pues expone lo que fue la violencia bipartidista, más no lo que décadas después sería el pacto del Frente Nacional.

Ver la política desde lo binario nos permite traer a Carl Schmitt y su libro sobre El concepto de lo político para preguntarnos hasta qué punto el contexto de nuestro país se puede pensar desde la noción de “amigo-enemigo” que proponía el filósofo alemán.

Schmitt decía: “Supongamos que en el dominio de lo moral la distinción última es la del bien y el mal; que en lo estético lo es la de lo bello y lo feo; en lo económico la de lo beneficioso o lo perjudicial, o tal vez la de lo rentable y lo no rentable. (...) Pues bien, la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo. (...) El sentido de la distinción amigo-enemigo es marcar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación. Y este criterio puede sostenerse tanto en la teoría como en la práctica sin necesidad aplicar simultáneamente todas aquellas otras distinciones morales, estéticas, económicas y demás. El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventaja hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo”.

Esta idea bien podría adaptarse al contexto político de la violencia bipartidista, pues Schmitt mencionaba que: “En último extremo pueden producirse conflictos con él que no puedan resolverse ni desde alguna normativa general previa ni en virtud del juicio o sentencia de un tercero “no afectado” o “imparcial” (...) Un conflicto extremo solo puede ser resuelto por los propios implicados; en rigor solo cada uno de ellos puede decidir por sí mismo si la alteridad del extraño representa en el conflicto concreto y actual la negación del propio modo de existencia, y en consecuencia si hay que rechazarlo o combatirlo para preservar la propia forma esencial de vida”.

Colombia entonces se volvió una nación de amigos-enemigos. La violencia bipartidista fue el pan de cada día durante la primera mitad del siglo XX. Mataron a Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 y todo empeoró. Diez años después se pactó el Frente Nacional, acuerdo en el que liberales y conservadores decidieron dividirse el poder, de manera que cada cuatro años intercalaban funciones en el gobierno. Alberto Lleras Camargo (Partido Liberal) y Laureano Gómez Castro (Partido Conservador) fueron quienes firmaron en ese entonces la norma. En el papel parecía una solución para dirimir un conflicto que llevaba décadas, pero en medio de esa época surgieron las guerrillas y con ellas, años después, aparecieron los paramilitares. De nuevo dos bandos, que de fondo se crearon por las injusticias sociales, por problemáticas relacionadas con la pobreza, la inseguridad y la falta de oportunidades.

Con el líder político conservador Misael Pastrana Borrero terminó en 1974 el Frente Nacional, pero no así la tradición binaria del poder y el orden. Por un lado, las guerrillas que surgieron entre los sesentas y setentas enarbolaron las banderas de la justicia social; por otra parte, los paramilitares aparecieron como respuesta a la subversión, y ahora se trataba de restablecer el orden social. Pasó el tiempo y, por ejemplo, a mediados de la década de 1980, nació la Unión Patriótica, partido que fue el brazo político de la guerrilla de las FARC. En sus primeros años lograron una acogida al parecer impensable, pero con el paso de los años fueron desapareciendo sus integrantes y militantes por una especie de violencia sistemática que derivó en el exterminio del mismo. La dominación, por medio de esa violencia, permitió que el poder siguiera atornillado a los partidos tradicionales.

Llegaron los 2000 y nuestra democracia pasó de ser de dos colores para pasar a ser de varios. Si bien el poder ahora no solo tiene a liberales y conservadores como únicos partidos, la política y la forma de reconocernos no ha logrado salirse de una visión binaria. Los de ideales cercanos a la izquierda son tildados de guerrilleros y los de ideales cercanos a la derecha son señalados como paramilitares en la jerga popular. Y el surgimiento de figuras como Álvaro Uribe (presidente entre 2002 y 2010) y de Gustavo Petro, candidato a la presidencia en este 2022, ha devuelto de nuevo ese escenario de polarización y evoca una vez más esa noción de amigo-enemigo de Schmitt, que en nuestro contexto se entiende como un escenario político comandado por el uribismo y el petrismo. Uribe bien podría ser una figura que surge de los principios conservadores, de los valores de Santander del orden y la legalidad, y un personaje como Petro, proviene más de los principios liberales, de las ideas de Bolívar - a quien incluso menciona reiteradamente- y de una postura, para ponerlo en términos del presente, más progresista.

Volviendo a Schmitt, el alemán aclaraba que “Es constitutivo del concepto de enemigo el que en el dominio de lo real se dé la eventualidad de una lucha”. Si bien aclaraba que su definición de lo político no era belicista al presentar esta posibilidad, sí demostraba que dentro de esta dualidad podía presentarse un confrontamiento armado, y esa descripción de ese escenario terminó, guardando proporciones y contextos, siendo muy cercana a lo por tantos años ha pasado en Colombia.

¿Qué implica esa concepción binaria? En parte, la perpetuación la violencia. Aunque se ha repetido casi que hasta desgastarse el discurso sobre la diferencia, es claro que en Colombia no hemos aprendido a aceptar al otro, y en gran parte se debe a esa forma de observarnos, de vernos de dos bandos y no más allá de ellos, entre los grises y los matices. Además de una normalización de la oligarquía, el problema, que en realidad son varios, es que a nivel social esa dualidad nos ha llevado a un tiempo cíclico -ese que García Márquez mostró en Cien años de soledad, novela en la que también se expone la guerra bipartidista-, a un eterno retorno de la muerte por una constante necesidad de venganza, de culpar al bando contrario de los males de la nación, de verlos como una amenaza que es necesario eliminar para aspirar al bien común.

Ya lo decía García Villegas en su libro: “El problema de la venganza es el círculo de la violencia: cada sujeto, atormentado por la maldad del otro, castiga para aniquilarlo y de esta manera encadena su violencia a la del otro, y así sucesivamente. Usar el mal para luchar contra el mal es como apagar fuego con aceite”.

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