EL
ATRATO Y LA RESILIENCIA
Con
excepción de la cuenca de los ríos Cauca y Magdalena, las grandes
cuencas de los ríos colombia son síntomas de la gravísima
enfermedad del abandono estatal. La falta de estado es un hecho
notorio, y la cuenca del rio Atrato no es la excepción. Es casi
imposible ver un funcionario del estado cumpliendo su misión
institucional, con excepción de patrullas militares que se ubican en
puntos estratégicos de los ríos para censar a quienes pasan. En
las riberas, directamente sobre el rio, se levantan poblados pequeños
de casas de madera y techos de zinc construidos en palafitos sobre el
agua, sin agua potable, ningún saneamiento básico, sin energía
eléctrica distinta a la que pueden proveerse algunos con plantas que
consumen combustibles carísimos. Clima malsano, calor excesivo,
enfermedades tropicales, ausencia de servicios básicos.
En
medio de todo estas manifestaciones del síntoma, están las
comunidades, nuestras gentes colombianas de muchas razas orígenes y
lenguas que sobreviven a la dura realidad de su cotidianidad en medio
de la pobreza total pero rodeados de una naturaleza exuberante, un
paisaje hermoso y aguas caudalosas con un suelo fértil que les
provee arroz, yuca, plátano y peces como alimento y remedios
ancestrales para las dolencias. Pero la realidad es que el paisaje
nunca provee educación, atención médica ni salud suficiente para
enfermedades graves ni una dieta suficiente, nutritiva y equilibrada.
Una
pobreza que duele. Ahí entiendo que sin lugar a dudas no se puede
hablar de abandono estatal por que el estado colombiano nunca ha
estado allá. No puede un país abandonar una región en la que
nunca ha estado presente. Es la forma mas dura para entender que el
mapa no es el territorio.
Esporádicamente
llegan oleadas de la única manifestación del estado que se conoce
por esos lares: Las fuerzas militares. Y llegan en lo que llaman en
forma rimbombante “operaciones” que se adentran cientos de
soldados, enviados a las regiones con planes “estratégicos”
concebidos sobre mapas y cumpliendo ordenes dadas desde escritorios
en Bogotá. En ellos si invierte eficazmente el estado los
recursos de que dispone para ir al territorio: helicópteros de
transporte y de combate, lanchas de transporte y de combate; naves de
transporte y de combate, aviones de transporte y de combate todo para
llevar fugazmente un muy visible despliegue de fuerza que cumple mal
con su función de intimidar a quienes no necesitan ser intimidados.
Esa es la única forma que en las comunidades, dentro de la manigua y
aisladas por la naturaleza pueden sentir como “presencia del
estado”.
Ninguna
otra institución gubernamental hace presencia por allí. Mil veces
me llega a la mente la desesperada pregunta del poeta Gonzalo Arango:
¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos los
haga dignos de vivir?
Después
de varios años volví al Atrato y al Chocó, donde había pasado
algún tiempo cuando laboraba en Urabá. Fui de la mano de la
Comisión Intereclesial de Justicia y paz y otras entidades no
gubernamentales; me adentré por la cuenca del rio Cacarica, hasta
los territorios hoy nuevamente habitados por quienes fueron parte
del desplazamiento forzado en su momento, por una de aquellas
extrañas formas que tiene el estado colombiano de “hacer
presencia” en las comunidades, que en ese momento se conoció como
la operación militar “Genesis”. Décadas después aun pude
observar el temor que se refleja en las caras de las personas cuando
escuchan ese nombre, lo recuerdan, o sienten el ruido de un avión
o un helicóptero sobre ellas.
Allí
en medio de la manigua, me encontré en la Zona humanitaria Nueva
Esperanza en Dios, una de las estigmatizadas “comunidades de
paz” a las que tanto se les teme desde las entidades
gubernamentales. Esta comunidad está conformada por personas
sobrevivientes de las violencias que aun azotan a Colombia, y todas
víctimas de la última gran plaga de la humanidad: La indiferencia
social.
No
vi por ninguna parte el supuesto aquelarre delincuencial de la “
republica independiente” que se les atribuye desde la mitología
oficial. Lo que vi y viví durante varios días me conmovió
verdaderamente. Mujeres y hombres, que se reconocen como
colombianos, gentes de distintas etnias y de todas las edades, que
se auto-determinan en una forma organizada con un profundo respeto
por la vida y el ambiente en medio de una pobreza digna, con amor,
solidaridad, amabilidad, resiliencia, cultura popular, todo en medio
del evidente abandono estatal.
Ellos, en una forma cordial pero con
firmeza no permiten el ingreso a la zona humanitaria de ningún actor
armado, hecho que pareciera ofender más a los actores armados
legales que a los ilegales. De ahí la condena a llevar el peligroso
estigma de “subversivos”.
Allí,
queda en plena evidencia que el esfuerzo colectivo está enfocado a
la consolidación de la reconciliación, a la construcción de la
memoria, a la búsqueda de la verdad, a dejarles a las generaciones
venideras el gran legado de paz de su historia individual y colectiva
y su armoniosa convivencia como ejemplo de resiliencia a través de
su proyecto emblemático: la Universidad de Paz.
Desde
el Atrato, desde el Cacarica y otras regiones colombianas golpeadas
por la violencia, se teje el futuro de un país en paz, en
comunidades que con una valiente dignidad y claridad pide que la
presencia del estado en las regiones alejadas no sea a través de
lamentables “operaciones” militares, sino que sea civil,
respetuosa, efectiva, total y permanente, impactando positivamente
calidad de vida de todos.
Una
verdadera lección de resiliencia que conmueve y motiva a seguir
trabajando por la reconciliación y buscando la tan esquiva paz que
todos merecemos y queremos sentir en vida.
ANTONIO
JOSE GARCIA FERNANDEZ
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