sábado, 10 de abril de 2021

MI PRESIDENTE ETERNO. (Tratando de entender 119)



www.elespectador.com     12 mar 2021 - 10:00 p. m.
Por: Esteban Carlos Mejía


Nació pobre, aunque su padre, de desigual fortuna, administraba haciendas en la sabana de Bogotá y en el camino a los Llanos Orientales. Vivió pobre: se ganaba el pan con los sueldos y salarios de periodista, ministro o diplomático. Murió pobre, según lo tenía previsto. Sus hijos nunca hicieron negocios directos o indirectos con el Estado o el Gobierno: ni venta de artesanías, ni zonas francas, ni recolección de desperdicios ni centros comerciales en provincia. Pobres, pero ilustres, al igual que el viejo, chapado en la efímera y humilde gloria de sus antepasados, maestros o soldados en las guerras civiles del siglo XIX.


Muy jovencito, al principio de su carrera, se sentía socialista, o sea, hermano de la hermandad humana. Después se volvió liberal. ¡Liberal de racamandaca! A los 20 añitos de edad era editorialista del periódico más importante del país y cuatro años más tarde llegó a su jefatura de redacción. Después, recién casado con la hija de un general chileno, fue jefe nacional de propaganda del Partido Liberal, en franca lid contra el oscurantismo, el rezanderismo y la pestilencia moral de un monstruo, cuyo nombre no quiero mencionar, reencarnación inversa del canalla de hoy.

Participó en una Revolución en Marcha, luchó por una república laica, pactó un Frente Nacional y concibió una Unión Panamericana, siempre visionario, siempre audaz, adelantado a las tinieblas del tiempo que le tocó vivir en este mundo “lleno de duras razones”.

Fue un orador insuperable. Voz resonante, dicción pluscuamperfecta, consumada presencia escénica en una época en la que la televisión apenas estaba en embrión. Disertaba sobre temas recurrentes: la educación, la paz, las alianzas para el progreso, la reconciliación, el acatamiento de los militares a la autoridad civil. Pensaba antes de hablar, cada palabra, cada frase de lidia, cada página de pasión y método. Escribía como los dioses terrenales de sociedades hiperbóreas. Fue un novelista perdido en las hieles de la política, dioses o demonios lo perdonen.

En las calles los haters le gritaban ¡tísico!, ¡oligarca!, ¡yanqui!, ¡monarca! Era adusto, riguroso, sensible en la defensa del pensamiento liberal. Nunca insultó a sus opositores. Nadie lo oyó jamás vilipendiar a sus críticos ni amenazarlos con romperles la cara, maricas. No sin paciencia, estoicismo e inteligencia, aguantó ofensas necrológicas, desplantes melodramáticos, intentonas de golpes de Estado, trapisondas o ruindades.

No montaba a caballo sino en bicicleta. No sembraba odios: cultivaba rosas en su jardín. No tenía hatos de cebúes sino un par de vacas criollas en una finquita en Fagua, Chía, Cundinamarca. Honesto y modesto, como debemos ser.

Masón, liberal, escritorazo. Mi presidente eterno. Alberto Lleras Camargo (julio 3, 1906 - enero 4, 1990)

Rabito: “Lo más seguro es que sus lecturas fueran de queso gruyer. Es decir: apetitosas pero llenas de agujeros, como las de la inmensa mayoría de los escritores sin formación académica, autodidactas voraces que leen no sólo por el placer sino por descubrir cómo están escritos los libros ajenos para escribir los suyos. Con razón: no se ha inventado otra manera de aprender a escribir”. Gabriel García Márquez. Un escritor llamado Alberto Lleras. Febrero, 1997.

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