viernes, 15 de noviembre de 2019

UN DIALOGO ENTRE ANTIGUOS ENEMIGOS. TRATANDO DE ENTENDER (105)


Un diálogo entre antiguos enemigos


Exmiembros del M-19, Epl, Farc, Eln, PRT y Auc se reunieron por primera vez para discutir, en compañía de la Comisión de la Verdad, sobre su participación en la guerra. Las fuentes de financiación, los motivos que los llevaron a elegir el camino de las armas y los procesos de paz fueron algunos de los temas abordados. Así fue el encuentro.


Exintegrantes de las Auc exponen su visión sobre las causas de la guerra. La comisionada Lucía González y Rodrigo Londoño (“Timochenko”) escuchan con atención. / ICTJ
Hablar de la verdad es un acto de valentía, y más cuando el horror hace parte de ella. Colombia lo sabe. Su historia, su verdad, su memoria, tan impregnadas de violencia y desaciertos, aún están en deuda de ser contadas, sobre todo, por quienes decidieron asumir el papel de victimarios. Por eso desde febrero de este año, junto con la Comisión de la Verdad, treinta excombatientes de diferentes grupos armados tomaron la decisión de reunirse una vez al mes para hilar las verdades que ellos consideran necesarias para esa paz que todos firmaron, pero que aún no llega a muchos territorios.
Por primera vez en cincuenta años de conflicto armado, exintegrantes del Ejército de Liberación Nacional (Eln), Ejército Popular de Liberación (Epl), Movimiento 19 de Abril (M-19), Corriente de Renovación Socialista (CRS), Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (Farc-Ep) y las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) dialogaron en una mesa de trabajo, llamada Narrativas de Excombatientes, sobre su participación en la guerra, los motivos que los llevaron a elegir el camino de las armas y sus posiciones políticas frente a un país que, aseguran, en varios momentos vieron caer a pedazos.
Al principio creían que la idea era kamikaze, dice Lucía González, comisionada de la Verdad y quien lidera estos encuentros. Aunque su labor es contarle al país lo que sucedió en el conflicto, no era necesario sentar en la misma mesa a quienes fueron enemigos acérrimos durante la guerra. Pero pronto se dieron cuenta de que no tiene sentido que se repita una y otra vez un discurso de paz y reconciliación, si no hay acciones que lo respalden.
Por eso cuando Carlos Velandia, exmiembro del Eln y consultor en temas de paz, le propuso la idea de una gran conversación entre quienes fueron enemigos, le pareció una buena salida para elaborar el capítulo de los guerreros dentro informe que se debe entregar al país en tres años. Y más que buena, necesaria. En un comienzo, cuenta González, pensaron en llamar solo a las guerrillas desmovilizadas hace veinte años. Pero si hay una característica predominante del conflicto armado colombiano es la multiplicidad de autores. “Teníamos que llamar también a los paramilitares y las guerrillas activas recientemente. Así que no lo dudamos y arrancamos con la convocatoria”.
Los únicos requisitos para entrar a la mesa eran ser excombatiente y constructor de paz, y estar dispuesto a discutir con respeto. En eso no había negociación porque el espacio nunca pretendió ser un campo de batalla, sino un cultivo de ideas y futuros proyectos de reconciliación. Además de la Comisión, los encargados de armar los encuentros fueron el Centro Internacional de Justicia Transicional (ICTJ por sus siglas en inglés) y la  Asociación ABC PAZ, quienes han trabajado con varios de los excombatientes.
Muchos dijeron que sí de inmediato. A otros, principalmente los grupos de autodefensas, tuvieron que convencerlos en el camino. Hoy aceptan que tenían varios prejuicios frente a la Comisión de la Verdad por ser una entidad creada después del Acuerdo de Paz entre la extinta guerrilla de las Farc y el Gobierno Nacional. Además, aseguran que están agotados de contar la misma historia en escenarios judiciales y académicos. Sin embargo, por el miedo de que sus verdades se queden en anaqueles de tribunales de Justicia y Paz, aceptaron la invitación. Los únicos que no pudieron participar fueron exmiembros de la guerrilla Quintín Lame por quebrantos de salud.
La clave está en el saludo
Antes de entrar, Sandra Ramírez, senadora del partido Farc, se preguntó varias veces: “Dios, ¿yo qué hago aquí?”. Tenía miedo del encuentro. Y no solo por tener que contar su verdad frente a extraños, sino también porque los personajes que se sentarían a su lado fueron, durante décadas, enemigos que en su momento no hubieran dudado en matarla.
La mayoría confesó que tenía nervios. ¿Cómo saludarse: de un apretón de manos o de un gesto a distancia? ¿Cómo hablar en medio de ideas diversas y opuestas? Aunque algunos ya se conocían porque participaban en espacios de paz o incluso estuvieron en la misma cárcel, no existía cercanía. Hasta ese momento, estos guerreros solo habían alimentado su verdad con personas afines. Pero con el tiempo se dieron cuenta de que narrar lo que sucedió necesita relatos diversos y que ese “enemigo” es también espejo.
De las Farc participaron María Aureliana Buendía, Gabriel Ángel, Sandra Ramírez y Rodrigo Londoño Echeverri; del Epl asistieron Álvaro Villarraga Sarmiento, Francisco Caraballo, Raquel Vergara Álvarez e Ildefonso Henao Salazar; del M-19 fueron Luz Amparo Jiménez, Fabio Mariño Vargas, Álvaro Jiménez Millán, Vera Grabe y Gloria Quiceno; del Eln estuvieron Alonso Ojeda Awad, Carlos Arturo Velandia Jagua, Fernando Hernández y Medardo Correa; de las Auc, Nodier Giraldo, José Eleazar Moreno, Rodrigo Pérez Alzate, Óscar Leonardo Montealegre, Freddy Rendón Herrera, Iván Roberto Duque, Manuel de Jesús Pirabán, Edwar Cobos Téllez, Arlex Arango y Óscar José Ospino; de la CRS, Luis Eduardo Celi, y, finalmente, los integrantes del PRT fueron convocados José Matías Ortiz Sarmiento y Gabriel Barrios.
La metodología fue sencilla. Unas personas neutras que no participaron en el conflicto, miembros de ICTJ, Asociación ABC-PAZ y la Comisión de la Verdad, moderaron las intervenciones. Desde el comienzo de la sesión se enunciaba el tema que se iba a dialogar y luego se pedía que armaran los grupos. La distancia, propia de los prejuicios, hizo que en un comienzo los grupos afines permanecieran juntos. Los grupos insurgentes trabajan solo entre ellos. Y los contrainsurgentes dialogaban por su lado. Las fronteras empezaron a diluirse cuando las discusiones y las visiones de los otros afloraron. “Obviamente, al principio nos hacíamos los mismos, los que pensaban parecido. Uno pensaba: ¡imagínate al lado de aquellos!”, recuerda Óscar Montealegre, exmiembro del Bloque Central Bolívar de las Auc.
Los árbitros les entregaban unos cuestionarios para que fueran respondidos individual y colectivamente. Después, se les pedía que en una cartelera trazaran una línea de tiempo. Cada integrante del grupo, relata Montealegre, debía exponer sus respuestas sobre su participación y el de su grupo en este tema durante la guerra. Los demás escuchaban atentamente.
Álvaro Villarraga, exdirigente del Epl y vocero de la mesa de negociación de paz, explica que, si bien la metodología no estaba diseñada para la confrontación, las verdades eran tan poderosas y las miradas tan opuestas que orgánicamente se dieron espacios de réplica. Por supuesto, las discusiones derivaron en tensiones que escalaban al punto que más de uno quiso en algún momento ponerse de pie e irse. Pero los otros, con la calma después de la tormenta, lo invitaban a seguir: “Son cosas duras, graves. En medio de las narraciones, inevitablemente, se hacían pasajes duros, salían opiniones y discursos que muchas veces eran justificadores. Eso llevó a que hubiera momentos de tensiones, pero no fueron escaladas a algo negativo”.
Aunque en el comienzo dijeron que no se conocían, en esos debates aprovecharon para contar verdades que durante años se guardaron siendo enemigos. Así lo cuenta Óscar Montealegre: “Por ejemplo, cuando hablamos de financiamientos, a los del Eln se les pasó el hurto de combustible, entonces alguien lo recordaba y lo anotaba. Pasamos nosotros y de toda la lista olvidamos el secuestro, entonces un exguerrillero nos mencionaba un caso, así que debíamos anotarlo también”.
Pero, quizá, lo más difícil del ejercicio que repitieron diez veces en el año fue reconocer que ese otro que estaba en frente, que tanto se odió, tenía una historia parecida, una familia víctima, unos dolores indelebles. Que todos eran producto de esos males que aquejaban al país y que ellos decidieron combatir con las balas.
Los ejercicios no tenían la intención de ponerlos de acuerdo. Y en muchos casos, asegura Villarraga, no lo hicieron. Algunos exguerrilleros, por ejemplo, decían que las autodefensas eran sinónimo de grupos paramilitares. Para los grupos contrainsurgentes el término es una ofensa y deslegitima su mirada política de la guerra. Con el tiempo llegaron los matices y concluyeron que la degradación del conflicto había deteriorado también sus reivindicaciones iniciales.
En los encuentros lograron quitarse los prejuicios y a través de las narraciones entendieron los problemas de los otros después de la firma de los acuerdos de paz, pues cada caso estaba lleno de particularidades. Un reclamo de los grupos paramilitares fueron los incumplimientos de su tratado. Dicen que lo pactado nunca se firmó y mucho menos se cumplió, a pesar de haberle contribuido a la justicia. Esta verdad era desconocida, por ejemplo, por Gabriel Ángel, exguerrillero de las Farc, para quien durante años el pacto entre el Gobierno y las Auc había sido entre amigos.
Los grupos de autodefensas, por su parte, aceptaron que los asesinatos contra quienes pensaban diferentes eran injustificables. Y ahí el dolor se apropió de la mesa. Hubo lágrimas y voces que no aguantaron el peso de las palabras. “A mí me pareció complicado escuchar esas versiones muy fuertes de gente que murió inocente. Que no había una investigación de qué hacían, pero se desaparecían por ser guerrilleros. Son relatos muy dolorosos”, señala Sandra Ramírez.
Algunos de los participantes sintieron que las sesiones parecían también clases de historia. Y es que generacionalmente existían brechas enormes. Cuando las guerrillas de los años 90 se desmovilizaban, algunos integrantes de las autodefensas apenas era niños. Sin embargo, esas diferencias les permitieron hilar la historia y entender con más claridad las causas de las distintas olas de la violencia y de los nacimientos de actores armados. “Me impactó estar cerca y conocer de viva voz las reflexiones de los voceros de las exautodefensas. Para mí era nuevo todo”, agrega Vera Grabe, exmilitante del M-19. La imagen que se lleva es un diálogo amplio entre improbables que, insiste, “debió darse antes y siempre, no solo posteriormente”.
Reconocieron los errores, analizaron las causas del conflicto, estudiaron los procesos de paz de cada agrupación, se miraron a los ojos. Algunos pidieron perdón. Otros dejaron ver la vergüenza. También se juzgaron con severidad; pero eso llevó a que el saludo inicial de apretón de manos se cambiara por abrazos y mensajes para sus familias, que los almuerzos estuvieran acompañados de chistes y anécdotas y que los desplazamientos en taxi los pagaran entre todos.
Y con ese telón de fondo, todos, absolutamente todos, llegaron a dos conclusiones. La primera es que en el ejercicio deben participar los militares y los terceros civiles, como políticos y empresarios. Y la segunda es que las diferencias nunca debieron ser resueltas con violencia. Y si bien han repetido esa frase hasta el cansancio, hoy, después de verse tantas veces y dialogar con un afecto que apenas nace, pero es cada vez más fuerte, resaltan que el conflicto jamás debió suceder y ahora es su compromiso contribuir a la no repetición. Por eso hoy decidieron hacer públicos sus encuentros y firmar un nuevo pacto con el país en el que no sólo se comprometen a no volver a empuñar un arma sino también a generar juntos nuevos espacios de paz.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

HAY QUE PENSAR BIEN ANTES DE RECHAZAR UN PROCESO DE PAZ. TRATANDO DE ENTENDER (104)



'Hay que pensar bien antes de rechazar un proceso de paz’


Edwin Cameron, exmagistrado de Sudáfrica, habló sobre aprendizajes del posconflicto en su país.



El exmagistrado participó en varios eventos de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes.
Foto: Felipe Cazares / Universidad de los Andes.

Por: María Isabel Ortiz Fonnegra       eltiempo.com
05 de noviembre 2019 , 08:32 p.m.


Sudáfrica comenzó hace más de 30 años un proceso de paz para acabar las normas que fomentaban la segregación y violencia racial, un esfuerzo que quedó plasmado en la nueva constitución de ese país, firmada en 1995.

Hace unos días, el exmagistrado de la Corte Constitucional sudafricana Edwin Cameron, quien participó en los diferentes mecanismos de justicia transicional que dieron paso a la democracia en Sudáfrica, estuvo en Colombia, invitado por la Universidad de los Andes, y compartió aprendizajes de estos años de transición en su país, los retos en un proceso de posconflicto como el que vive Colombia y las consecuencias de ignorar un proceso de paz.



El exmagistrado, quien es un defensor de los derechos de la población LGBTI y estará, desde enero del 2020, en la institución encargada de supervisar las cárceles y el tratamiento de los presos en Sudáfrica, habló también sobre repensar los sistemas penitenciarios de los países, incluyendo otra mirada a las penas carcelarias para personas procesadas por delitos no violentos relacionados con drogas.


¿Cuáles son las similitudes o lecciones que han aprendido en Sudáfrica en casi 30 años de posconflicto y que podríamos aplicar aquí?

Creo que lo primero es que se necesita liderazgo moral, eso lleva a un compromiso moral. Si no hay compromiso moral, habrá problemas inmediatos. En Sudáfrica fuimos muy afortunados de tener a Nelson Mandela, quien estuvo en prisión por 27 años. Él fue un defensor de la reconciliación, la justicia racial y la paz racial.
Segundo, que hay que tener un reconocimiento del pasado, y eso tiene que empezar con el reconocimiento de la injusticia, de la culpa, de la participación.

También se necesita compromiso de la élite política, sin esto el proceso va a fallar. Pero más importante, se necesita un entendimiento público del proceso de paz y del momento de posconflicto, de lo que puede y no puede hacer, y de lo que significa.

En Sudáfrica llevan casi 30 años en posconflicto, en Colombia solo llevamos 3 y casi todas las heridas de la guerra siguen abiertas. ¿Cuánto le toma a un país reconciliarse con esto?

Solo puedo dar una respuesta depresiva, y es que toma tiempo. No hay fórmula mágica, no hay respuesta rápida. En Sudáfrica, el mayor compromiso que hicimos fue una nueva constitución, que apunta a crear una sociedad sin injusticia, sin inequidad, sin homofobia, sin racismo, pero estamos aún muy lejos de eso, después de 25 años.

Lo que diría a las personas, en Sudáfrica y Colombia, que se sienten impacientes, es que pueden mirar las otras alternativas. Para mí una alternativa a un proceso de paz incompleto es Ruanda, que se convirtió en democracia bajo una Constitución muy insatisfactoria, y luego hubo un genocidio: 900.000 personas fueron asesinadas en 90 días, casi 10.000 personas cada día por 90 días seguidos.

Diría que a pesar de las deficiencias del proceso, hay que pensar muy, pero muy cuidadosamente antes de rechazar un compromiso con un proceso de paz.

Hay un sector de la población colombiana que no está de acuerdo con lo que se pactó en el proceso de paz, incluso una parte de la guerrilla retomó las armas. ¿Cómo podemos seguir adelante a pesar de situaciones como esas?

Es difícil responder por Colombia, pero vuelvo a lo que dije. Siempre hay que contemplar las alternativas, y esas alternativas son mucho más horribles que un proceso de paz insatisfactorio, incluso peores que los procesos de paz más deficientes.


Hay que asegurarse de que el proceso de paz incluya a la élite política


El proceso de paz ha hecho que sectores muy distintos de la sociedad compartan espacios; por ejemplo, algunos excomandantes guerrilleros hoy están en el Congreso. Esto ha generado rechazo de varios sectores. En su experiencia, ¿qué traen esos encuentros con el otro?

Es exactamente lo que pasó en Sudáfrica, donde, entre otros, el ministro de Relaciones Exteriores del apartheid, Roelof ‘Pik’ Botha, estuvo también en el gabinete de Mandela. Un proceso de paz requiere la habilidad de ver una alternativa en el mundo que es mejor que la realidad a la que te enfrentas.

En Sudáfrica tuvimos a personas que enfrentaron la guerra racial que se unieron a las mismas asambleas, parlamentos y procesos consultivos con quienes estaban del otro lado. Y esto no es simplemente por un sentimiento de calidez, es por los aspectos prácticos de trabajar por un futuro juntos.

En este proceso de posconflicto, ¿cómo lograr que se tengan en cuenta derechos de la población LGBTI?

En general, no hay que posponer la dignidad e igualdad de la población LGBTI porque, a diferencia de la mayoría de otras formas de igualdad, la igualdad socioeconómica, como la tenencia de tierras, requieren decisiones sobre distribución, mientras que la igualdad de la población LGBTI no cuesta nada. Un país puede conceder la igualdad en matrimonio para parejas del mismo sexo sin que a nadie le cueste nada, no hay un límite de licencias de matrimonio, todos pueden continuar casándose, incluyendo las personas LGBTI.

Lo mismo con la discriminación laboral. Sabemos que hay personas LGBTI en todas partes del mundo, entre 5 y 10 % de la población. Una vez que reconoces el derecho a la no discriminación laboral, no es que estés obligado a darles un trabajo que no hubieran obtenido de otra forma, simplemente es dejar de obstaculizar que lleguen a ese trabajo.

El hecho de que la igualdad de la población LGBTI no requiere decisiones distributivas es una razón para insistir en ello inmediatamente.

En su experiencia desde lo que pasó en Sudáfrica, ¿cuáles son los desafíos que debemos superar para trabajar por un futuro más pacífico, aunque el conflicto no se acabe por haber firmado un acuerdo de paz?

Hay que asegurarse de que el proceso de paz incluya a la élite política, que haya una amplia difusión pública sobre qué es y qué involucra el proceso de paz, además de explicar cómo esto beneficia a todos.

Una vez tengas no solo a la élite política en esto, sino también una amplia difusión de lo que el proceso comprende, creo que habrá mejores probabilidades de que el acuerdo prospere.

Usted asumirá pronto la vigilancia de las cárceles de Sudáfrica, son países distintos, pero en Colombia hay una grave crisis carcelaria, con un alto hacinamiento y vulneración de los derechos de las personas en prisión. ¿Qué cree que debería hacer un país para atender una situación como esta en su sistema penitenciario?

Creo que hay que empezar por respetar el hecho de que la gente tiene miedo al crimen violento. Después de entender eso, el paso siguiente es preguntarte cuáles estrategias de sanción son útiles.

El campo de las estrategias de castigos es muy controversial, pero sabemos dos cosas: una, que la pena de muerte no tiene efecto en el crimen. De hecho, en Sudáfrica se abolió la pena de muerte en 1995, y solo 16 años después la tasa de asesinatos descendió, los otros años estuvo en aumento, entonces si trataras de usar la estadística, tal vez podrías decir que la pena de muerte aumenta la criminalidad, pero eso no tiene ningún sentido porque no hay una conexión o correlación entre una cosa y la otra.

Lo segundo que puede decirse es que la duración de la sentencia no es lo más importante en el impacto que tiene condenar un crimen.

No es el hecho de que una persona tenga una cadena perpetua, o una sentencia de 30 o 40 años por ciertos crímenes lo que más importa, si las condenas son impuestas irregularmente. Lo clave es asegurar que hay un eficiente seguimiento a cada crimen, que cada hecho sea investigado y se logre la captura de cada criminal, así como su juicio.

Por ejemplo, si cada violador en Colombia supiera que sin excepción será perseguido por las autoridades, llevado ante un juez y condenado, no importa si le dan 3, 5 o 50 años, sino la certeza de que será judicializado.

¿Cuál sería un mejor enfoque en política carcelaria, en lugar de aumentar las penas?

Creo que hay que pensar de nuevo en las políticas carcelarias, y no estoy sugiriendo que liberemos a personas violentas, algunas deben ser encerradas porque representan un peligro para la sociedad; pero, por ejemplo, en mi país, en este momento, puedo decir sin duda que deberíamos liberar a las personas que están encarceladas por crímenes no violentos relacionados con drogas. Este es un problema que Colombia conoce incluso mejor que Sudáfrica. Puedo decir que en Latinoamérica, la guerra contra las drogas está siendo una catástrofe para la administración de justicia, lo mismo pasa en Sudáfrica.

No estoy diciendo que abramos las puertas de todas las prisiones, tampoco que liberemos a los delincuentes violentos ni que reduzcamos todas las sentencias inmediatamente. Lo que digo es que pensemos esto de nuevo.

MARÍA ISABEL ORTIZ FONNEGRA

Redacción Justicia

Enlaces de contexto:

domingo, 3 de noviembre de 2019

ALFREDO MOLANO BRAVO (HOMENAJE) TRATANDO DE ENTENDER 103




Alfredo Molano Bravo y su última visión de Colombia
2 Nov 2019 - 9:00 PM
Especial para El Espectador



Publicamos el último escrito del sociólogo y periodista (1944-2019), el prólogo para el libro “Colombia al borde del paraíso”, obra del fotógrafo suizo Luca Zanetti, con cuya mirada de país se identificó.
La foto que mejor representa a Alfredo Molano Bravo, captada por su compañera de travesías y escrituras, María Constanza Ramírez. Y el libro de Luca Zanetti, fotógrafo suizo que recorrió Colombia durante 20 años y se siente orgulloso de que Alfredo Molano lo considerara un “Molano de la fotografía”. / Cortesía


1. La avioneta bordea la frontera del paraíso, la selva, y me lleva a mi primera impresión sobre ese mundo pleno de vida, donde parecería que se oyen crecer los árboles gigantescos, abrir las flores y silbar las serpientes. A veces, no siempre, un hilo de viento delgado hace bailar una hoja, solo una, de los millones que hay a su alrededor. La espesura, como también la llaman, es solitaria y se dijo algún día que era virgen. Sin embargo está llena de caminos que solo ven quienes los conocen y que siempre caen a las venas de agua: quebradas que sirven para saber dónde se está, o ríos —algunos enormes— que van o vienen para donde la gente quiere ir o fue. Y los ríos llaman a la gente a vivir en sus orillas, desde donde se ven peces saltando —bañándose en el aire— o remontando sus aguas, ofreciéndose siempre como el pan de cada día. (Perfil de Alfredo Molano Bravo).


Los ríos llevan al mar y allá también va la gente a vivir, en sus orillas, donde el manglar, un árbol, es rey; quizá no sea propiamente un árbol, sino un bejuco que crece en aguas salobres y crea con sus raíces —también ramas— un tejido vegetal, donde nacen y comienza a crecer, en sus aguas cálidas y barrosas, un vivero de moluscos —el más conocido, la piangua— y peces —el más apreciado, el sábalo—. Las mujeres los recogen para sus hombres y para sus crías. Los hombres tumban árboles gigantescos y asierran sus troncos. Y llevan a sus mujeres en hombros cuando son viejas.

En 1996 hice una maravillosa travesía con Constanza Ramírez por las selvas del Darién entre Apartadó, en el Urabá, y Yavisa, en Panamá. Muchos días de lluvia y sudor en que el caldo de un pez tan feo como nutritivo nos sacó adelante con la ayuda de cargueros del pueblo de Bijao, sobre el río Cacarica, el mismo que bombardeara unos meses después el general Rito Alejo del Río para que los paramilitares entraran a matar campesinos y preparar el terreno para cultivar palma.


Las orillas de los ríos son fértiles, hijas de crecientes de aguas que han pasado —y pasan a menudo—, dejando tierra fresca donde el plátano, la yuca y la papa china se dan y crecen con solo mirarlas. El río es el camino hacia otra comunidad. En todas viven parientes de una y otra. El río les pertenece y ellas pertenecen al río donde viven. Llegaron a sus aguas huyendo del blanco, de la mina o de la hacienda. Llegaron buscando la espesura para defenderse y encontraron el mundo de donde sus sangres habían salido cientos de años atrás. Las selvas del Pacífico, protectoras, acogedoras como todas las selvas, tenían sin embargo una diferencia: eran también habitadas por nativos, una gente llegada antes, que conocían la selva y sabían servirse de ella. Quizás al comienzo, recelosas, ambas razas se repelieron. Quizá se mataron, pero, al final, los indígenas ofrecieron a los negros lo que sabían para vivir y los negros lo que sabían para alegrarse: las notas de la tambora, del guasá. Conviven como aguas de ríos paralelos que no suelen mezclarse.


Negros e indígenas están amenazados por caer presos en la “aldea global” del consumo. La tentación de lo nuevo, de lo práctico y, sobre todo, de no ser identificado como extraño a la cultura dominante han influido para que el comercio fuerce los cerrojos de sus costumbres y de sus formas de interpretar el mundo. ¿Cómo no desear una bota de caucho que defiende de espinas y culebras? Las prácticas que los han salvado de la desaparición son el trabajo en común. La minga, el convite, la mano cambiada, las decisiones colectivas son el espíritu de su unidad y de su fuerza. Arrastrar el tronco de un árbol de cincuenta toneladas a través de la selva para hacer un puente o una canoa es una tarea formidable del poder de una comunidad.


2. La coca, tan condenada y perseguida por la Iglesia como una mata diabólica durante la Conquista y hoy igualmente perseguida por la legalidad mundial impuesta por EE. UU., es a su vez una palanca de la productividad, de hacer más en menos tiempo; un camino condenado, pero al mismo tiempo protegido con las mismas armas con que es atacado. La avioneta y su veneno protegen el precio de la cocaína y salvan a la gigantesca economía del derrumbe. La avioneta es un instrumento del equilibrio entre oferta y demanda. Como lo es el submarino en que los empresarios de la cocaína la llevan a puerto seguro en América Central, para meterse por los mil caminos abiertos por los dreamers en el baluarte del puritanismo norteamericano.


3. El cultivo de la coca no ha sido una estrategia del mal para destruir una niñez sana, rubia y rozagante; ha sido, de un lado, una práctica alimenticia y ritual en que se condensan muchos siglos de sabiduría andina y amazónica. La coca es sagrada para los indígenas dominados o influidos por la cultura de los incas; pero también fue un descubrimiento de los campesinos expulsados por la ampliación de las haciendas, cercados por la cultura del consumo y por las fuerzas que defienden el bien de los que están bien.

Los campesinos que, desde el principio del siglo pasado, han luchado contra la selva para hacer una finca y librarse de ser peones o migrantes, encontraron, después de bordear la miseria, un modo de vida independiente tumbando y quemando selva para sembrar unas manotadas maíz y unas matas de yuca y plátano apenas para sobrevivir. Fue el precio pagado por la dignidad. Pero un día llego la coca, una mata que conocían sus abuelos pero que había sido olvidada. “Llegó —como algún colono me lo repitió a orillas de río Guaviare hace ya casi cuarenta años—: del cielo. Nadie la estaba buscando, pero llegó”. Llego y venció. Venció al trabajo sin remuneración, al sudor desperdiciado y sobre todo a la distancia. Ya no tenía el colono que cargar a la espalda o en mula o en canoa el maíz para venderlo a un negociante; ahora podía llevarlo en un talego colgado a la cintura.

No fue una cuestión solo de peso; en la bolsa llevaba una especie harina que le había costado menos trabajo que el maíz y que podía venderse con facilidad a mucho mejor precio que cualquier cosa cultivada en la chagra. Su trabajo fue así, por primera vez en la historia, bien retribuido. Pero ahora, tuvo que enfrentar la misma fuerza que significaban los bajos precios, las largas distancias, la falta de crédito, abonos, vías, educación y salud, representados en la brutalidad de las fuerzas del orden quemando ranchos, envenenando montes, bombardeando caminos, matando animales y obligando a la gente a huir o a enfrentarse con las manos limpias a una tropa armada hasta los dientes. Algunos “huyentes” se toparon en su fuga y en medio de la selva con fuerzas insurgentes, opuestas a los gobiernos desde hacía muchos años; las conocían y convivían a trechos con ellas. De alguna manera tenían el mismo origen: las guerrillas no eran otra cosa que campesinos excluidos de la tierra y a quienes desde mucho tiempo atrás se les había perseguido por razones políticas.


Ahora en armas compartían con los colonos la bonanza de la coca como antes habían compartido el hambre. No fueron ajenas a las manos llenas que ofrecía la coca y con lo que atrapaban compraron uniformes nuevos y armas poderosas. Miles de muchachos y muchachas se unieron a sus filas y convivían armados con colonos y campesinos, con comerciantes y autoridades locales. Peleaban y gambeteaban al Ejército y a la Policía en medio de esperanzas y desesperanzas.

La guerra, con el auspicio militar e ideológico de Estados Unidos, se hizo feroz. Los métodos más sucios fueron usados como armas legítimas. Los bombardeos contra campesinos, las masacres hechas a motosierrazo limpio por fuerzas aliadas de la institucionalidad —bien llamados paramilitares— sembraron el terror, el pavor y el silencio en campos y pueblos: la mutilación de cuerpos vivos antes de ser asesinados, la desaparición forzada, los homicidios en campos de batalla ficticios —llamados falsos positivos—, todo crimen fue justificado en aras del bien, del orden, de la libre empresa.


4. El avión Douglas DC 3 es, según los conocedores, el aparato más perfecto en términos de peso, potencia de los motores y tamaño de alerones. La primera vez que monté en avión fue en una de estas fantásticas máquinas, entre Bogotá e Ibagué, en 1950, año en que el DC3 cumplía quince años. Fue un avión que revolucionó las líneas aéreas comerciales, por su versatilidad y su papel en la Segunda Guerra Mundial. Más tarde, en los Llanos volé muchas veces a La Macarena, San José del Guaviare y San Felipe, en el Rionegro, en esas naves que me provocaban una mezcla de pavor y pasión. Los llamaban los camperos del aire y en su panza larga y redonda cargaban desde vacas hasta canecas de gasolina.


Era emocionante sentir cuando el piloto aceleraba al 100 % los motores en la cabecera de la pista antes de soltar el avión como un potro a montarse en el aire, raspar las copas de los árboles y meterse entre las nubes. Era una casa en el aire, una gran tienda, una bodega volante. La gente quería el DC3 porque era el gran salto hacia el otro lado y esperaba días y semanas volver a oír sus motores, que anunciaban la llegada de la mujer, de la mercancía, del remedio urgente. El DC3 transportó en sus entrañas miles de toneladas de coca, con la complicidad de las autoridades militares y de policía, por llanos y selvas. Miles de cabezas de ganado de un hato a otro, y millones de viajeros siempre acompañados de una caja de cartón amarrada con cuerdas de fique. El avión dejaba al irse una estela de polvo largo, un adiós nostálgico.

No muy lejos de San José del Guaviare, en Caño Macú, entrevisté en 1983 a un colono santandereano alto, rubio, que miraba a su alrededor con desconfianza mientras hablaba. Parecía que esperara el zarpazo de un tigre mariposo o que se nos apareciera, para dar testimonio de lo que me contaba, un indio macú. La historia era brutal: los macús, decía, se comen las pepas de los árboles, sus retoños, pescan con las manos vacías y “son capaces de montarse en una danta correteándola”.

Me contó que el Instituto Lingüístico de Verano, que traducía la biblia a lenguas indígenas, y levantaba grandes sospechas sobre su actividad, se había robado a una macucita de trece o catorce años, linda —“porque los macuses son lindos”— y se la había llevado para EE. UU. a estudiar su cuerpo y aprender su legua. Abundaba en detalles. El exterminio de los macús ha sido el etnocidio más brutal que el país ha presenciado callado e indiferente. La colonización, los cultivos de coca, los negocios, la ganadería los cercó poco a poco hasta empujarlos a los basureros de San José, donde rebuscan desperdicios de comida para sobrevivir, ya no como una comunidad que andaba siempre junta, sino como individuos desesperados que parecieran vivir solo para denunciar la brutalidad del capital que arrasa las selvas para sembrar coca, extermina comunidades indígenas para sacar madera y meter vacas y, al fin, arma a los paramilitares para defender la democracia con motosierras a discreción .


5. Conocí los Llanos orientales cuando eran llanos, cuando no había cercas de púa y el ganado en las sabanas pastaba libremente en sus querencias que llamaban madrinas; existían aún potros cerreros y el cachilapeo era más una costumbre que un delito. Los guerrilleros de Guadalupe Salcedo habían entregado las armas al presidente Gustavo Rojas Pinilla pocos días antes de que yo mirara el llano desde el alto de Buenavista y sin respiración había dicho, como todos los que conocen esos horizontes desde allí: se parece al mar.

De Bogotá a Villavicencio se gastaba el día entero y otro día de Villavicencio a San Martín. Hoy se puede llegar a Humadea, donde mi familia tenía la finca, en unas horas, por carretera pavimentada de peajes, con controles de velocidad y policías al acecho y abiertos al soborno. Son los síntomas de la modernización de la región. Hacia 1970 se descubrieron grandes depósitos de petróleo y se explotaron con avidez. Los oleoductos hicieron su mapa y las tierras se valorizaron al ritmo en que los carrotanques salían y entraban por las trochas para sacar el crudo, porque los tubos no daban abasto. Los llaneros cambiaron sus sombreros de fieltro por los cascos de plástico, sus cotizas por botas y su caballo por motocicletas. Al mismo tiempo, del Guaviare los buses y camiones no traían solo pasajeros y plátano, sino también pasta de cocaína para ser cristalizada. Los cultivos que habían comenzado en La Macarena echaron río abajo por el Guayabero, saltaron al Meta y florecieron en el Caguán.


Miles de carrotanques, bajo la mirada cómplice de las autoridades, transportaban gasolina para procesar la hoja de coca. San José, Granada, Villavicencio se volvieron ciudades de grandes centros comerciales. Pese a la guerra contra la droga declarada por Estados Unidos y llevada a cabo por Colombia o, mejor, por esa misma causa, los alijos cogidos por la Policía antinarcóticos no se medían en kilos sino en toneladas. Petróleo y cocaína —combustibles del consumismo— dominaron el Llano y lo transformaron en un imperio gobernado por el paramilitarismo.

La guerrilla fue expulsada de sus territorios históricos y empujada hacia los llanos profundos, donde montó un sistema tributario severo que le permitió formar un ejército que quizá llegó a tener cerca de 20.000 hombres y mujeres en armas. Estados Unidos, sintiendo el peligro, redactó en inglés el Plan Colombia y los mandatarios de turno lo tradujeron en US$5.000 millones en armas aéreas, que mostraron pronto una superioridad estratégica abismal. A pesar de que las guerrillas tenían una gran capacidad de resistencia y de sostener una guerra mucho tiempo, optaron por un acuerdo con el Gobierno y firmaron en La Habana el desarme y el sometimiento a la Constitución vigente. El futuro para la insurgencia desarmada puede andar por el mismo camino que siguieron los guerrilleros de Guadalupe: en cinco años los comandantes llaneros habían sido asesinados uno por uno.

He mirado con asombro las fotografías tomadas por Luca Zanetti, porque son fieles a lo que mi ojo miró en los mismos ríos, en los mismos montes y en los mismos aires a donde su cámara aguda e inquieta nos lleva con este libro, que es la memoria de un país al que la violencia transformó y desmembró.


El último libro con el que Molano Bravo se sintió identificado

El libro Colombia al borde del paraíso fue editado por el sello suizo Scheidegger and Spiess Publishers y es el producto de 20 años de viajes de Luca Zanetti por Colombia. Un centenar de fotos están acompañadas por el prólogo de Alfredo Molano Bravo y textos de la periodista colombiana Anamaria Bedoya Builes. Zanetti (Mendrisio, Suiza, 1971) fue llevado por su madre, la fotógrafa Pia Zanetti, a conocer los problemas de Nicaragua a mediados de los años 80. Allí observó cómo acercarse a la fotografía humana. En 1991 se unió a la agencia de fotógrafos Lookat y luego, durante cuatro años, estudió en el Departamento de Fotografía de la Escuela de Arte y Diseño de Zúrich, hoy ZHdK. Su primer proyecto a largo plazo fue Ochenta días alrededor del mundo, como el héroe de Julio Verne, Phileas Fogg. Aparte de Colombia, ha trabajado en Nicaragua, Brasil, Perú y la República Centroafricana.

La obra de un gran caminante de Colombia


Alfredo Molano Bravo (1944-2019) fue un investigador de la historia de la violencia en Colombia, no desde un escritorio sino a pie, con los tenis puestos, un oído atento al testimonio de los marginados y una pluma eficaz para dejar constancia de esa realidad. Por vida y obra recibió en 2014 el doctorado honoris causa en sociología de la Universidad Nacional y en 2016 el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Recomendamos 26 de sus libros:


» 1982. “Los bombardeos de El Pato”


» 1985. “Los años del tropel”


» 1987. “Selva adentro (el Guaviare)”


» 1988. “Dos viajes por la Orinoquia” (con Fray José de Calasanz)


» 1989. “Siguiendo el corte: relatos de guerras y de tierras”


» 1990. “Aguas arriba: entre la coca y el oro”


» 1990. “La tierra del caimán” (con Ramírez)


» 1993. “Así mismo”


» 1994. “Trochas y fusiles”


» 1995. “Del Llano llano”


» 1996. “El tapón del Darién” (con Ramírez)


» 1997. “Rebusque mayor. Relatos de mulas, traquetos y embarques”


» 2000 “Mompox, Soplaviento, Calamar, Mahates y Morales” (con María C. Ramírez)


» 2001. “Desterrados”


» 2002. “Apaporis” (con María C. Ramírez)


» 2004. “Al margen izquierdo”, columnas en El Espectador


» 2004. “Penas y cadenas”


» 2006. “Espaldas mojadas”


» 2009. “Ahí le dejo esos fierros”


» 2009. “En medio del Magdalena Medio”


» 2011. “Del otro lado”


» 2012. “Otros rumbos”


» 2013. “Dignidad campesina”


» 2016. “A lomo de mula”


» 2017. “De río en río”


» 2017. “El destino de la luz”



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Los desafíos que Alfredo Molano le deja a la Comisión de la Verdad
2 Nov 2019 - 5:32 PM
Padre Francisco de Roux



Este fue el discurso que el padre Francisco de Roux pronunció durante el sepelio del comisionado Alfredo Molano Bravo en la Universidad Nacional.
ALFREDO
El sacerdote jesuita Francisco de Roux Rengifo es el presidente de la Comisión de la Verdad./Mauricio Alvarado


Palabras sepelio Alfredo. Capilla, Universidad Nacional. 11/02/19


Amigas y amigos

Alfredo está con nosotros. Comparto con ustedes el dolor, en la certeza del silencio, más allá de conceptos racionales, de que sigue con nosotros. Él lo presentía así.

Alfredo construyó con nosotros la Comisión de la Verdad. “Mi Comisión” como él me decía. Y quiero compartir con ustedes los desafíos que nos dejó:

1. Alfredo, con su vida nos llamó a ponernos al lado de la gente. A echar abajo todos los muros físicos y sociales y todas las apariencias que nos separan de quienes por no tener dinero ni poder son simplemente pueblo, campesinos e indígenas. Nos invitó a desnudarnos de lo artificial en vestido, adornos y estupideces de honor. Por eso llegó de atuendo de caminante el día que Juan Manuel Santos nos recibió en el salón de presidencia, donde los demás traían corbatas y modas. Osuna que no entendió nada, pintó la mochila, los tenis y el sweater de “marxistas, leninistas, maoístas”. Mientras Molano nos estuvo diciendo: solo la gente importa. Todo lo demás es apariencia y máscara.


2. Alfredo nos llamó a no perder el tiempo. Tenía el presentimiento de que quedaban pocos meses. Nos mostró que cada día había que gastarlo al lado de quienes tenía la verdad de lo ocurrido en el conflicto armado interno. Retomó los caminos de Casanare, Meta, Vichada, Guaviare, Caquetá, Sumapaz. Fue por los testimonios de las víctimas de todos los lados, de los responsables que aceptaron hablar, llegó a las cárceles y a las iglesias. No se sentía bien en nuestras reuniones de asuntos institucionales porque cada minuto de discusiones se lo quitábamos a la verdad de la gente, quería que los 400 miembros de la Comisión, empezando por los 11 comisionados estuviéramos en terreno, no solo físico sino dramático, allí donde estaba en seres humanos la huella del conflicto violento. Consideraba malbaratadas las horas y los recursos de grandes eventos públicos, que hicimos para colocar la Comisión en el mainstream de la sociedad, para no quedarnos de un solo lado, pero él no quiso estar allí donde percibía el montaje que arrasa con la simpleza donde se entrega la verdad. Nos repitió a su manera el mismo mensaje que el papa Francisco le dio a los obispos de Colombia: déjense de actos grandiosos, de discursos y protocolos y “pongan sus manos en el cuerpo ensangrentado de su pueblo”. Por eso


3. Alfredo nos llamó a no tener miedo. Había vivido en sí mismo el precio que se paga por la verdad cuando le tocó escapar de Colombia para que no lo mataran. Sabía de la resistencia que hay en el país a que se cuente desde los despojados el robo de las tierras y las zagas campesinas huyendo de bombardeos en el origen de la tragedia. Tenía miedo de que fuéramos a exculpar al Estado, a las instituciones, a los paramilitares, al ejército, a empresario, a las FARC, y a los poderes políticos. Miedo de que nos faltara el coraje para dejar las cosas clara. Tenía miedo de que preocupados por nuestra seguridad, por nuestro futuro económico, o por nuestro estúpido prestigio social o político, o por no ir a dañar relaciones de familia o de amistad, nos quedáramos callados. Y nos insistía en ser libres, en no poner estorbos a la avalancha incontenible de la verdad.

4. Alfredo nos llamó al silencio. Él era el primero en conmoverse en los minutos callados con que honrábamos el inicio de nuestros encuentros. Él era un caminante del silencio. Nos invitó a darle cabida para escucharnos a nosotros mismos. Sabía en su busqueda de sabiduría y espiritualidad de Gurdjieff que allí entrábamos en comunión más allá de nosotros mismos y del tiempo. Nos invitó al silencio que devela el significado imperceptible de lo que entregan los niños y las mujeres de las montañas y la selva. Nos llamó al silencio para escuchar a la Naturaleza en los pájaros, el susurro del viento y el ronquido de las quebradas. 



5. Alfredo, finalmente, nos llamó a la esperanza. En medio de la verdad que iba apareciendo, en medio de la rabia y el dolor de los asesinatos de indígenas y de líderes campesinos, él estaba convencido de que asistíamos al final “del tiempo de la sangre”. Y nos invitó a anunciar el futuro que se levanta en libertad. El futuro de una Colombia de la fraternidad y el abrazo de la Tierra, donde sería posible la verdad y la justicia, para aceptarnos, respetarnos y amarnos en nuestras diferencias.

Querido Alfredo, hoy cuando pasas a una nueva dimensión, delante de tus centenares de amigos y tu familia querida, aquí reunidos, los miembros de la Comisión la Verdad, de tú Comisión, aceptamos los desafíos que nos dejan y nos comprometemos a llevarlos a la práctica hasta el final del camino. ¡Acompáñanos compañero!

MI ÚNICO ENCUENTRO CON CARLOS CASTAÑO

Nota: esta breve crónica de mi encuentro con Carlos Castaño la escribí pensando en comenzar mi idea de se escritor y cronista del conflicto....