No es país para la calma
He estado leyendo el último volumen, Mundo es, de los diarios de Andrés Trapiello (una novela en marcha, Salón de pasos perdidos, según su ambicioso proyecto que llega ya a 21 tomos) y encuentro que este perspicaz observador de lo que va viendo a su paso por el mundo anota la siguiente reflexión sobre Colombia durante un viaje que hizo por estos lados hace diez años: “En el trópico, o lo que sea esto, las cosas suceden a tal velocidad que unas acaban tapando a otras, igual que en la selva la vegetación engulle los restos de un avión estrellado”.
Siempre he tenido esa misma sensación de vértigo, una especie de frenesí hiperactivo, cuando regreso a mi país tropical después de pasar largas temporadas en los países donde he vivido (España, Italia, Alemania). Llega uno de un sitio en el que la productividad y la eficacia son indudables (Alemania) y siente que aquí nos agitamos más: trabajamos como locos, frenéticamente, pero sin ninguna eficiencia. Nosotros creemos que “pa’ mañana es tarde”. Ellos siguen un viejo precepto más sabio: “despacio, que estoy de prisa”. A veces es la misma amabilidad lo que nos mata: aquí la farmaceuta, el vendedor de fruta, la señora en el puesto de información, no atienden una persona a la vez. Para no hacer esperar a los que llegan, van atendiendo a todos al mismo tiempo, y al final todos quedamos mal atendidos.
Lo veo yo mismo, si comparo mis diarios —que los tuve— con los de Trapiello. Los míos están arrumados en un baúl, criando polillas y en perfecto desorden. Él viene transcribiendo y publicando los suyos desde 1987, y más o menos cada año y medio produce un nuevo volumen. Lleva un ritmo sereno, seguro, constante. Un amigo suyo se lo dijo así: “Somos hombres de lluvia fina”. Lo cual se entiende bien cuando lo explica: “Lo que hacemos son obras de ir calando poco a poco. Los hay que son de chaparrón o de trombas o de galernas, pero nosotros somos de llover cada día; nadie se da cuenta del sirimiri, hasta que de pronto estás calado”.
Nuestro país, e incluso nuestros escritores, son territorio de huracanes, de tormenta, seres atronadores, excesivos, desaforados: Vargas Vila, Fernando González, García Márquez, los nadaístas, Vallejo... El clima es igual: el que no ha visto llover aquí no sabe lo que es un aguacero. El que no ha oído tronar aquí no sabe lo que es tormenta. Un país de bochinche, ruido, música a todo taco, pólvora. Hasta los caballos son locos porque los que gustan no son los mansos, sino los incontrolables. Las drogas que exportamos son estimulantes, excitantes: café, cocaína, alcohol, éxtasis.
En política triunfan, también, los que van avanzando a los codazos, a los coscorrones, a los alaridos o a los hijueputazos. Antes Laureano y Gaitán, luego Uribe, ahora Vargas Lleras y Petro. La diatriba, la indignación, el alarido. Aquí la calma aburre. Aquí los expulsados de la república son los moderados; aquí no tuvo cabida Gabriel Turbay (que terminó suicidándose), ni la tienen Fajardo o De la Calle, porque no insultan ni azuzan. Aquí vivimos al borde del magnicidio y de la guerra civil hasta cuando parece que estamos saliendo de ella. Y el presidente más moderado que ha habido en el último medio siglo sale entre silbatinas y por la puerta de atrás, con peor índice de aprobación que represores compulsivos y ladrones.
Colombia no es país de lluvia fina ni es país para la calma. En el trópico, “o lo que sea esto”, pocas veces llovizna y si llovizna no nos parece bueno: un calabobos. Aquí exageran las montañas, los ríos, los torrentes, los vientos, las tormentas, la humedad, el calor, la vegetación, los insectos, los hongos, las bacterias, los virus, las enfermedades. Nos gusta el alboroto, el escándalo y la alharaca. ¿La medianía, el centro, la moderación, la serenidad? Por favor, eso es solo tibieza, mediocridad, bobada. Hasta nuestros dichos invitan al afán y al desenfreno: “Cualquier cosa, menos quietos”; “el que piensa pierde”. Así nos va.
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