Nota del Editor: transcribimos este articulo de la periodista colombiana Juanita León, fiel reflejo de dos momentos trágicos de la convulsionada historia del nordeste Antioqueño, entre otras cosas por que retrata el instante exacto en el que se inauguró con sangre el periodo de la "seguridad democrática" en Colombia, con el mayor "falso positivo" de la historia.
Las traiciones de
Segovia
POR: Juanita León
Como
Barranca, como Urabá, como el Magdalena Medio, el municipio de Segovia ha
pasado del rojo intenso al azul paramilitar en medio de convulsiones y
contubernios políticos, sociales y militares que nadie hubiera previsto apenas
diez años atrás.
revista El Malpensante N° 57 Colombia.
Septiembre
- Octubre de 2004
Cuando el jefe
paramilitar del Bloque Metro, Rodrigo Franco, alias “Doble Cero”, denunció
públicamente en agosto de 2002 a sus amigos militares de Segovia, Antioquia,
por haberlo traicionado, muchos colombianos renuentes a creer en la existencia
de alianzas entre las auto-defensas y miembros del ejército finalmente
creyeron.
Que
la denuncia fuera hecha precisamente por Doble Cero le otorgaba mayor
credibilidad, porque Rodrigo Franco era el paramilitar de mostrar, el
“comandante de las causas perdidas”, como lo bautizó el corresponsal
estadounidense Scott Wilson en un artículo publicadoenThe Washington Post.
Doble Cero no estaba involucrado en el narcotráfico, era un hombre educado y
no hacía alarde de la violencia aunque la ejercía sin piedad. Parecía un
hombre sensato. Nacido en Medellín en 1965, se educó en el tradicional colegio
jesuita de San Ignacio. Fue teniente del ejército en la década de los ochenta y
sirvió en el Magdalena Medio, donde se hizo conocer por sus tácticas
contrainsurgentes poco convencionales e ilegales. Éstas empañaron su carrera
militar hasta que en 1989 se retiró de las Fuerzas Armadas y —como otros
cientos de oficiales— se fue a trabajar con Fidel Castaño, en un principio
como escolta. Gracias a su entrenamiento militar, Doble Cero ascendió en la
organización, convirtiéndose en una pieza clave para la consolidación de las
Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá y en amigo personal de Carlos Castaño.
Muchas
cosas lo unieron al jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) hasta
cuando ambos fueron asesinados por sus ex compañeros con pocos días de
diferencia. Castaño, el 16 de abril de 2004; Doble Cero, el 28 de mayo. Pero
una cosa los separaba: el narcotráfico. Castaño consideraba que éste era un mal
necesario para financiar la guerra contra la guerrilla, mientras que Doble Cero
estaba convencido de que el negocio de las drogas perjudicaba la cruzada contra
las Farc, corrompía el movimiento, lo traquetizaba. Su opinión era minoritaria
dentro de las AUC, y también incómoda, lo cual obligó a Doble Cero a retirar a
sus 1.500 combatientes del Bloque Metro de la confederación paramilitar en
septiembre de 2002.
Antes
de llegar a esa decisión ocurrieron sucesos importantes. Cuando faltaba un mes
para su retiro de la confederación paramilitar, Doble Cero reveló en un
comunicado de mediados de agosto de 2002 que una patrulla del ejército al mando
del subteniente Jairo Velandia Espitia había asesinado el 9 de agosto a
veinticuatro combatientes suyos en estado de indefensión en las afueras del
casco urbano de Segovia, tras citarlos para coordinar un ataque conjunto
contra una columna de las Farc. Su denuncia —ignorada por los medios, que en
ese momento estaban concentrados en los atentados terroristas cometidos por
las Farc durante la posesión del presidente Álvaro Uribe en Bogotá el 7 de
agosto— ponía en entredicho al general Martín Orlando Carreño. El hoy
comandante del ejército dirigía en ese entonces la Segunda División y era
considerado un oficial tropero y aguerrido con una importante carrera militar
por delante. El 10 de agosto había aparecido en una rueda de prensa presentando
el operativo de Segovia como una victoria histórica del ejército contra los
paramilitares, resultado de “varios meses de una ardua labor de inteligencia”.
Los
medios colombianos dejaron pasar el incidente y la denuncia de Doble Cero hasta
que Scott Wilson, corresponsal estadounidense delWashington Post,
publicó el 18 de septiembre la versión de que los paramilitares habían sido
engañados y emboscados en Segovia. En su nota, Wilson señaló la coincidencia y
conveniencia de este aparente triunfo militar con la certificación anual en
derechos humanos realizada en esas fechas por el gobierno de Estados Unidos. LaOperación
Tormenta, como la bautizó el general Carreño, era muy útil para despejar
cualquier duda sobre el compromiso —tantas veces cuestionado— del ejército en
su lucha contra los paramilitares y para asegurar la asistencia militar por
1.300 millones de dólares, objetoen ese momento de debate en el Congreso
estadounidense.
La
ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez, y el vicepresidente, Francisco
Santos, salieron de inmediato a descalificar públicamente el artículo del Post.
Pero ya era demasiado tarde. El Tiempo publicó al día
siguiente el escalofriante testimonio de uno de los paramilitares emboscados,
quien supuestamente había entablado la relación con el subteniente Velandia, y
Doble Cero concedió sendas entrevistas a medios nacionales e internacionales en
las cuales describió en detalle la alianza de los paramilitares con los
militares en Segovia. El incidente se convirtió en una auténtica pesadilla
para el gobierno, porque aunque la larga connivencia entre autodefensas y
militares o policías es evidente desde hace varios años en algunas regiones, la
élite en Bogotá ya no pudo seguir negando la alianza, una vez lo escuchó
directamente de boca del paramilitar. La confesión de un criminal es
irrebatible.
La
increíble metamorfosis de Segovia
Segovia
es un municipio minero de 32.000 habitantes situado 200 kilómetros al
nororiente de Medellín. Su metamorfosis es un ejemplo de las rápidas
mutaciones que han venido sufriendo ciertas regiones de Colombia, donde más
agudo ha sido el conflicto. Mientras en los años ochenta el municipio fue
víctima de cruentas represalias de paramilitares por ser uno de los más
antiguos bastiones de la izquierda en el occidente del país, ahora el pueblo en
masa enterraba a sus antiguos victimarios como si fueran mártires de la patria.
Catorce
años antes, el 11 de noviembre de 1988, tuvo lugar en Segovia una masacre que
será siempre recordada como una de las más sanguinarias que se hayan cometido
en el país. A las siete de la noche de ese viernes, hombres armados y vestidos
de policías llegaron en camperos a la plaza principal del pueblo. Como a eso
iban, apenas se bajaron empezaron a disparar indiscriminadamente y arrojaron
granadas durante más de media hora contra los incautos que se encontraban en
las tiendas del parque. Luego se desplazaron a la Calle de la Reina y a la
Calle de las Madres, arrancaron las puertas de las casas y asesinaron a
presuntos militantes del ELN y a simpatizantes de la Unión Patriótica,
contra quienes se querían vengar también por un reciente decomiso de ganado sin
marcar de Fidel Castaño, ordenado por Rita Ivonne Tobón, la alcaldesa de ese
partido. Al filo de la medianoche, 43 personas yacían muertas, entre ellas tres
niños, y más de 50 estaban heridas de gravedad.
Casualmente
—según les explicaron a los fiscales después—, los policías y soldados del
Batallón Bomboná habían retirado esa misma tarde sus puestos de control usualmente
instalados a la entrada del pueblo. La carnicería, atribuida inicialmente por
los militares a la guerrilla, ocurrió en sus narices. ¿Pero ellos? Ellos no
vieron ni oyeron nada.
Sólo a los militares los
tomó por sorpresa la matanza, porque los demás habitantes de Segovia estaban
advertidos. En las noches de zozobra que precedieron, por debajo de las puertas
aparecieron panfletos del grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del
Nordeste, llamado también “Los Realistas”, acusando de comunistas y
guerrilleros a los segovienses por haber votado mayoritariamente en favor de
los candidatos de la Unión Patriótica en las recientes elecciones de marzo de
1988. En los comicios, este partido político de izquierda, creado por las Farc
en 1985 tras la ruptura de las negociaciones de paz con el gobierno de
Belisario Betancur, quebró la hegemonía del Partido Liberal, pues obtuvo la
Alcaldía de Segovia y siete de diez concejales.
Un
gobierno local de izquierda constituía un obstáculo muy grande para los
políticos tradicionales de Segovia, pero tenía un enemigo todavía peor: la
familia Castaño. Para la época, Fidel Castaño era dueño de tierras, bares,
billares, gallos de pelea y prostíbulos en el pueblo y hacía sus pinitos como
narcotraficante. El secuestro del finquero paisa Jesús Antonio Castaño
González, su papá, por parte de las Farc a principios de los años ochenta y su posterior
asesinato en cautiverio convirtieron a Fidel, además, en un vengador
implacable. En menos de un año él y sus hermanos mataron a todos los
secuestradores de su padre menos a uno, pero aún así no saciaron su sed de
venganza. “Cuando ya habíamos ejecutado a la mayoría de asesinos de mi padre,
comenzamos a ser justicieros”, le confesó Carlos Castaño en su libro Mi
confesión (2001) al periodista Mauricio Aranguren, quien le sirvió de
escribano. En adelante, Fidel Castaño emprendería una campaña contrainsurgente
en el nordeste antioqueño junto con su hermano Carlos.
Al
comienzo los Castaño fueron informantes del ejército. “Como guías del ejército,
les empezamos a mostrar quiénes apoyaban a las Farc, dónde guardaban la
munición, en qué lugar dormían los guerrilleros. En esa época posaban de
civiles y guardaban el fusil en las casas... Con nuestros datos los capturaban
y algunos lograron ser procesados”, explicó Carlos Castaño en su libro. A los
que no lograban hacer procesar, estos pistoleros vengadores simplemente los
abaleaban. Los medios de la época registraron que apenas entre 1982 y 1983
fueron asesinadas o desaparecidas más de 35 personas en los municipios vecinos
de Remedios, Segovia y Amalfi, el pueblo natal de los Castaño, como producto de
esta alianza entre “un tal Fidel Castaño” y el capitán Valbuena, comandante de
contraguerrilla del Batallón Bomboná, relación que se prolongó por varias
décadas y que fue comprobada judicialmente. La justicia, entre otras cosas, le
atribuyó a Fidel la masacre de Segovia.
Segovia
interesaba a los distintos bandos por su valor estratégico: era un corredor
hacia el Magdalena Medio y el Bajo Cauca y una fuente de riqueza por las minas
de oro y plata y por el oleoducto que atraviesa la región. Pero este municipio,
cuna del Partido Comunista en Antioquia, contaba por tradición con un sólido
movimiento social, campesino y sindical en medio del cual el trabajo político
de la Unión Patriótica floreció, y nada, ni los asesinatos selectivos de los
líderes ni las masacres brutales cometidas durante los años ochenta y
principios de los noventa, había sido suficiente para arrebatarle Segovia a la
izquierda. Sin embargo, las guerrillas, fortalecidas durante esas dos décadas,
comenzaron a perder popularidad desde mediados de los noventa por los abusos
cometidos contra la población. Como estaban paranoicos por la avanzada de los
paramilitares, veían infiltrados en cada cara desconocida. El ELN mató a
cuanto inspector de policía llegó al nordeste antioqueño por esa época; también
mataron a decenas de evangélicos, prostitutas y comerciantes que llegaron a
Segovia atraídos por la bonanza minera.
Sin
embargo, la tragedia de Machuca, ocurrida el 18 de octubre de 1998, fue la
estocada final que les dio a los paramilitares el control definitivo de la
región. A la medianoche de ese domingo, los guerrilleros del ELN
dinamitaron un tramo del Oleoducto Central en jurisdicción de Segovia, dentro
de su campaña contra la infraestructura petrolera de las multinacionales. En
seis minutos el petróleo y el gas derramados bajaron por una ladera, avanzaron
por el río Pocuné y llegaron al caserío minero de Machuca en la otra orilla,
donde la mayoría de los campesinos dormía. El lugar no contaba con luz
eléctrica y seguramente alguno tenía prendida una hoguera para iluminarse o
cocinar. Los gases del combustible entraron en contacto con el fuego y
desataron una conflagración que envolvió las 64 casas del corregimiento,
provocando una de las peores tragedias del país. Murieron carbonizadas 84
personas, 36 de ellas menores de edad. Otras 30 quedaron gravemente heridas.
En
un principio, el Comando Central del ELN culpó al ejército de haberle
prendido fuego al derrame de petróleo, pero ante la reacción indignada de la
población, varias semanas después se vio forzado a reconocer su error a regañadientes.
En una entrevista de prensa, Nicolás Bautista, alias “Gabino”, dijo que
el ELN había sancionado a los responsables aunque no explicó cómo. En
cualquier caso, el castigo no fue ejemplar pues el grupo siguió plantando
explosivos en oleoductos cercanos a poblaciones civiles, y el otro líder eleno,
“Antonio García”, reconoció luego que la pena impuesta a los culpables había
sido una amonestación para que tuvieran más cuidado la próxima vez.
Ni
él ni Gabino anticiparon lo caro que pagarían su soberbia. El cinismo de los
líderes frente al trágico error de Machuca, donde murieron incluso familiares
de los guerrilleros culpables del ataque, empeoró la ya frágil situación en la
que se encontraba el ELN en el nordeste antioqueño tras las masacres
cometidas por los paramilitares contra su base social. Segovia jamás los
perdonó, y los apoyos con los que aún contaban les voltearon la espalda. Para
finales del 2000 el pueblo había cambiado definitivamente de manos.
Dos años después
Un
video del sepelio de las autodefensas del Bloque Metro asesinadas por los
militares bajo el mando del teniente Velandia en agosto de 2002, enviado por
Doble Cero a los medios de comunicación, era la prueba más contundente de las
nuevas lealtades de los segovienses.
En
la primera toma aparecen los Galil y las balas incautados a las autodefensas
perfectamente alineados en un plástico verde. A su lado, los cadáveres de los
muchachos muertos se amontonan unos sobre otros en la greda de la carretera.
Algunos están con los ojos abiertos, asustados. Otros tienen las caras y los
cuerpos destrozados por las granadas. Las moscas se deleitan.
En
la segunda imagen aparecen los féretros sostenidos sobre sillas en una sala
comunal; están abiertos. Los niños recorren el salón, mirando la cara de los
muertos.
Tercera
toma: el alcalde Alberth José Rodríguez lee un emotivo discurso. Desde un
atril, les habla a las familias de los deudos y a los periodistas que llegaron
en un vuelo chárter fletado por la Alcaldía de Segovia desde Medellín para que
“le cuenten al mundo cómo a estos jóvenes los asesinaron dentro de un camión y
no en combate”. Repite varias veces: “El ejército que tanto queremos se
equivocó”.
En
la cuarta toma suena la canción de Roberto Carlos: “Tú eres mi hermano del alma
realmente el amigo/ que en todo camino y jornada está siempre conmigo/ aunque
eres un hombre aún tienes alma de niño/ aquel que me da su amistad, su respeto
y cariño”. Con la música de fondo, desfilan los veinte ataúdes envueltos en la
bandera tricolor a lo largo de una calle de honor formada por mujeres
elegantemente vestidas con minifalda negra y blusa blanca. Dos carros
mortuorios tocan la sirena y una multitud ondea banderitas blancas de papel y
pancartas; exigen un castigo para el teniente responsable de la masacre. La
banda toca una marcha fúnebre y todos caminan hacia la iglesia.
La
quinta toma es en la parroquia: el cura del pueblo y su monaguillo rocían los
féretros con agua bendita y esparcen abundante incienso. “Dios es el único que
puede dar la vida y el único que la puede quitar”, predica el padre desde su
púlpito. Los jóvenes paramilitares escuchan el sermón en la primera fila, con
los brazos cruzados, y bajan piadosos los ojos.
Sexta
toma: desde los balcones una gente fisgonea, otros se agolpan en las tiendas y
otros más participan en la marcha fúnebre. Cuando suena por un altoparlante un
narcocorrido en honor de los muertos, todos guardan silencio: “Estoy metido en
la mafia./ Prefiero un cementerio aquí en Colombia/ y no una cárcel en Estados
Unidos”, dice la canción, y nadie parece sorprenderse con la letra. La fila de
féretros se extiende varios metros y avanza hacia el cementerio detrás de la
banda municipal. Los músicos repican sus tambores y los triángulos por la larga
Calle de la Reina, precisamente la misma calle donde catorce años atrás las
auto-defensas acribillaron a decenas de personas en noviembre de 1988.
En
la penúltima toma se ve el cementerio. El alcalde repite su discurso con la
ayuda de un megáfono e invita a la gente a gritar tres veces que no asciendan
al subteniente que mató a “estos jóvenes que, cansados de la atrocidad,
decidieron autodefenderse y defender a la comunidad de Segovia”. La gente
grita: “no lo asciendan, no lo asciendan, no lo asciendan”. Los jóvenes son
enterrados en medio del llanto de algunas mujeres, seguramente mamás, hermanas
y esposas.
Toma
final:Luis Eduardo Uribe, director ejecutivo de la Asociación de Concejos del
Nordeste (Asocona), pide a la gente devolver las banderas.
Octubre
de 2002
Llegué
a Segovia en la primera semana de oc-tubre de 2002. Arcesio, el taxista que me
re-cogió en el aeropuerto de Otú, entre Segovia y Remedios, había asistido al
sepelio y confirmó que había sido apoteósico. “Se lo merecían”, me dijo este
joven alegre y despierto de 24 años, quien hablaba con orgullo sobre cómo las
autodefensas “hacían valer la ley” en Segovia. Para darme un ejemplo, me contó
que hacía dos días los paramilitares habían matado a los ladrones responsables
del robo de unos electrodomésticos en un almacén del parque principal. Las
pesquisas habían tardado un día hasta dar con uno de los culpables, el cual,
sometido a torturas, reveló el nombre y el paradero de sus cómplices. “En menos
de cuatro horas ya estaban muertos los tres delincuentes”, me dijo Arcesio,
descrestado con la efectividad de los justicieros locales.
Le
pregunté si no le parecía un poco extremo aplicar la pena de muerte por un
delito considerado excarcelable en el Código Penal. “¿Usted es como comunista,
o qué?”, me escrutó por el espejo retrovisor. “Aquí el que no vive para servir,
no sirve para vivir”, agregó Arcesio, repitiendo el lema favorito de las
autodefensas. Lo escriben en cartulinas de colores y lo pegan en los troncos de
los árboles de los pueblos dominados por ellos. A Arcesio —como a la mayoría de
segovienses con quienes hablé después— le parecía que gracias a las acciones
contundentes de las autodefensas las tiendas permanecían abiertas hasta altas
horas de la noche sin temor a un robo, la gente pagaba las deudas cumplidamente
y los muchachos no metían vicio. “Aquí no hay vagos”, dijo. Era verdad. En
Segovia los vagos pagaban su haraganería con la vida. O se volvían
paramilitares.
Aunque
de la bonanza de oro de los años ochenta, cuando Segovia producía más de la
mitad del oro del país, ya no quedaba sino el recuerdo, pues para encontrar el
oro que queda se necesitaría de maquinaria pesada y de grandes y riesgosas
inversiones que por ahora nadie parece dispuesto a hacer, el pueblo aún
palpitaba a un ritmo frenético: los hombres con el carriel terciado, la
corrosca y la toalla al hombro exhibían sus refulgentes cadenas doradas
mientras hablaban de negocios en corrillos. Decenas de lustrabotas, chanceros y
vendedores de tinto, quizás aventureros que llegaron en otra época a Segovia
con la ilusión de encontrar el cada vez más esquivo castellano de oro,
deambulaban por el casco urbano con sus talonarios y termos bajo el sobaco. La
música estridente de las cantinas competía con el ruido ensordecedor de las
motocicletas. Parecía como si cada segoviense tuviera por lo menos una. Sin
embargo, el caos era sólo aparente. Debajo subyacía el orden paramilitar.
Me alojé en un hotel
cerca de la Alcaldía para reducir el riesgo de morir atropellada por las
motocicletas que circulaban a toda velocidad. El alcalde me esperaba en el
palacio municipal, un edificio construido en mármol gris, que lo convertía al
parecer en el único lugar fresco en Segovia. En su pequeña y oscura oficina,
rodeado de imágenes de la Virgen, el alcalde me contó básicamente lo que ya
había visto en el video. Era un político experimentado de unos 32 años,
fornido, moreno, con bigote negro y manos anchas. Cuidaba sus palabras al
hablar. Sólo añadió que el coronel del batallón era muy derecho, a diferencia
del teniente Velandia, “un torcido”. Le pregunté si tendría una mejor opinión
del militar si hubiera emboscado a la guerrilla y no a las autodefensas. Se
tomó su tiempo para responder, intentando calibrar de qué lado estaba yo. “El
ejército no respetó el límite de la guerra. Estos jóvenes no tenían por qué
morir”, me respondió, dando por terminada nuestra reunión.
Cuando
estábamos a punto de despedirnos, me informó, como si eso se esperara de un
buen alcalde, que su secretario de Gobierno me llevaría en su moto a hablar con
el jefe paramilitar. “La entrevista ya está arreglada”, me dijo, orgulloso de
su diligencia. Se lo agradecí pero le dije que los buscaría por mi cuenta para
no involucrarlo. Él insistió, y en menos de cinco minutos ya estaba abrazada de
la protuberante barriga del secretario de Gobierno, esquivando las motocicletas
que arremetían como dementes contra nosotros.
La
sede urbana de los paras quedaba encima de un granero, a unas cuantas cuadras
de la Alcaldía. El secretario de Gobierno me presentó a “Óscar”, el vocero del
grupo, y me dijo que se quedaría tomando tinto con los muchachos mientras yo lo
entrevistaba. Las caras me eran conocidas. Eran los mismos jóvenes que en el
video aparecían en la primera fila del funeral. Vestidos de civil, con anteojos
oscuros y sin armas a la vista, ahora vigilaban la calle recostados en sus
lujosas camionetas. Entendí por qué Arcesio los admiraba tanto: parecían más
felices, habían coronado. No necesitaban ni siquiera exhibir sus armas; la
gente sabía que las usarían ante la más leve infracción de su ley.
Óscar,
con tan sólo 24 años, llevaba casi la mitad de la vida en la guerra. Nacido en
Segovia, a los 13 años se volvió guerrillero del ELN, organización en la que
militó durante siete años. Era el destino más probable para un muchacho del
nordeste antioqueño, pobre como él. Un grupo del ELN comandado por el cura
español Manuel Pérez, que sobrevivió a la derrota de la Operación Anorí en
los años setenta, se quedó en el nordeste antioqueño tratando de levantar a
esta guerrilla de orientación castrista desde sus cenizas. Su compenetración
con el movimiento social de Segovia les dio gran poder, hasta cuando
irrumpieron las autodefensas a finales de los años ochenta. En vez de combatir
a los frentes armados del ELN, los paramilitares de los Castaño se dedicaron a
asesinar a los líderes políticos y sociales cercanos a la guerrilla, con lo
cual ésta se fue quedando sin apoyos urbanos y también sin combatientes, pues
muchos como Óscar cambiaron de bando sin ningún problema. “Eran más duros”, me
dijo con pragmatismo este joven flacuchento y bajito, con corte chúler, estilo
militar y ojos rojos afectados por pterigio.
Sentados
en sendas sillas de plástico Rimax en un cuarto vacío en el segundo piso del
granero, Óscar me dijo que había conocido al teniente Velandia en julio durante
una requisa en la Calle Real, una de las principales de Segovia, cuando el
teniente lo detuvo y le decomisó su pistola nueve milímetros. Óscar le protestó
al teniente hasta que Velandia prometió devolverle el arma al día siguiente.
Cuando lo buscó temprano en la mañana en el batallón, el militar supuestamente
aprovechó para hacerle la propuesta indecente: trabajar juntos para desterrar
definitivamente a la guerrilla de Segovia.
Óscar
consultó la propuesta con “Pantera”, el jefe paramilitar de Segovia, y al día
siguiente visitaron juntos al teniente Velandia para acordar los términos de la
alianza. Pantera, un antioqueño acuerpado de 30 años, de 1,85 metros de
estatura y también con un pasado guerrillero en las filas del ELN, le entregó
al teniente un radio y la frecuencia a través de la cual él los mantendría
informados sobre los movimientos del ejército. También acordaron supuestamente
su primera acción conjunta.
“En
esos días el ejército capturó a Vicente y a tres civiles, pero tuvieron que
soltarlos por vencimiento de términos. El teniente nos pidió que lo
ayudáramos”, contó Óscar, explicándome que Vicente era un bandido que
extorsionaba a los madereros de Cañaveral, una vereda de Segovia. “Montamos
observatorio en el parque y les hicimos seguimiento desde que los soltaron. Los
capturamos a las cuatro cuadras del batallón. Ese hombre (Vicente) no tenía espíritu
de nada, no hablaba con ideas claras. Entonces decidimos ajusticiarlo. Lo
llevamos al Aporriao y cuando ya habíamos ajusticiado al hombre, le hicimos
señas al teniente en el retén, que sin novedad”.
La
cooperación con el teniente, según Óscar, se volvió habitual. Unos días después
del asesinato de Vicente, Velandia supuestamente les pidió el favor de allanar
una casa en el barrio Veinte de Julio donde al parecer unos guerrilleros
escondían pipetas de gas. El teniente no podía hacerlo con sus hombres, pues
los militares necesitaban una orden judicial para registrar domicilios,
interceptar comunicaciones, levantar cadáveres o detener a un sospechoso.
Solicitar el permiso al fiscal de Segovia les tomaría unos cuantos minutos,
pero con frecuencia los militares sospechan de los fiscales de los pueblos bajo
influencia guerrillera. Temen que estén infiltrados y alerten a los
guerrilleros. Los paramilitares, en cambio, son expeditos. Por ejemplo, según
Óscar, tan pronto Pantera recibió el mensaje de Velandia, esa misma noche
delegó en sus hombres el trabajo sucio del teniente: en la madrugada las
autodefensas irrumpieron en la casa señalada y asesinaron al señor que dormía
solo en la vivienda. No encontraron las pipetas, pero sí un revólver por todo
botín de la incursión. “Comenzamos a crear confianza, ya el teniente nos
saludaba en la calle”, me contó Óscar.
Con
frecuencia las alianzas entre paramilitares y oficiales del ejército se forjan
en el terreno: un teniente o un capitán quiere mostrar resultados a sus
superiores sin arriesgar la vida de sus hombres y sin empapelarse con
investigaciones de la Procuraduría. Un jefe paramilitar ofrece sus servicios a
cambio de inteligencia militar y armas para sus hombres. El enemigo, al fin y
al cabo, es el mismo. Ambos ganan en el corto plazo: las violaciones de
derechos humanos por parte de las fuerzas armadas bajan casi en la misma
proporción en que suben las de las autodefensas, como ha venido sucediendo en
los últimos años. En el largo plazo, la relación se vuelve más complicada, pues
los paramilitares terminan acumulando tanto poder que un día es el jefe de las
autodefensas quien pone a su servicio al teniente del batallón.
Una operación conjunta
El
viernes 9 de agosto a las dos de la tarde, Óscar, “Risitas” y el comandante
Pantera se reunieron de nuevo con Velandia. El teniente su-puestamente les
informó que se había entera-do del alistamiento de una columna de las Farc en
el Alto del Bagre para atacar la base militar o el campamento paramilitar a
unos minutos de la cabecera de Segovia. Necesitaba nuevamente de su
colaboración. “Cuadramos, entonces, la operación en conjunto. Él nos quitaría
el retén del Alto de los Patios. Nosotros bajábamos en camión hasta la vereda
Aporriao y caminábamos hasta Juan Brand, donde nos encontraríamos con él para
atacar a la guerrilla”, contó el joven del incipiente pterigio. “En el retén yo
le hacía cambio de luces y pitaba dos veces. Así la tropa no pensaba que había
nada raro”.
Óscar
dice que esa noche a las ocho y diez cruzó en la moto e hizo el santo y seña.
Detrás pasó el camión con sus 36 compañeros rumbo a la vereda Cañaveral en
dirección al municipio de El Bagre. A los pocos minutos oyó los disparos y se
devolvió para averiguar si se habían topado con la guerrilla. “Fue cuando me
encontré con los soldados. Me dijeron: ‘¿Adónde va? No ve que mi teniente se
les torció por buscar un ascenso o la ida al Sinaí’ ”. Esos mismos soldados
supuestamente le contaron cómo el subteniente los había amenazado con negarle
la libreta militar a quien no disparara.
“No
le auguro un buen futuro a ese teniente”, afirmó Óscar, sin cambiar la
entonación. Se me puso la piel de gallina. Era una sentencia de muerte.
La
versión de muchos segovienses con quienes hablé coincidía con la de Óscar. Era
palpable el desprecio hacia los soldados, a quienes consideraban unos cobardes.
Busqué entonces a la fiscal de Segovia, pensando que quizás ella me ayudaría a
armar el rompecabezas. Sólo me recibió después de insistirle varias veces.
Era
una antioqueña de unos 45 años, con cintura de avispa. Su vestido convencional
y muy femenino, de flores hasta debajo de la rodilla, ocultaba un carácter
fuerte y un coraje desbordado. De entrada me aclaró que respetando la reserva
del sumario era como había sobrevivido en Segovia en su peligroso cargo
judicial, y por eso prefería no hablar del caso. Cuando insistí se limitó a
criticar la obsesión mediática de los militares, quienes ese día se esmeraron
en arreglar para los periodistas las armas y el material de guerra incautado,
mientras al lado los cuerpos arrumados de los paramilitares se descomponían
sobre la sangre ya seca. “El hedor de los cadáveres era insoportable”, me dijo
indignada. Pero los soldados no permitían a los funcionarios judiciales iniciar
el levantamiento porque los medios aún no habían grabado las poderosas imágenes
que respaldan los partes victoriosos de los generales. El subteniente Velandia
también se negó a hablar con los medios, así como los soldados del batallón.
Para
reconstruir los hechos me tocó entonces recurrir al expediente judicial donde
estaban consignadas todas las versiones bajo la gravedad del juramento. Como
era de esperarse, no coincidían. Aunque el general Martín Orlando Carreño, entonces
comandante de la Segunda División del ejército, había dicho a los medios que
“las tropas dieron de baja a las autodefensas en combate” y que “laOperación
Tormenta fue el resultado de varios meses de ardua labor de
inteligencia”, su subalterno y responsable directo de los hechos, el
subteniente Jairo Fidel Velandia, de 26 años, comandante de contraguerrilla
Francia 2 del Batallón Especial Energético y Vial n° 8 de Segovia, juró al
fiscal todo lo contrario. Según su declaración, “laOperación Tormenta se
planeó veinte o quince minutos antes del momento del fuego cruzado con base en
información suministrada por unos mineros”.
Esta
versión fue a su vez desmentida por Jorge Mario Benjumea, uno de los
paramilitares sobrevivientes. Desde su cama de convaleciente en el Hospital
General de Medellín declaró: “Ese día por la tarde el comandante Pantera habló
con el teniente Velandia sobre la operación que se iba a hacer en la noche.
Nosotros íbamos a pasar a enfrentarnos con una guerrilla que estaba entre el
Aporriao y el río. Las autodefensas iban y combatían con la guerrilla y lo que
recuperaran lo partían con el ejército. Eso ya estaba coordinado como en muchas
ocasiones que se operó con el ejército. Nosotros dábamos las bajas y el
ejército las recuperaba para darse crédito”.
Igual
de contradictorias fueron las versiones sobre la emboscada. Según el teniente
Velandia, él tomó la decisión de esperar que el vehículo se acercara un poco
más para lanzar la proclama: “Alto, somos tropas del ejército, detengan el
vehículo”. “Estas personas hicieron caso omiso a mi orden y fui recibido con
fuego por parte de las personas que se encontraban dentro del camión. De igual
manera, mi contraguerrilla Francia 2 procedió a abrir fuego contra el personal
que se encontraba en el camión y que estaba desembarcando y disparando hacia la
tropa”.
Julio
Alexander Zapata, otro paramilitar sobreviviente, recuerda algo muy diferente.
“El camión se detuvo y nos demoramos un momentico ahí y cuando empezamos a
bajar decían: ‘pase p’acá, hágase contra el barranco’ ”. Cuando iban a empezar
a bajar, “ahí mismito se oyeron unas ráfagas de fusil y cuando me iba a tirar
empezaron a tirar granadas... Empezaron a decir: ‘mátenlos a todos’ ”, contó el
atlético trigueño de 19 años, tatuado con una cruz en el hombro y unas
iniciales en la mano. Llevaba un mes de militancia en las AUC cuando fue
herido en la espalda y en las nalgas.
¿Quién
mentía? Probablemente todos.
Fui
hasta el deshuesadero donde estaba el camión para verificar las versiones.
“Quedó como un queso”, me susurró Arcesio al descubrir el Dodge rojo: la carpa
estaba completamente perforada por los cuatro costados y por el techo. Viendo
el camión agujereado por todos los costados, era fácil darse cuenta de que el
teniente Velandia faltaba a la verdad cuando decía que “la carpa del camión, en
sus partes laterales, iba descolgada y en su parte frontal iba corrida como si
se tratase de una cortina y se encontraba personal asomando y sacando los
fusiles por la parte delantera”. Pero también había mentido Óscar, cuando contó
a los medios cómo las autodefensas habían muerto con las manos en la cabeza y
de un tiro de gracia dado en la carretera. Según el acta de levantamiento de
los cadáveres, en el camión había pedazos de hueso de cráneo y chorreaba
sangre. En la carretera, en cambio, había muy poca. La fiscal concluyó que,
salvo los primeros siete que alcanzaron a bajarse del vehículo, los demás
hombres murieron acribillados dentro del camión y a oscuras.
El testimonio de Luis
Eduardo Uribe, quien sale en la toma final del video del sepelio, confirmaba
esta hipótesis. Uribe es el director ejecutivo de la Asociación de Concejos del
Nordeste (Asocona), organización sin ánimo de lucro que asumió el pago de los
féretros de los paramilitares, repartió las banderas a los segovienses y
coordinó la organización del apoteósico funeral. Se trata de un hombre mayor,
educado, moreno y con labios gruesos. En su discurso durante el funeral fue
enfático en hacer recaer la culpa enteramente sobre el teniente Velandia y no
en el ejército. Prueba de ello, dijo, fueron las excusas del coronel del
batallón, quien lamentó lo sucedido. Cuando lo entrevisté sobre su protagonismo
durante el funeral, Uribe negó pertenecer a las autodefensas aunque reconoció
que con su incursión en Segovia el pueblo había recuperado la tranquilidad. Le
parecía normal haber sufragado los gastos del entierro. “Eran muchachos de
Segovia y merecían ser enterrados como seres humanos”, me explicó.
Uribe
fue el primero en llegar esa noche al Alto de los Patios. Arribó en un taxi
minutos después de haber cesado la balacera y encontró el lugar desolado. El
silencio era absoluto, y no había ninguna señal del ejército. Alumbrando con
una linterna prestada por un campesino, se acercó al camión donde yacían todos
los muchachos, salvo los ocho que se habían tirado a la carretera. “La gente
empezó a pedir auxilio, a pedir agua, que no los dejáramos morir, que les quitáramos
las botas, que les sacaran las billeteras”. En la parte de atrás del camión,
Uribe encontró a un joven vivo a punto de asfixiarse debajo de varios
compañeros muertos. “Para poderlo sacar movimos todos los cadáveres”, lo cual
explica por qué estaban todos arrumados. En ese instante llegaron las
ambulancias del municipio a evacuar a los heridos. Sólo 45 minutos después
llegó el ejército. El director de Asocona juró ante la Fiscalía que al
abandonar los cadáveres bajo custodia de los soldados, éstos tenían dinero en
sus billeteras porque el día anterior les habían pagado. Cuando la fiscal y la
procuradora hicieron el levantamiento a la mañana siguiente, las carteras de
los difuntos estaban vacías.
Por
un ascenso
Entre
la gente de Segovia corrían varios rumo-res sobre las posibles motivaciones del
sub- teniente para actuar de la forma en que actuó. La hipótesis más fuerte era
que quería un ascenso. “Espero una felicitación por el esfuerzo del
trabajo realizado por mí y mis hombres en el folio de vida y que, de pronto,
años después me tengan en cuenta para comandar algún batallón”, respondió el
propio Velandia a la justicia militar cuando el fiscal le preguntó qué
recompensa esperaba por la Operación Tormenta.
Algunos
paramilitares del Bloque Metro, en cambio, consideraban a Velandia un mero
idiota útil de jefes de las AUC interesados en castigar a Doble Cero por
su disidencia y su rechazo a entrar de lleno en el narcotráfico. Para ellos la
emboscada era una pequeña muestra de lo que le podría suceder en el futuro a
Rodrigo Franco (de hecho, le sucedió: su bloque fue exterminado por
las AUC y él fue asesinado el 28 de mayo de 2004, unas semanas después de
denunciar la desaparición de Carlos Castaño y su probable asesinato) si no
revaluaba su decisión de marginarse de la recientemente anunciada mesa de
negociación con el gobierno.
La
verdad del episodio quizás nunca se sabrá. En cambio no hay duda de la rapidez
con que la alianza entre militares del batallón y las autodefensas se
recompuso. Uno de los soldados que se encontraba en la base cuando fui a buscar
la versión del batallón me llamó por teléfono al hotel esa noche. Con gran
confidencialidad me contó cómo al día siguiente de la emboscada sus superiores
lo mandaron a él y a otros soldados regulares a devolverles a los paramilitares
sobrevivientes las armas incautadas. “Andan muy subiditos esos manes. Estamos
asustados”, me dijo el soldado, un tolimense de 18 años quien conservaba ya
muy pocas ilusiones respecto al ejército.
En
el vuelo en avioneta desde Segovia hacia Medellín me fui meditando sobre las
historias de los paramilitares sobrevivientes en este episodio. Dicen mucho
sobre la precariedad de esta guerra. Franklin Alexander Muñoz, un moreno
musculoso, motilado al estilo soldado y de nariz grande aguileña, estudió hasta
tercero de primaria y abandonó a su familia de nueve hermanos en el
corregimiento de Sofía (Antioquia) para ir a probar suerte en las minas de oro
de Segovia. A pocas horas de llegar al pueblo, las autodefensas lo detuvieron
durante tres días para investigar su procedencia, como suelen detener a
cualquier extraño en la zona. Como nadie había oído mencionar su nombre,
sospecharon de él. “Me lavaron el cerebro para que me quedara allá. Entonces,
para no devolverme para la casa porque de pronto me mataba la guerrilla, me
quedé en las autodefensas”, le explicó a la fiscal que lo mandó a la cárcel de
Bellavista, en Medellín, una vez se recuperó de sus heridas.
Benjumea,
alias “Loro”, había sido sacado a la fuerza de la vereda Campo Alegre en julio
y llevado al campamento de las autodefensas a unos veinte minutos del casco
urbano de Segovia. Pantera lo amarró a un árbol como castigo por consumir
marihuana. “Estaban esperando una orden para ver si me mataban o qué hacían
conmigo”, declaró Benjumea. A él sólo lo desamarraba Pantera para hacerlo
cargar los morrales con los medicamentos y la comida.
La
historia de Fabián Jaramillo era similar a la de Benjumea. Este antioqueño de
22 años, hijo de mineros de Remedios, también estudió sólo hasta tercero de
primaria. Trabajaba en un taller de carrocerías para camiones cuando las
autodefensas lo sacaron amarrado a principios de año porque era adicto a la
marihuana. “Me sacaron los paracos y me llevaron hasta un punto que le dicen La
Brava y allá me dejaron amaneciendo. Al otro día llegó un cucho a hablar
conmigo y me dijo que o trabajaba con ellos o me mataban ahí. Para que no me
mataran, me quedé trabajando con ellos. Me dijeron que iba a ganar 200.000
pesos pero a mí nunca me dieron sueldo”, dijo este muchacho de bozo incipiente
y cejas pobladas, cuyo alias en las autodefensas era “Pinocho”.
Es
la ironía del conflicto: Los Pinocho, los Loro y los Pantera pelean obligados o
por un sueldo miserable o por una cadena interminable de venganzas —rara vez
por un gran ideal— contra un Mono, un Manguera o un Puma. Si tienen suerte, son
enterrados como mártires, envueltos en la bandera de Colombia y perfumados con
incienso en un pomposo funeral coreografiado para los medios.
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