sábado, 1 de marzo de 2014

"LAS TRAICIONES DE SEGOVIA" TRATANDO DE ENTENDER EL ¿POR QUE? DE ESTA GUERRA. (31)


Nota del Editor: transcribimos este articulo de la periodista colombiana Juanita León, fiel reflejo de dos momentos trágicos de la convulsionada historia del nordeste Antioqueño, entre otras cosas por que retrata  el instante exacto en el que se inauguró  con sangre el periodo de la "seguridad democrática" en Colombia, con el mayor "falso positivo" de la historia.

Las traiciones de Segovia

POR: Juanita León

Como Barranca, como Urabá, como el Magdalena Medio, el municipio de Segovia ha pasado del rojo intenso al azul paramilitar en medio de convulsiones y contubernios políticos, sociales y militares que nadie hubiera previsto apenas diez años atrás.

revista El Malpensante N° 57 Colombia.

Septiembre - Octubre de 2004
Cuando el jefe paramilitar del Bloque Metro, Rodrigo Franco, alias “Doble Cero”, denunció públicamente en agosto de 2002 a sus amigos militares de Segovia, Antioquia, por haberlo traicionado, muchos colombianos renuentes a creer en la existencia de alianzas entre las auto-defensas y miembros del ejército finalmente creyeron.
Que la denuncia fuera hecha precisamente por Doble Cero le otorgaba mayor credibilidad, porque Rodrigo Franco era el paramilitar de mostrar, el “comandante de las causas perdidas”, como lo bautizó el corresponsal estadouniden­se Scott Wilson en un artículo publicadoenThe Wash­ington Post. Doble Cero no estaba involucrado en el narco­trá­fico, era un hombre educado y no hacía alarde de la vio­len­cia aunque la ejercía sin piedad. Parecía un hombre sensato. Nacido en Medellín en 1965, se educó en el tradicional colegio jesuita de San Ignacio. Fue teniente del ejército en la década de los ochenta y sirvió en el Magdalena Medio, donde se hizo conocer por sus tácticas contrainsur­gentes poco convencionales e ilegales. Éstas empañaron su carrera militar hasta que en 1989 se retiró de las Fuerzas Armadas y —como otros cientos de oficiales— se fue a trabajar con Fidel Castaño, en un principio como escolta. Gracias a su entrenamiento militar, Doble Cero ascendió en la organización, convirtiéndose en una pieza clave para la consolidación de las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá y en amigo personal de Carlos Castaño.

Muchas cosas lo unieron al jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) hasta cuando ambos fueron asesinados por sus ex compañeros con pocos días de diferencia. Castaño, el 16 de abril de 2004; Doble Cero, el 28 de mayo. Pero una cosa los separaba: el narcotráfico. Castaño consideraba que éste era un mal necesario para financiar la guerra contra la guerrilla, mientras que Doble Cero estaba convencido de que el negocio de las drogas perjudicaba la cruzada contra las Farc, corrompía el movimiento, lo traquetizaba. Su opinión era minoritaria dentro de las AUC, y también incómoda, lo cual obligó a Doble Cero a retirar a sus 1.500 com­ba­tientes del Bloque Metro de la confederación para­mi­litar en septiembre de 2002.

Antes de llegar a esa decisión ocurrieron sucesos importantes. Cuando faltaba un mes para su retiro de la confederación paramilitar, Doble Cero reveló en un comunicado de mediados de agosto de 2002 que una patrulla del ejército al mando del subteniente Jairo Velandia Espitia había asesinado el 9 de agosto a veinticuatro combatientes suyos en es­tado de indefensión en las afueras del casco urbano de Se­govia, tras citarlos para coordinar un ataque conjunto contra una columna de las Farc. Su denuncia —ignorada por los medios, que en ese momento estaban concentrados en los aten­tados terroristas cometidos por las Farc durante la posesión del presidente Álvaro Uribe en Bogotá el 7 de agosto— ponía en entredicho al general Martín Orlando Carre­ño. El hoy comandante del ejército dirigía en ese entonces la Segunda División y era considerado un oficial tropero y aguerrido con una importante carrera militar por delante. El 10 de agosto había aparecido en una rueda de prensa presentando el operativo de Segovia como una victoria histórica del ejército contra los paramilitares, resultado de “varios meses de una ardua labor de inteligencia”.

Los medios colombianos dejaron pasar el incidente y la denuncia de Doble Cero hasta que Scott Wilson, corresponsal estadounidense delWashington Post, publicó el 18 de septiembre la versión de que los paramilitares habían sido engañados y emboscados en Segovia. En su nota, Wilson seña­ló la coincidencia y conveniencia de este aparente triunfo militar con la certificación anual en derechos humanos realizada en esas fechas por el gobierno de Estados Unidos. LaOperación Tormenta, como la bautizó el general Carreño, era muy útil para despejar cualquier duda sobre el compromiso —tantas veces cuestionado— del ejército en su lucha contra los paramilitares y para asegurar la asistencia militar por 1.300 millones de dólares, objetoen ese momento de debate en el Congreso estadounidense.

La ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez, y el vice­pre­sidente, Francisco Santos, salieron de inmediato a desca­lificar públicamente el artículo del Post. Pero ya era demasia­do tarde. El Tiempo publicó al día siguiente el escalofriante testimonio de uno de los paramilitares emboscados, quien supuestamente había entablado la relación con el subte­niente Velandia, y Doble Cero concedió sendas entrevistas a medios nacionales e internacionales en las cuales describió en de­talle la alianza de los paramilitares con los militares en Se­govia. El incidente se convirtió en una auténtica pesadilla para el gobierno, porque aunque la larga connivencia entre autodefensas y militares o policías es evidente desde hace varios años en algunas regiones, la élite en Bogotá ya no pudo seguir negando la alianza, una vez lo escuchó directamente de boca del paramilitar. La confesión de un criminal es irrebatible.


La increíble metamorfosis de Segovia

Segovia es un municipio minero de 32.000 habitantes situado 200 kilómetros al nororiente de Medellín. Su metamorfosis es un ejemplo de las rápidas mutaciones que han venido sufriendo ciertas regiones de Colombia, donde más agudo ha sido el conflicto. Mientras en los años ochenta el municipio fue víctima de cruentas represalias de paramilitares por ser uno de los más antiguos bastiones de la izquierda en el occidente del país, ahora el pueblo en masa enterraba a sus antiguos victimarios como si fueran mártires de la patria.

Catorce años antes, el 11 de noviembre de 1988, tuvo lugar en Segovia una masacre que será siempre recordada como una de las más sanguinarias que se hayan cometido en el país. A las siete de la noche de ese viernes, hombres armados y vestidos de policías llegaron en camperos a la plaza principal del pueblo. Como a eso iban, apenas se bajaron empezaron a disparar indiscriminadamente y arrojaron granadas durante más de media hora contra los incautos que se encontraban en las tiendas del parque. Luego se desplazaron a la Calle de la Reina y a la Calle de las Madres, arranca­ron las puertas de las casas y asesinaron a presuntos militan­tes del ELN y a simpatizantes de la Unión Patriótica, contra quienes se querían vengar también por un reciente decomiso de ganado sin marcar de Fidel Castaño, ordenado por Rita Ivonne Tobón, la alcaldesa de ese partido. Al filo de la medianoche, 43 personas yacían muertas, entre ellas tres niños, y más de 50 estaban heridas de gravedad.

Casualmente —según les explicaron a los fiscales después—, los policías y soldados del Batallón Bomboná habían retirado esa misma tarde sus puestos de control usual­men­te instalados a la entrada del pueblo. La carnicería, atribuida inicialmente por los militares a la guerrilla, ocurrió en sus narices. ¿Pero ellos? Ellos no vieron ni oyeron nada.


Sólo a los militares los tomó por sorpresa la matanza, porque los demás habitantes de Segovia estaban advertidos. En las noches de zozobra que precedieron, por debajo de las puertas aparecieron panfletos del grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del Nordeste, llamado también “Los Realistas”, acusando de comunistas y guerrilleros a los segovienses por haber votado mayoritariamente en favor de los candidatos de la Unión Patriótica en las recientes elecciones de marzo de 1988. En los comicios, este partido político de izquierda, creado por las Farc en 1985 tras la ruptura de las negociaciones de paz con el gobierno de Belisario Betancur, quebró la hegemonía del Partido Liberal, pues obtuvo la Alcaldía de Segovia y siete de diez concejales.
Un gobierno local de izquierda constituía un obstáculo muy grande para los políticos tradicionales de Segovia, pero tenía un enemigo todavía peor: la familia Castaño. Para la época, Fidel Castaño era dueño de tierras, bares, billares, gallos de pelea y prostíbulos en el pueblo y hacía sus pinitos como narcotraficante. El secuestro del finquero paisa Jesús Antonio Castaño González, su papá, por parte de las Farc a principios de los años ochenta y su posterior asesinato en cautiverio convirtieron a Fidel, además, en un vengador implacable. En menos de un año él y sus hermanos mataron a todos los secuestradores de su padre menos a uno, pero aún así no saciaron su sed de venganza. “Cuando ya habíamos ejecutado a la mayoría de asesinos de mi padre, comenzamos a ser justicieros”, le confesó Carlos Castaño en su libro Mi confesión (2001) al periodista Mauricio Aranguren, quien le sirvió de escribano. En adelante, Fidel Castaño emprendería una campaña contrainsurgente en el nordeste antioqueño junto con su hermano Carlos.

Al comienzo los Castaño fueron informantes del ejército. “Como guías del ejército, les empezamos a mostrar quiénes apoyaban a las Farc, dónde guardaban la munición, en qué lugar dormían los guerrilleros. En esa época posaban de civiles y guardaban el fusil en las casas... Con nuestros datos los capturaban y algunos lograron ser procesados”, explicó Carlos Castaño en su libro. A los que no lograban hacer procesar, estos pistoleros vengadores simplemente los abaleaban. Los medios de la época registraron que apenas entre 1982 y 1983 fueron asesinadas o desaparecidas más de 35 personas en los municipios vecinos de Remedios, Segovia y Amalfi, el pueblo natal de los Castaño, como producto de esta alianza entre “un tal Fidel Castaño” y el capitán Val­buena, comandante de contraguerrilla del Batallón Bom­boná, relación que se prolongó por varias décadas y que fue comprobada judicialmente. La justicia, entre otras cosas, le atribuyó a Fidel la masacre de Segovia.

Segovia interesaba a los distintos bandos por su valor estratégico: era un corredor hacia el Magdalena Medio y el Bajo Cauca y una fuente de riqueza por las minas de oro y plata y por el oleoducto que atraviesa la región. Pero este municipio, cuna del Partido Comunista en Antioquia, contaba por tradición con un sólido movimiento social, campesino y sindical en medio del cual el trabajo político de la Unión Patriótica floreció, y nada, ni los asesinatos selectivos de los líderes ni las masacres brutales cometidas durante los años ochenta y principios de los noventa, había sido suficiente para arrebatarle Segovia a la izquierda. Sin embargo, las guerrillas, fortalecidas durante esas dos décadas, comenzaron a perder popularidad desde mediados de los noventa por los abusos cometidos contra la población. Como estaban paranoicos por la avanzada de los paramilitares, veían infiltrados en cada cara desconocida. El ELN mató a cuanto inspector de policía llegó al nordeste antioqueño por esa época; también mataron a decenas de evangélicos, prostitutas y comerciantes que llegaron a Segovia atraídos por la bonanza minera.

Sin embargo, la tragedia de Machuca, ocurrida el 18 de octubre de 1998, fue la estocada final que les dio a los para­militares el control definitivo de la región. A la medianoche de ese domingo, los guerrilleros del ELN dinamitaron un tramo del Oleoducto Central en jurisdicción de Segovia, dentro de su campaña contra la infraestructura petrolera de las multinacionales. En seis minutos el petróleo y el gas derramados bajaron por una ladera, avanzaron por el río Pocuné y llegaron al caserío minero de Machuca en la otra orilla, donde la mayoría de los campesinos dormía. El lugar no contaba con luz eléctrica y seguramente alguno tenía prendida una hoguera para iluminarse o cocinar. Los gases del combustible entraron en contacto con el fuego y desataron una conflagración que envolvió las 64 casas del co­rregimiento, provocando una de las peores tragedias del país. Murieron carbonizadas 84 personas, 36 de ellas menores de edad. Otras 30 quedaron gravemente heridas.

En un principio, el Comando Central del ELN culpó al ejército de haberle prendido fuego al derrame de petróleo, pero ante la reacción indignada de la población, varias semanas después se vio forzado a reconocer su error a rega­ñadientes. En una entrevista de prensa, Nicolás Bautista, alias “Gabino”, dijo que el ELN había sancionado a los responsables aunque no explicó cómo. En cualquier caso, el castigo no fue ejemplar pues el grupo siguió plantando explosivos en oleoductos cercanos a poblaciones civiles, y el otro líder eleno, “Antonio García”, reconoció luego que la pena impuesta a los culpables había sido una amonestación para que tuvieran más cuidado la próxima vez.

Ni él ni Gabino anticiparon lo caro que pagarían su soberbia. El cinismo de los líderes frente al trágico error de Machuca, donde murieron incluso familiares de los guerrilleros culpables del ataque, empeoró la ya frágil situación en la que se encontraba el ELN en el nordeste antio­queño tras las masacres cometidas por los paramilitares contra su base social. Segovia jamás los perdonó, y los apoyos con los que aún contaban les voltearon la espalda. Para finales del 2000 el pueblo había cambiado definitivamente de manos.


Dos años después
Un video del sepelio de las autodefensas del Bloque Metro asesinadas por los militares bajo el mando del teniente Ve­lan­dia en agosto de 2002, enviado por Doble Cero a los medios de comunicación, era la prueba más contundente de las nuevas lealtades de los segovienses.

En la primera toma aparecen los Galil y las balas incautados a las autodefensas perfectamente alineados en un plástico verde. A su lado, los cadáveres de los muchachos muertos se amontonan unos sobre otros en la greda de la carretera. Algunos están con los ojos abiertos, asustados. Otros tienen las caras y los cuerpos destrozados por las granadas. Las moscas se deleitan.

En la segunda imagen aparecen los féretros sostenidos sobre sillas en una sala comunal; están abiertos. Los niños recorren el salón, mirando la cara de los muertos.

Tercera toma: el alcalde Alberth José Rodríguez lee un emotivo discurso. Desde un atril, les habla a las familias de los deudos y a los periodistas que llegaron en un vuelo chárter fletado por la Alcaldía de Segovia desde Medellín para que “le cuenten al mundo cómo a estos jóvenes los asesinaron dentro de un camión y no en combate”. Repite varias veces: “El ejército que tanto queremos se equivocó”.

En la cuarta toma suena la canción de Roberto Carlos: “Tú eres mi hermano del alma realmente el amigo/ que en todo camino y jornada está siempre conmigo/ aunque eres un hombre aún tienes alma de niño/ aquel que me da su amistad, su respeto y cariño”. Con la música de fondo, desfilan los veinte ataúdes envueltos en la bandera tricolor a lo largo de una calle de honor formada por mujeres elegantemente vestidas con minifalda negra y blusa blanca. Dos carros mortuorios tocan la sirena y una multitud ondea banderitas blancas de papel y pancartas; exigen un castigo para el teniente responsable de la masacre. La banda toca una marcha fúnebre y todos caminan hacia la iglesia.

La quinta toma es en la parroquia: el cura del pueblo y su monaguillo rocían los féretros con agua bendita y esparcen abundante incienso. “Dios es el único que puede dar la vida y el único que la puede quitar”, predica el padre desde su púlpito. Los jóvenes paramilitares escuchan el sermón en la primera fila, con los brazos cruzados, y bajan piadosos los ojos.

Sexta toma: desde los balcones una gente fisgonea, otros se agolpan en las tiendas y otros más participan en la marcha fúnebre. Cuando suena por un altoparlante un narco­corrido en honor de los muertos, todos guardan silencio: “Estoy metido en la mafia./ Prefiero un cementerio aquí en Colombia/ y no una cárcel en Estados Unidos”, dice la canción, y nadie parece sorprenderse con la letra. La fila de féretros se extiende varios metros y avanza hacia el cementerio detrás de la banda municipal. Los músicos repican sus tambores y los triángulos por la larga Calle de la Reina, precisamente la misma calle donde catorce años atrás las auto-defensas acribillaron a decenas de personas en noviembre de 1988.

En la penúltima toma se ve el cementerio. El alcalde repite su discurso con la ayuda de un megáfono e invita a la gente a gritar tres veces que no asciendan al subteniente que mató a “estos jóvenes que, cansados de la atrocidad, decidieron autodefenderse y defender a la comunidad de Segovia”. La gente grita: “no lo asciendan, no lo asciendan, no lo asciendan”. Los jóvenes son enterrados en medio del llanto de algunas mujeres, seguramente mamás, hermanas y esposas.

Toma final:Luis Eduardo Uribe, director ejecutivo de la Aso­ciación de Concejos del Nordeste (Asocona), pide a la gente devolver las banderas.


Octubre de 2002

Llegué a Segovia en la primera semana de oc-tubre de 2002. Arcesio, el taxista que me re-cogió en el aeropuerto de Otú, entre Segovia y Remedios, había asistido al sepelio y confirmó que había sido apoteósico. “Se lo merecían”, me dijo este joven alegre y despierto de 24 años, quien hablaba con orgullo sobre cómo las autodefensas “hacían valer la ley” en Segovia. Para darme un ejemplo, me contó que hacía dos días los paramilitares habían matado a los ladrones responsables del robo de unos electrodomésticos en un almacén del parque principal. Las pesquisas habían tardado un día hasta dar con uno de los culpables, el cual, sometido a torturas, reveló el nombre y el paradero de sus cómplices. “En menos de cuatro horas ya estaban muertos los tres delincuentes”, me dijo Arcesio, descrestado con la efectividad de los justicieros locales.

Le pregunté si no le parecía un poco extremo aplicar la pena de muerte por un delito considerado excarcelable en el Código Penal. “¿Usted es como comunista, o qué?”, me escrutó por el espejo retrovisor. “Aquí el que no vive para servir, no sirve para vivir”, agregó Arcesio, repitiendo el lema favorito de las autodefensas. Lo escriben en cartulinas de colores y lo pegan en los troncos de los árboles de los pueblos dominados por ellos. A Arcesio —como a la mayoría de segovienses con quienes hablé después— le parecía que gracias a las acciones contundentes de las autodefensas las tiendas permanecían abiertas hasta altas horas de la noche sin temor a un robo, la gente pagaba las deudas cumplidamente y los muchachos no metían vicio. “Aquí no hay vagos”, dijo. Era verdad. En Segovia los vagos pagaban su haraganería con la vida. O se volvían paramilitares.

Aunque de la bonanza de oro de los años ochenta, cuando Segovia producía más de la mitad del oro del país, ya no que­daba sino el recuerdo, pues para encontrar el oro que que­da se necesitaría de maquinaria pesada y de grandes y riesgosas inversiones que por ahora nadie parece dispuesto a hacer, el pueblo aún palpitaba a un ritmo frenético: los hombres con el carriel terciado, la corrosca y la toalla al hombro exhibían sus refulgentes cadenas doradas mientras hablaban de negocios en corrillos. Decenas de lustrabotas, chanceros y vendedores de tinto, quizás aventureros que llegaron en otra época a Segovia con la ilusión de encontrar el cada vez más esquivo castellano de oro, deambulaban por el casco urbano con sus talonarios y termos bajo el sobaco. La música estridente de las cantinas competía con el ruido ensordecedor de las motocicletas. Parecía como si cada se­goviense tuviera por lo menos una. Sin embargo, el caos era sólo aparente. Debajo subyacía el orden paramilitar.

Me alojé en un hotel cerca de la Alcaldía para reducir el riesgo de morir atropellada por las motocicletas que circulaban a toda velocidad. El alcalde me esperaba en el palacio municipal, un edificio construido en mármol gris, que lo convertía al parecer en el único lugar fresco en Segovia. En su pequeña y oscura oficina, rodeado de imágenes de la Virgen, el alcalde me contó básicamente lo que ya había visto en el video. Era un político experimentado de unos 32 años, fornido, moreno, con bigote negro y manos anchas. Cuidaba sus palabras al hablar. Sólo añadió que el coronel del batallón era muy derecho, a diferencia del teniente Velandia, “un torcido”. Le pregunté si tendría una mejor opinión del militar si hubiera emboscado a la guerrilla y no a las autode­fensas. Se tomó su tiempo para responder, intentando calibrar de qué lado estaba yo. “El ejército no respetó el límite de la guerra. Estos jóvenes no tenían por qué morir”, me respondió, dando por terminada nuestra reunión.
Cuando estábamos a punto de despedirnos, me informó, como si eso se esperara de un buen alcalde, que su secretario de Gobierno me llevaría en su moto a hablar con el jefe paramilitar. “La entrevista ya está arreglada”, me dijo, orgulloso de su diligencia. Se lo agradecí pero le dije que los buscaría por mi cuenta para no involucrarlo. Él insistió, y en menos de cinco minutos ya estaba abrazada de la protuberante barriga del secretario de Gobierno, esquivando las motocicletas que arremetían como dementes contra nosotros.

La sede urbana de los paras quedaba encima de un granero, a unas cuantas cuadras de la Alcaldía. El secretario de Gobierno me presentó a “Óscar”, el vocero del grupo, y me dijo que se quedaría tomando tinto con los muchachos mientras yo lo entrevistaba. Las caras me eran conocidas. Eran los mismos jóvenes que en el video aparecían en la primera fila del funeral. Vestidos de civil, con anteojos oscuros y sin armas a la vista, ahora vigilaban la calle recostados en sus lujosas camionetas. Entendí por qué Arcesio los admiraba tanto: parecían más felices, habían coronado. No necesitaban ni siquiera exhibir sus armas; la gente sabía que las usarían ante la más leve infracción de su ley.

Óscar, con tan sólo 24 años, llevaba casi la mitad de la vida en la guerra. Nacido en Segovia, a los 13 años se volvió guerrillero del ELN, organización en la que militó durante siete años. Era el destino más probable para un muchacho del nordeste antioqueño, pobre como él. Un grupo del ELN comandado por el cura español Manuel Pérez, que sobrevivió a la derrota de la Operación Anorí en los años setenta, se quedó en el nordeste antioqueño tratando de levantar a esta guerrilla de orientación castrista desde sus cenizas. Su compenetración con el movimiento social de Segovia les dio gran poder, hasta cuando irrumpieron las autodefensas a finales de los años ochenta. En vez de combatir a los frentes armados del ELN, los paramilitares de los Castaño se dedicaron a asesinar a los líderes políticos y sociales cercanos a la guerrilla, con lo cual ésta se fue quedando sin apoyos urbanos y también sin combatientes, pues muchos como Óscar cambiaron de bando sin ningún problema. “Eran más duros”, me dijo con pragmatismo este joven flacuchento y bajito, con corte chúler, estilo militar y ojos rojos afectados por pterigio.

Sentados en sendas sillas de plástico Rimax en un cuarto vacío en el segundo piso del granero, Óscar me dijo que había conocido al teniente Velandia en julio durante una requisa en la Calle Real, una de las principales de Segovia, cuando el teniente lo detuvo y le decomisó su pistola nueve milímetros. Óscar le protestó al teniente hasta que Velandia prometió devolverle el arma al día siguiente. Cuando lo buscó temprano en la mañana en el batallón, el militar supuestamente aprovechó para hacerle la propuesta indecente: trabajar juntos para desterrar definitivamente a la guerrilla de Segovia.

Óscar consultó la propuesta con “Pantera”, el jefe para­militar de Segovia, y al día siguiente visitaron juntos al teniente Velandia para acordar los términos de la alianza. Pantera, un antioqueño acuerpado de 30 años, de 1,85 metros de estatura y también con un pasado guerrillero en las filas del ELN, le entregó al teniente un radio y la frecuencia a través de la cual él los mantendría informados sobre los movimientos del ejército. También acordaron supuestamente su primera acción conjunta.

“En esos días el ejército capturó a Vicente y a tres civiles, pero tuvieron que soltarlos por vencimiento de términos. El teniente nos pidió que lo ayudáramos”, contó Óscar, explicándome que Vicente era un bandido que extorsionaba a los madereros de Cañaveral, una vereda de Segovia. “Montamos observatorio en el parque y les hicimos seguimiento desde que los soltaron. Los capturamos a las cuatro cuadras del batallón. Ese hombre (Vicente) no tenía espíritu de nada, no hablaba con ideas claras. Entonces decidimos ajusticiarlo. Lo llevamos al Aporriao y cuando ya habíamos ajusticiado al hombre, le hicimos señas al teniente en el retén, que sin novedad”.

La cooperación con el teniente, según Óscar, se volvió habitual. Unos días después del asesinato de Vicente, Velandia supuestamente les pidió el favor de allanar una casa en el barrio Veinte de Julio donde al parecer unos guerrilleros escondían pipetas de gas. El teniente no podía hacerlo con sus hombres, pues los militares necesitaban una orden judicial para registrar domicilios, interceptar comunicaciones, levantar cadáveres o detener a un sospechoso. Solicitar el permiso al fiscal de Segovia les tomaría unos cuantos minutos, pero con frecuencia los militares sospechan de los fiscales de los pueblos bajo influencia guerrillera. Temen que estén infiltrados y alerten a los guerrilleros. Los paramilitares, en cambio, son expeditos. Por ejemplo, según Óscar, tan pronto Pantera recibió el mensaje de Velan­dia, esa misma noche delegó en sus hombres el trabajo sucio del teniente: en la madrugada las autodefensas irrum­pieron en la casa señalada y asesinaron al señor que dormía solo en la vivienda. No encontraron las pipetas, pero sí un revólver por todo botín de la incursión. “Comenzamos a crear confianza, ya el teniente nos saludaba en la calle”, me contó Óscar.

Con frecuencia las alianzas entre paramilitares y oficiales del ejército se forjan en el terreno: un teniente o un capitán quiere mostrar resultados a sus superiores sin arriesgar la vida de sus hombres y sin empapelarse con investigaciones de la Procuraduría. Un jefe paramilitar ofrece sus servicios a cambio de inteligencia militar y armas para sus hombres. El enemigo, al fin y al cabo, es el mismo. Ambos ganan en el corto plazo: las violaciones de derechos humanos por parte de las fuerzas armadas bajan casi en la misma proporción en que suben las de las autodefensas, como ha venido sucediendo en los últimos años. En el largo plazo, la relación se vuelve más complicada, pues los paramilitares terminan acumulando tanto poder que un día es el jefe de las autodefensas quien pone a su servicio al teniente del ba­tallón.


Una operación conjunta
El viernes 9 de agosto a las dos de la tarde, Óscar, “Risitas” y el comandante Pantera se reunieron de nuevo con Velan­dia. El teniente su-puestamente les informó que se había entera-do del alistamiento de una columna de las Farc en el Alto del Bagre para atacar la base militar o el cam­pamento paramilitar a unos minutos de la cabecera de Se­govia. Necesitaba nuevamente de su colaboración. “Cuadramos, entonces, la operación en conjunto. Él nos quitaría el retén del Alto de los Patios. Nosotros bajábamos en camión hasta la vereda Aporriao y caminábamos hasta Juan Brand, donde nos encontraríamos con él para atacar a la guerrilla”, contó el joven del incipiente pterigio. “En el retén yo le hacía cambio de luces y pitaba dos veces. Así la tropa no pensaba que había nada raro”.

Óscar dice que esa noche a las ocho y diez cruzó en la moto e hizo el santo y seña. Detrás pasó el camión con sus 36 compañeros rumbo a la vereda Cañaveral en dirección al municipio de El Bagre. A los pocos minutos oyó los disparos y se devolvió para averiguar si se habían topado con la guerrilla. “Fue cuando me encontré con los soldados. Me dijeron: ‘¿Adónde va? No ve que mi teniente se les torció por buscar un ascenso o la ida al Sinaí’ ”. Esos mismos soldados supuestamente le contaron cómo el subteniente los había amenazado con negarle la libreta militar a quien no disparara.

“No le auguro un buen futuro a ese teniente”, afirmó Óscar, sin cambiar la entonación. Se me puso la piel de gallina. Era una sentencia de muerte.

La versión de muchos segovienses con quienes hablé coincidía con la de Óscar. Era palpable el desprecio hacia los soldados, a quienes consideraban unos cobardes. Busqué entonces a la fiscal de Segovia, pensando que quizás ella me ayudaría a armar el rompecabezas. Sólo me recibió después de insistirle varias veces.

Era una antioqueña de unos 45 años, con cintura de avispa. Su vestido convencional y muy femenino, de flores hasta debajo de la rodilla, ocultaba un carácter fuerte y un coraje desbordado. De entrada me aclaró que respetando la reserva del sumario era como había sobrevivido en Segovia en su peligroso cargo judicial, y por eso prefería no hablar del caso. Cuando insistí se limitó a criticar la obsesión mediática de los militares, quienes ese día se esmeraron en arreglar para los periodistas las armas y el material de guerra incautado, mientras al lado los cuerpos arrumados de los paramilitares se descomponían sobre la sangre ya seca. “El hedor de los ca­dáveres era insoportable”, me dijo indignada. Pero los soldados no permitían a los funcionarios judiciales iniciar el levantamiento porque los medios aún no habían grabado las poderosas imágenes que respaldan los partes victoriosos de los generales. El subteniente Velandia también se negó a hablar con los medios, así como los soldados del batallón.

Para reconstruir los hechos me tocó entonces recurrir al expediente judicial donde estaban consignadas todas las versiones bajo la gravedad del juramento. Como era de esperarse, no coincidían. Aunque el general Martín Orlando Carreño, entonces comandante de la Segunda División del ejército, había dicho a los medios que “las tropas dieron de baja a las autodefensas en combate” y que “laOperación Tormenta fue el resultado de varios meses de ardua labor de inteligencia”, su subalterno y responsable directo de los hechos, el subteniente Jairo Fidel Velandia, de 26 años, comandante de contraguerrilla Francia 2 del Batallón Especial Energético y Vial n° 8 de Segovia, juró al fiscal todo lo con­trario. Según su declaración, “laOperación Tormenta se planeó veinte o quince minutos antes del momento del fuego cruzado con base en información suministrada por unos mineros”.

Esta versión fue a su vez desmentida por Jorge Mario Benjumea, uno de los paramilitares sobrevivientes. Desde su cama de convaleciente en el Hospital General de Medellín declaró: “Ese día por la tarde el comandante Pantera habló con el teniente Velandia sobre la operación que se iba a hacer en la noche. Nosotros íbamos a pasar a enfrentarnos con una guerrilla que estaba entre el Aporriao y el río. Las autodefensas iban y combatían con la guerrilla y lo que recuperaran lo partían con el ejército. Eso ya estaba coordinado como en muchas ocasiones que se operó con el ejército. Nosotros dábamos las bajas y el ejército las recuperaba para darse crédito”.

Igual de contradictorias fueron las versiones sobre la emboscada. Según el teniente Velandia, él tomó la decisión de esperar que el vehículo se acercara un poco más para lanzar la proclama: “Alto, somos tropas del ejército, detengan el vehículo”. “Estas personas hicieron caso omiso a mi orden y fui recibido con fuego por parte de las personas que se encontraban dentro del camión. De igual manera, mi contra­guerrilla Francia 2 procedió a abrir fuego contra el personal que se encontraba en el camión y que estaba desembarcando y disparando hacia la tropa”.

Julio Alexander Zapata, otro paramilitar sobreviviente, recuerda algo muy diferente. “El camión se detuvo y nos demoramos un momentico ahí y cuando empezamos a bajar decían: ‘pase p’acá, hágase contra el barranco’ ”. Cuando iban a empezar a bajar, “ahí mismito se oyeron unas ráfagas de fusil y cuando me iba a tirar empezaron a tirar granadas... Empezaron a decir: ‘mátenlos a todos’ ”, contó el atlético trigueño de 19 años, tatuado con una cruz en el hombro y unas iniciales en la mano. Llevaba un mes de militancia en las AUC cuando fue herido en la espalda y en las nalgas.

¿Quién mentía? Probablemente todos.

Fui hasta el deshuesadero donde estaba el camión para verificar las versiones. “Quedó como un queso”, me susurró Arcesio al descubrir el Dodge rojo: la carpa estaba completamente perforada por los cuatro costados y por el techo. Viendo el camión agujereado por todos los costados, era fácil darse cuenta de que el teniente Velandia faltaba a la verdad cuando decía que “la carpa del camión, en sus partes laterales, iba descolgada y en su parte frontal iba corrida como si se tratase de una cortina y se encontraba personal asomando y sacando los fusiles por la parte delantera”. Pero también había mentido Óscar, cuando contó a los medios cómo las autodefensas habían muerto con las manos en la cabeza y de un tiro de gracia dado en la carretera. Según el acta de levantamiento de los cadáveres, en el camión había pedazos de hueso de cráneo y chorreaba sangre. En la carre­tera, en cambio, había muy poca. La fiscal concluyó que, salvo los primeros siete que alcanzaron a bajarse del vehícu­lo, los demás hombres murieron acribillados dentro del camión y a oscuras.

El testimonio de Luis Eduardo Uribe, quien sale en la toma final del video del sepelio, confirmaba esta hipótesis. Uribe es el director ejecutivo de la Asociación de Concejos del Nordeste (Asocona), organización sin ánimo de lucro que asumió el pago de los féretros de los paramilitares, repartió las banderas a los segovienses y coordinó la organización del apoteósico funeral. Se trata de un hombre mayor, educado, moreno y con labios gruesos. En su discurso durante el funeral fue enfático en hacer recaer la culpa enteramente sobre el teniente Velandia y no en el ejército. Prueba de ello, dijo, fueron las excusas del coronel del batallón, quien lamentó lo sucedido. Cuando lo entrevisté sobre su pro­tagonismo durante el funeral, Uribe negó pertenecer a las autodefensas aunque reconoció que con su incursión en Segovia el pueblo había recuperado la tranquilidad. Le parecía normal haber sufragado los gastos del entierro. “Eran muchachos de Segovia y merecían ser enterrados como seres humanos”, me explicó.
Uribe fue el primero en llegar esa noche al Alto de los Patios. Arribó en un taxi minutos después de haber cesado la balacera y encontró el lugar desolado. El silencio era absoluto, y no había ninguna señal del ejército. Alumbrando con una linterna prestada por un campesino, se acercó al camión donde yacían todos los muchachos, salvo los ocho que se habían tirado a la carretera. “La gente empezó a pedir auxilio, a pedir agua, que no los dejáramos morir, que les quitáramos las botas, que les sacaran las billeteras”. En la parte de atrás del camión, Uribe encontró a un joven vivo a punto de asfixiarse debajo de varios compañeros muertos. “Para poderlo sacar movimos todos los cadáveres”, lo cual explica por qué estaban todos arrumados. En ese instante llegaron las ambulancias del municipio a evacuar a los heridos. Sólo 45 minutos después llegó el ejército. El director de Asocona juró ante la Fiscalía que al abandonar los cadáveres bajo custodia de los soldados, éstos tenían dinero en sus billeteras porque el día anterior les habían pagado. Cuando la fiscal y la procuradora hicieron el levantamiento a la mañana siguiente, las carteras de los difuntos estaban vacías.


Por un ascenso

Entre la gente de Segovia corrían varios rumo-res sobre las posibles motivaciones del sub- teniente para actuar de la forma en que actuó. La hipótesis más fuerte era que quería un ascenso. “Espero una felicitación por el esfuerzo del trabajo realizado por mí y mis hombres en el folio de vida y que, de pronto, años después me tengan en cuenta para comandar algún batallón”, respondió el propio Velandia a la justicia militar cuando el fiscal le preguntó qué recompensa esperaba por la Operación Tormenta.

Algunos paramilitares del Bloque Metro, en cambio, consideraban a Velandia un mero idiota útil de jefes de las AUC interesados en castigar a Doble Cero por su disidencia y su rechazo a entrar de lleno en el narcotráfico. Para ellos la emboscada era una pequeña muestra de lo que le podría suceder en el futuro a Rodrigo Franco (de hecho, le sucedió: su bloque fue exterminado por las AUC y él fue asesinado el 28 de mayo de 2004, unas semanas después de denunciar la desaparición de Carlos Castaño y su probable asesinato) si no revaluaba su decisión de marginarse de la recientemente anunciada mesa de negociación con el gobierno.

La verdad del episodio quizás nunca se sabrá. En cambio no hay duda de la rapidez con que la alianza entre militares del batallón y las autodefensas se recompuso. Uno de los soldados que se encontraba en la base cuando fui a buscar la versión del batallón me llamó por teléfono al hotel esa noche. Con gran confidencialidad me contó cómo al día siguiente de la emboscada sus superiores lo mandaron a él y a otros soldados regulares a devolverles a los paramilitares sobrevivientes las armas incautadas. “Andan muy subiditos esos manes. Estamos asustados”, me dijo el soldado, un toli­mense de 18 años quien conservaba ya muy pocas ilusiones respecto al ejército.

En el vuelo en avioneta desde Segovia hacia Medellín me fui meditando sobre las historias de los paramilitares sobrevivientes en este episodio. Dicen mucho sobre la precariedad de esta guerra. Franklin Alexander Muñoz, un moreno musculoso, motilado al estilo soldado y de nariz grande aguileña, estudió hasta tercero de primaria y abandonó a su familia de nueve hermanos en el corregimiento de Sofía (An­tioquia) para ir a probar suerte en las minas de oro de Sego­via. A pocas horas de llegar al pueblo, las autodefensas lo detuvieron durante tres días para investigar su procedencia, como suelen detener a cualquier extraño en la zona. Como nadie había oído mencionar su nombre, sospecharon de él. “Me lavaron el cerebro para que me quedara allá. Entonces, para no devolverme para la casa porque de pronto me mataba la guerrilla, me quedé en las autodefensas”, le explicó a la fiscal que lo mandó a la cárcel de Bellavista, en Medellín, una vez se recuperó de sus heridas.

Benjumea, alias “Loro”, había sido sacado a la fuerza de la vereda Campo Alegre en julio y llevado al campamento de las autodefensas a unos veinte minutos del casco urbano de Segovia. Pantera lo amarró a un árbol como castigo por consumir marihuana. “Estaban esperando una orden para ver si me mataban o qué hacían conmigo”, declaró Ben­jumea. A él sólo lo desamarraba Pantera para hacerlo cargar los morrales con los medicamentos y la comida.

La historia de Fabián Jaramillo era similar a la de Ben­jumea. Este antioqueño de 22 años, hijo de mineros de Remedios, también estudió sólo hasta tercero de primaria. Trabajaba en un taller de carrocerías para camiones cuando las autodefensas lo sacaron amarrado a principios de año porque era adicto a la marihuana. “Me sacaron los paracos y me llevaron hasta un punto que le dicen La Brava y allá me dejaron amaneciendo. Al otro día llegó un cucho a hablar conmigo y me dijo que o trabajaba con ellos o me mataban ahí. Para que no me mataran, me quedé trabajando con ellos. Me dijeron que iba a ganar 200.000 pesos pero a mí nunca me dieron sueldo”, dijo este muchacho de bozo incipiente y cejas pobladas, cuyo alias en las autodefensas era “Pinocho”.

Es la ironía del conflicto: Los Pinocho, los Loro y los Pantera pelean obligados o por un sueldo miserable o por una cadena interminable de venganzas —rara vez por un gran ideal— contra un Mono, un Manguera o un Puma. Si tienen suerte, son enterrados como mártires, envueltos en la bandera de Colombia y perfumados con incienso en un pomposo funeral coreografiado para los medios.





" EL CURA MANUEL PEREZ" TRATANDO DE ENTENDER EL ¿POR QUE? DE ESTA GUERRA. (30)



El cura Manuel Perez:
Me siento colombiano sin renunciar a España


Entrevista con Cristina Fernández

Diario El Mundo de Madrid

25 de Mayo de 1997

Tras un lustro de silencio, Manuel Pérez, el cura aragonés que dejó la sotana para liderar la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional de Colombia, (ELN), ha concedido al periódico El Mundo una entrevista ideológica. Unos le conocen como Poliarco. Otros le llaman El Depredador. Para la mayoría es el cura Pérez, el sacerdote español que lidera el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el grupo guerrillero más radical del país.

Nacido en el pueblo de Alfamén, a unos 40 kilómetros de Zaragoza, de cejas pobladas y pelo lacio, lleva casi tres décadas intentando conciliar el cristianismo, el marxismo y la revolución. A mediados de los sesenta, Manuel Pérez, de 54 años, llegó a Colombia como misionero. Trabajó en los barrios marginales de Cartagena, fue expulsado del país y volvió ocho meses después. Al calor de la revolución castrista y de las lecturas del Che, cambió la sotana por el fusil. Su primera aparición pública como cura guerrillero fue en enero de 1972, en la toma de la población de Remedios. Después de combate, los vecinos se arrodillaron para recibir su bendición.

Desde aquel suceso han transcurrido 25 años. Entonces se dormía en las guardias; ahora es un comandante inflexible, que dirige a 5000 hombres que luchan en 30 frentes. El gobierno colombiano ofrece 150 millones de pesetas por su cabeza Vive en algún lugar de las montañas de Colombia: inaccesible a la prensa. Sin embargo, Manuel Pérez contestó a las preguntas enviadas por El Mundo e hizo llegar las respuestas grabadas en una cinta.

Usted se integró al ELN en 1969 ¿Se imaginaba entonces que 30 años después seguiría en el monte?

Mi decisión fue optar por los pobres dentro de la dialéctica de la lucha de clases, la contradicción entre los ricos y los pobres. No pensaba cuanto tiempo viviría en las montañas. Mi opción por los humildes era de por vida, hasta las últimas consecuencias.

¿Cómo era la lucha armada entonces y cómo es ahora?

Lo que encontramos distaba mucho de ser la guerrilla ideal que habíamos soñado, que habíamos leído en los escritos del Che. Era una guerrilla nómada, esa guerrilla de “muerde y huye”, en la cual se dan muchos roces, muchas dificultades internas, poca relación con la población. Hoy la lucha armada tiene otro enfoque. Está más ligada a la gente. Se sabe en qué pueblos está establecida. Los dirigentes somos públicos, reconocidos y contamos con su apoyo.

¿Cómo justifica la lucha armada?

No hay otra alternativa real para transformar las actuales estructuras de gobierno, de Estado y de poder La insurgencia surgió porque la lucha del pueblo era sofocada de forma violenta. El terrorismo de Estado provocó la violencia revolucionaria. Por eso es legítima la lucha armada. También mantiene la esperanza en una nueva sociedad, en un hombre nuevo.

¿Cómo logró reconciliar la doctrina cristiana con la violencia?

Para mí la opción cristiana siempre fue la opción radical por los más pobres, como motivación de vida, como motivación de fe, esto traía como consecuencia un compromiso político y asumía los enfoques revolucionarios que regían y eran la guía en aquel tiempo y que hoy son válidos. Si hay pobres es porque hay ricos que excluyen, que viven del trabajo y de la explotación. Por tanto, asumir el marxismo y el socialismo no era una contradicción. Efectivamente, eso llevaba a romper muchos dogmas, muchos esquemas. El capitalismo no ha resuelto los grandes problemas de la humanidad. El mundo es destruido irracionalmente en aras de la producción que va a parar a manos de unos pocos. No importa que el mundo se destruya con tal de que la ganancia sea cada vez mayor.

¿Qué ocurrió para que dejara la Biblia?

Ni yo ni otros compañeros hemos necesitado abandonar la Biblia. Desde la fe llegamos a ese compromiso radical de ser uno más del pueblo explotado. Integrarnos en un movimiento insurgente era la única responsabilidad que teníamos de seguir acompañando y formando parte de ese pueblo.

¿Tiene relación con su familia en España?

Sí, aunque poca y de forma indirecta. Quiero mucho a mi familia, pero ellos viven su vida en España y yo vivo mi compromiso con el pueblo colombiano. Me siento parte de él.

¿Se considera más colombiano que español?

Me siento colombiano sin renunciar a España, a mi nacimiento allá, a mi familia, a la gente con la cual conviví. Quiero y aprecio mucho aquella vida que llevé. Pero sigo comprometido con mi lucha.

¿Desde cuando no visita su pueblo, Alfamén, en Zaragoza?

Desde hace 30 años, desde que me vinculé definitivamente a esta lucha guerrillera.

¿Sí o no al diálogo con el gobierno de Samper?

No. El gobierno de Samper sigue siendo ilegítimo, sin personalidad, sin palabra. Se ha arrodillado ante el imperio, al neoliberalismo. Eso no quiere decir que no estemos buscando alternativas, soluciones, para construir una paz con justicia social, con democracia, con participación de las mayorías, con distribución de las riquezas...

¿Están agotados los caminos de la desmovilización en Colombia?

Sí. No se puede entender cómo unos dirigentes dejan las armas a cambio de prebendas. La guerrilla surgió de las entrañas del pueblo, como reacción y consecuencia del descontento social, del hambre, de la falta de vivienda, de salud, de democracia, del sufrimiento. No se puede pensar en la desmovilización sino en la transformación de las causas que originaron la violencia.

Se les acusa de intransigentes, de financiarse con el secuestro, de ejecutar a los que abandonan las tilas de la insurgencia.

Detenemos a gente que se ha enriquecido ilícitamente. Hoy el gobierno también lo está haciendo con los narcotraficantes. Detenemos a los terratenientes, se les juzga, se analiza sus riquezas y se les exige fianzas a cambio de la libertad. Se les explica que ese dinero va a manos del pueblo, a manos de una causa justa y noble como es la lucha por ideales. Efectivamente, exigimos impuestos de guerra a multinacionales.

Pero es falso que los compañeros que quieran abandonarnos sean ejecutados. Cuando se incorporan asumen libremente su compromiso, pasan por un tiempo de reflexión, de prueba, y libremente pueden plantear su retirada. Si el compañero desea no asumir ningún compromiso, se le deja en libertad. Se le exige únicamente que guarde los secretos que haya conocido en la organización, sin comunicárselos al enemigo.

¿Están dispuestos abandonar los atentados contra los oleoductos si el Gobierno cambia su política petrolera?

Queremos impedir que ese petróleo llene los bolsillos de grandes multinacionales. Queremos que haya una explotación racional, que se acaben los Contratos de concesión, que es casi regalar los pozos de petróleo. Queremos también que los precios sean acordados por el Gobierno y no por las empresas. Luchamos también por motivos ecológicos. Grandes regiones quedan asoladas. Planteamos que se destine un dólar por barril extraído al desarrollo social y económico de los municipios implicados en la explotación del petróleo.

¿Van a incrementar los ataques? ¿Cuáles son los objetivos militares del ELN?

Estamos en guerra y los ataques de una y otra parte dependen siempre de la actitud del contrario. Lo único que decimos es que no abandonamos las armas, que seguimos esta lucha, que queremos la paz, que queremos que esa paz sea con justicia social y que no nos amedrenta lo sanguinario que es el ejército colombiano, las políticas retorcidas y las mentes retorcidas de los dirigentes que representan a las oligarquías de este país.

MI ÚNICO ENCUENTRO CON CARLOS CASTAÑO

Nota: esta breve crónica de mi encuentro con Carlos Castaño la escribí pensando en comenzar mi idea de se escritor y cronista del conflicto....