domingo, 17 de julio de 2022

VICTOR PULIDO, UN GUERRILLERO QUE VIO NACER EL CONFLICTO EN COLOMBIA. Tratando de entender. (127)

Periodista16 jul. 2022 - 8:00 a.m.   www.elespectador.com


Víctor Pulido, un guerrillero que vio nacer el conflicto armado en Colombia

En Villarrica (Tolima) fue miembro de las primeras guerrillas comunistas de Colombia y luego hizo parte del primer Estado Mayor de la Farc. Tras su captura, en 1968, le apostó a la lucha sin armas, pero la persecución no cesó.


Víctor Pulido, de 85 años, vive en la casa de su hijo en Bogotá. / Óscar Pérez
Foto: El Espectador - Óscar Pérez



“¡Este criminal no cree ni en Dios!”, escuchó decir Víctor Pulido casi como una sentencia al cierre de la intervención del fiscal en su juicio por porte ilegal de armas, concierto para delinquir y tráfico de municiones, tras ser capturado cuando recibía mil balas de fusil en una zona cercana a Aipe, Huila.Debía ser el año de 1968, porque en su memoria está claro que habían pasado al menos dos años desde la Segunda Conferencia de las Farc, en la que la guerrilla eligió su nombre y estructura militar. Él era el segundo al mando del grupo que recuperó Marquetalia, al sur del Tolima, y el encargado de los contactos con Bogotá para conseguir financiación y material bélico.

“¿Usted cree en Dios?, fue la última pregunta que me hizo ese fiscal antes del juicio, en un interrogatorio en el que yo estaba decidido a no entregar a nadie. Yo todo me imaginé menos que fuera a usar la respuesta como argumento en mi contra y le dije la verdad, que no es por capricho, sino porque soy un comunista convencido y porque muchas bestialidades se han cometido en nombre del señor: ‘No, no creo en Dios’”, recuerda antes de soltar una carcajada que se interrumpe por la tos de quien fumó una buena parte de su vida.

Pulido, ahora de 85 años y desde una silla mecedora en la quelee el semanario Voz, sigue siendo el mismo comunista convencido de que el cambio tiene que llegar, “sea como sea”. Es alto, trigueño y de figura delgada aunque fornida. Hace ya tiempo que su uniforme no es más que sudaderas holgadas, busos abrigados y botas de amarrar sobre un par de medias de felpa. Y aunque a veces no recuerda qué almorzó ayer o cuáles son sus planes de mañana, conserva la memoria intacta de cómo vio nacer el conflicto armado reciente en Colombia, desde la Guerra de Villarrica (Tolima), su pueblo natal.


Don Víctor, quien no puede hablar de su vida sin explicar la historia nacional, vivió su primera tragedia cuando tenía doce años. “Tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en Villarrica fuimos tremendamente golpeados por la política conservadora de represión contra los liberales”. A la finca que sus papás le cuidaban a un hacendado liberal llegó la policía chulavita(grupo paraestatal de la época) a hacer un allanamiento y matar a su padre.

“Mi familia reclamó que cómo íbamos a ser enemigos si nuestro hermano mayor prestaba el servicio militar y el otro hacía parte del Batallón Colombia, en Corea, y les mostramos fotos que nos mandaban por correspondencia”, relata. Les perdonaron la vida, pero los obligaron a desplazarse porque, si no eran ellos, otros chulavitas llegarían a matarlos. Duraron un año resguardados en Girardot, desde donde se enteraron de la creación de grupos de autodefensa liberal.

Su vinculación al conflicto directo fue después del golpe militar con el que Gustavo Rojas Pinilla prometió “paz, justicia y libertad” y convenció a esas guerrillas liberales de entregar sus armas. Con esto se pasó de la guerra de guerrillas a la guerra contra el comunismo, que en 1954 fue declarado ilegal por el Gobierno en el contexto mundial de la Guerra Fría. En Villarrica terminó un grupo de comunistas que no entregaron las armas, pero las tenían guardadas, entre ellos el líder Isauro Yosa, conocido como Mayor Líster.

“En medio de ese corto período de paz, yo me integré a lo que ellos llamaron Frentes Democráticos, algo así como las Juntas de Acción Comunal, para resolver los problemas comunitarios. Como vieron tanto potencial organizativo, al mismo tiempo nos daban preparación militar porque sabían que en algún momento el Gobierno iba a atacar”, recuerda Víctor. Allí, militares y policías retirados durante la conservatización de la fuerza pública les daban clases en manejo de armas, estrategia y preparación física. “Entre ellos estaba mi hermano Jorge, el que había prestado servicio durante insurrección gaitanista. Él incluso llegó a ser comandante de un grupo en Cabrera (Cundinamarca)”, dice con orgullo.


Don Víctor conserva la memoria intacta de cómo vio nacer el conflicto armado reciente en Colombia, desde la Guerra de Villarrica (Tolima), el pueblo donde creció.

Hasta que en noviembre del 54 el gobierno de Rojas Pinilla les dio la razón. “En un evento de la iglesia llegaron unos 300 soldados, mataron a dos dirigentes y cogieron al Mayor Líster.Eso justificó nuestra sublevación”, dice Víctor, quien tenía unos 16 años en esa época. Ese hecho, sumado a la declaración de ese y otros siete municipios del Tolima y Sumapaz como zona de operaciones militares, dio inicio a la Guerra de Villarrica. “Fuimos más de 500 hombres que nos entregamos en cuerpo y alma y resistimos cuatro meses, con sus días y sus noches, en los diez kilómetros que separan el pueblo de la vereda La Colonia. El Gobierno puso más de 9.000 hombres y trece aviones de combate para esos ocho pueblos y hasta utilizaron bombas prohibidas a nivel internacional”, asegura.

De vez en cuando, don Víctor hace pausas de unos minutos para recordar datos o detalles específicos. Está en la terraza de la casa de su hijo en Bogotá, un espacio amplio y en obra gris en el que guardan objetos antiguos y “chécheres”: sillas, mesas, un televisor, una escalera. Se mece en su silla, junta sus dedos y los pone debajo de su mentón. “Eran bombas de napalm”, señala. El napalm, una especie de aceite viscoso, quemó a su paso cultivos, casas y animales en el punto más álgido de la guerra.


Su familia y la mayoría del pueblo tuvieron que desplazarse a Cunday, a una zona de concentración estatal. Mientras con morteros, ametrallamientos y bombardeos aéreos, las fuerzas del Estado terminaron dominando la situación y a los guerrilleros no les quedó más que buscar resguardo. “La poca población civil que quedaba y los guerreros salimos hacia una selva virgen llamada Galilea. Esa fue una de las retaguardias más críticas de la guerra, porque no había economía”, relata.

Don Víctor recuerda su frustración al ver que mientras los armados recibían comida e insumos por parte del Partido Comunista, los civiles, que habían sido su mayor apoyo esos cuatro meses, “llevaron del bulto” sin comida, medicinas ni abrigo, por lo que empezaron a perder la fe en su organización. “Allá morían viejos y niños y no había más qué hacer. Tápelos o échelos a un barranco porque no había tiempo para sepultarlo con todas las de la ley”, relata con la voz quebrada. “La situación era crítica y el movimiento armado ni el partido tuvieron la dignidad de darle la importancia que eso tenía para la población”, señala.

El comando, poco a poco, se desintegró entre quienes salieron hacia El Pato y el Guayabero, zonas de colonia agrícola controladas por antiguos guerrilleros liberales, y otros pocos que desertaron. Víctor anduvo por Natagaima, luego fue becado en la Escuela Nacional de Cuadros, en Viotá. “Allá recibí tres meses de clases de propia teoría marxista y de historia del Partido Comunista con Gilberto Vieira (quien dirigió 45 años el partido), Jacobo Arenas (posterior fundador de las Farc) y Víctor J. Merchán (líder comunista de la región)”.

Cuando terminó la formación decidió irse para el Guayabero. “Allá tenia mi gallada y llegué a hacer parte del núcleo organizativo, sabiendo que tarde o temprano debíamos volver a la lucha armada”.

Pocos meses después se dio el ataque a Marquetalia y lo demás es historia: unos 300 campesinos provenientes de esa colonia agrícola y de Río Chiquito, El Pato y Guayabero, las llamadas “Repúblicas Independientes” por Álvaro Gómez Hurtado, se encontraron en la Segunda Conferencia de las Farc. “En esa reunión definimos que para erradicar las necesidades del pueblo el objetivo era la toma del poder y para hacerlo había que convocar la insurgencia de todo el país. Yo hice parte del Estado Mayor, como segundo al mando del comandante Joselo Lozada, en el grupo que retomó Marquetalia”, recuerda con claridad.

Dos años después fue capturado. Lo condenaron a veinte años de prisión, que en segunda instancia se redujeron a ocho años, gracias a un abogado del Partido Comunista Colombiano. Al final pagó poco más de cuatro años por buen comportamiento y su trabajo en la cárcel como carpintero.
Víctor Pulido, 85 años.


Estando en la cárcel conoció a María Elvinia Romero, su esposa. Y al salir tuvo que tomar una decisión. “Hablé de nuevo con Jacobo Arenas y Tirofijo que me invitaron a volver, pero no me comprometí más con la actividad ilegal, porque debía atender las dificultades económicas de la guerrilla”, recuerda. Aunque también reconoce que había empezado a sentir diferencias con el accionar del grupo armado.

Luego volvió a Villarrica y allá pasó treinta años trabajando en dos fincas de su familia mientras ejercía liderazgo comunitario desde la JAC y, después, desde la Unión Patriótica. Es imposible olvidar que ese grupo político fue casi exterminado, con 5.733 miembros asesinados o desaparecidos, según la Comisión de la Verdad. “La persecución era tal que varias veces tuve que salir a Chaparral porque me enteraba de atentados que iban a hacerme. Sacamos primero a los niños para Bogotá y mi esposa iba y venía, hasta que decidió quedarse”, cuenta.

Don Víctor ahora se ríe cuando dice que se le escapó a la muerte más de una vez. En una ocasión, lo mandaron llamar porque un comandante de Policía quería hablar con él. “Llegué al punto acordado y me dijeron ‘Espere aquí’. Yo esperé unos minutos pero sentí que eso estaba raro y me fui caminando”, dice. Segundos después escuchó los tiros.

En otra ocasión, hubo una revisión cotidiana de papeles por parte del Ejército a los pasajeros del bus que los domingos llevaba a la gente de La Colonia a Villarrica. “Devolvieron los de todos menos los míos y me pidieron que me bajara. ‘Usted se queda’, dijeron y le pidieron al bus que arrancara. Pero la gente que me conocía por mi liderazgo en la junta se alborotó y dijo que el bus no arrancaba sin mí”, recuerda. Y lo dejaron ir.

En 2005, recibió la noticia de que los estaban buscando a él, a un concejal y a un funcionario de la Alcaldía de Villarrica para matarlos. Al inicio no creyó. “Yo estaba seguro de que el funcionario era de inteligencia militar y dije ‘¿por qué lo habrían de matar a él?’. Pero ocho días después llamaron a avisar que lo habían matado. Y ahí sí creí”. Así que él y el concejal huyeron a Bogotá antes de tener el mismo final.

Su vida, sin duda, podría ser una de las tantas radiografías de lo que ha sido la guerra en Colombia. En la capital del país, su esposa se dedicó al servicio doméstico y él a la carpintería casera, ante la dificultad de encontrar un empleo formal. En Villarrica no quedó ni el rancho. Pocas semanas después del desplazamiento les llegó la noticia de que le habían prendido fuego, tal como la dejaron, “con las cositas adentro”. “Dicen que fue una patrulla militar, pero nunca tuvimos cómo comprobarlo ante la ley”, señala don Víctor.

Víctor Pulido nunca se arrepintió de dejar las armas y está convencido de que al menos, por ahora, ese no es el camino; pero insiste, afín a su formación, en que para que haya una verdadera transformación social en Colombia, debe haber un cambio de modelo económico.


Recientemente, contribuyó con su testimonio a reconstruir la historia de la Guerra de Villarrica en una investigación realizada por Stephen Ferry y la Comisión de la Verdad.
“Lo que debe cambiar es el modelo económico”

Para don Víctor, el Acuerdo de Paz entre el gobierno Santos y las Farc era la única salida que le quedaba, tanto a la guerrilla como al Estado. Pero teme que se está repitiendo la historia: “Ninguno de los seis puntos se ha cumplido a cabalidad. Se debilitó el enemigo para después reprimirlo. Lo que se ha generalizado de nuevo es el sicariato contra líderes y excombatientes”.

Aunque está convencido de que con la elección de Gustavo Petro como presidente se abren nuevas alternativas, dice que no la va a tener fácil: “Se va a meter en la berraca si mueve los grandes capitales. Le toca manejar todo como pisando huevos, porque los mismos partidos tradicionales que nos reprimieron siguen teniendo poder”.

Además, cree que no es suficiente con un cambio de gobierno. “No basta luchar contra el uribismo. El uribismo muere, pero el sistema económico queda intacto. El modelo económico es el que debe cambiar. Debe haber capacitación y organización social para que se dé un verdadero cambio”, sentencia.

sábado, 2 de julio de 2022

LA RELACIÓN ENTRE POLITICA Y CONFLICTO, SEGUN LA COMISION DE LA VERDAD. Tratando de entender (126)


elespectador.com. 28 junio 2022

La relación entre política y conflicto, según la Comisión de la Verdad
El Informe Final da cuenta de la relación entre la guerra y el sistema político. La paz y la apertura democrática han ido de la mano históricamente.




El informe, presentado esta semana por la Comisión de la Verdad, contiene 12 capítulos de Hallazgos. / Gustavo Torrijos

Para la Comisión de la Verdad, la guerra en Colombia tuvo ramificaciones en distintas orillas, pero su configuración fue desde el campo político. Textualmente, la primera entrega del Informe Final, que contará con 10 capítulos en total, señala que el conflicto “fue una disputa por el poder político, la democracia, el modelo de Estado”, entre otros elementos, pero sobre todo de talante político. Sin embargo, contrario a lo que pasó en la primera parte del siglo XX, cuando la violencia fue entre los que se identificaban como liberales y conservadores, el conflicto desde los años 50 se enmarcó en una agresión directa en contra de los civiles en los que “primó el objetivo de destruir los apoyos -reales o imaginarios- de la contraparte, para horadar sus bases políticas”.

No obstante, la guerra en Colombia no se ambientó en actores claramente identificados, sino que cualquiera se podía convertir en objetivo. Tanto así que, como describe la Comisión de la Verdad, hubo un momento, a finales del siglo XX, en el que el blanco llegaron a ser pueblos enteros con la única intención de “destruir los apoyos humanos, ocupar y controlar los territorios, los corredores y las rentas”. Aunque hubo distintas causas, la política predominó en buena parte de las acciones. “La violencia ha sido el recurso de sectores de la derecha y de la izquierda para suprimir a los competidores”, reza el capítulo de Hallazgos de la Comisión de la Verdad, en el apartado dedicado a la relación que hubo entre política y conflicto.

Parte de la degradación del conflicto se dio en el marco del orden bipolar que permeó al mundo tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. Derecha e izquierda asumieron bandos opuestos y desde ahí se fue desarrollando gran parte del conflicto, en el que se llegó incluso en un momento a “confundir el contradictor ideológico o político con un enemigo”. Los primeros estadios del conflicto fueron entre un Estado en “formación”, después de la corta dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, y grupos revolucionarios, en su mayoría marxistas, que se alzaron en armas. El agravamiento de la guerra llevó, según el informe, al desarrollo de un poder estatal “con una fuerte tensión entre la legitimidad, la legalidad y el crimen”. Por eso, desde la Comisión se rescata la expresión de que la democracia colombiana es “un orangután en sacoleva” como la más adecuada para describir lo que fue el desarrollo del aparato estatal.

Y es que para el órgano transicional es claro que se forjó una relación en la que se traslaparon fines y medios, lo que llevó a que algunas instituciones no vieran problema en superar líneas rojas básicas e incurrieran “en todo tipo de violaciones de los derechos humanos e incurrido en actos de corrupción tolerados”. Aunque también se hace la salvedad de que hubo otras instituciones que fueron esenciales para que el Estado no naufragara en el espiral de la guerra y “han servido como defensa o soporte en contra de las violencias del conflicto”. En este juego político quedó una sociedad que entró a participar de distintas formas, tanto para agravar el conflicto como para buscar la paz. Esto último sobre todo en expresiones políticas como el Frente Nacional, la Constituyente de 1991 y la firma del Acuerdo de Paz. Para la Comisión, las grandes reformas han venido del empuje social y nunca de la acción de los fusiles, sobre todo en temas de apertura democrática.

Paz y apertura democrática han venido de la mano en el país, para la Comisión, puesto que esta considera que la primera no puede tomarse simplemente como “el silencio de los fusiles” sino que se fundamenta en “valores e instituciones y, sobre todo, el ejercicio de derechos”. También esto ha implicado entender la guerra, de una forma muy en línea a Clausewitz, como “el enfrentamiento eminentemente político que busca la destrucción del enemigo usando la violencia”. Lo hallazgos del informe indican que los 70 años de conflicto armado se enmarcan en esa relación de paz y democracia, tanto para su afianzamiento como retrocesos.

Paz -guerra- y democracia

Según la Comisión de la Verdad, en lo expresado en el capítulo de Violencia y política, en Colombia se pueden encontrar tres momentos en los que se ve materializada la relación entre paz y democracia: el Frente Nacional, la Constituyente del 91 y el reciente Acuerdo de Paz con las extintas Farc. En cuanto al primero, se entiende como el pacto entre liberales y conservadores para retornar al poder, tras la dictadura de Rojas Pinilla, aunque el informe incluye en este punto el mandato conservador anterior como parte de esa dictadura. Este acuerdo sirvió para “la pacificación política, el reformismo social y el desarrollismo en materia política”, y hasta para reconocer la plena ciudadanía, incluyendo el voto, de las mujeres.




Francisco de Roux: “No podemos postergar más el día en que la paz sea un deber y un derecho”

En un primer momento, el acuerdo bajó la violencia entre liberales y conservadores, pues se garantizó la repartición milimétrica y alternada del poder político y dio paso a otros mecanismos importantes, como la creación de nuevas instituciones democráticas y una reforma agraria a través del Incora. Sin embargo, al poco tiempo se dieron nuevas condiciones para el auge de la violencia, pues el orden político cerrado excluyó a expresiones de izquierda, que varias de ellas terminaron radicalizándose. Además, los avances en la reforma agraria, sobre todo en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, fueron desechos, lo que fue una muestra de la poca intención de cambio que había en las elites. Además, el país enmarcó su lectura de las tensiones sociales en la guerra fría, lo que llevó a que se introdujera la doctrina del “enemigo interno”.

De esta forma, desde el poder político se atendieron los conflictos políticos como un mero tema de orden público en el que entró a participar las fuerzas militares. No colaboró que la radicalización de la izquierda vio en las corrientes soviéticas, cubanas y chinas una respuesta a un “régimen semicerrado”, esto llevó a la creación de las Farc, el Eln, el Epl, M-19, entre otras organizaciones armadas que intentaron reemplazar el régimen, a veces incluso con un enfoque lejano a la democracia. La respuesta del poder político fue un continuo estado de excepción en el que su mayor expresión fue el estatuto de seguridad de la administración de Julio César Turbay Ayala. “Desde mediados de los setenta, se incrementó la violencia política (…) entre aparatos armados de las izquierdas radicales y agentes del Estado (como el Ejército, la Policía y el DAS), o de las élites económicas y políticas”, se lee en el Informe Final.


Los años 70 implicaron un gran cierre democrático ante la acción tanto de los actores armados como estatales. La cúspide, como se dijo más arriba, fue el estatuto de seguridad en el que toda la oficialidad aceptó convertir a los “críticos del régimen” en enemigos y fue esta la excusa que permitió que los militares incurrieran en graves violaciones de los derechos humanos, “en particular tortura, desaparición forzada y detenciones arbitrarias”. Por el lado de las guerrillas también hubo un cierre democrático bajo la idea de que era pronta la conquista del poder por las armas, por lo que financiaron su funcionamiento a través del secuestro. A los ojos de la Comisión, tanto oficialidad como guerrillas incurrieron en prácticas que golpearon su legitimidad.

Desde 1982, en el gobierno de Belisario Betancur, hubo un intento de apertura democrática, continuado por Virgilio Barco. Sin embargo, distintos poderes se opusieron a ella, tanto desde la legalidad como la ilegalidad. Se intentó llegar a un acuerdo de paz con las guerrillas, lo que incluyó dar participación política con la creación de la Unión Patriótica (UP). Sin embargo, desde la Comisión se señaló que el resto de actores (poder político regional, narcotráfico y fuerzas militares) se unieron en contra del intento de democratización. Fue en este contexto en el que tuvo su mayor caldo de cultivo el paramilitarismo. También las guerrillas intentaron negociar, pero el mismo tiempo aprovecharon estos espacios para el fortalecimiento militar. “Hubo algo de ingenuidad y también de traición” de ambas partes, expresó el informe. Esto último se tradujo en hechos como el palacio de justicia, el genocidio de la UP y el asesinato de cuatro candidatos presidenciales. Sin embargo, las intenciones de apertura sirvieron para una de las mayores aperturas democráticas del país: la Constitución de 1991.



Con la promulgación de la Carta Magna se preveía una apertura democrática, por la inclusión en la arena política de las comunidades ignoradas durante décadas. El aumento de la participación estuvo acompañado por el reconocimiento de los derechos de pueblos afros e indígenas, pero la amplia competencia política a la que no estaba acostumbrada el bipartidismo y la sangrienta década de los 90 por el auge de la coca y el petróleo fueron aún más potentes que los avances que se lograron con la Constitución. El informe califica este intervalo como “la gran guerra”, en la que la expansión del narcotráfico, los combates por los territorios de comunidades vulnerables y la guerra antidrogas atizaron la guerra.

Las guerrillas radicalizaron su actuar y sus discursos, mientras que el narcotráfico y el paramilitarismo permearon varias esferas de la sociedad y la clase política. “La disputa militar y política fueron dos caras de una misma moneda”, dice el documento sobre una etapa en la que ambos bandos ampliaron sus enemigos más allá de los actores armados, y la guerra se ensañó, entre otros, con políticos, empresarios, líderes sociales y estudiantes. La Comisión estima que esa “gran guerra”, en la que hubo una violación de derechos humanos sin precedentes, dejó el número más alto de víctimas de todo el conflicto.


Poco hicieron los gobiernos de Ernesto Samper y Andrés Pastrana, que tuvieron tantos intentos por establecer la paz como decisiones en pro de la guerra. Además, no se caracterizaron propiamente por su gobernabilidad lo que derivó en el robustecimiento del proyecto paramilitar, que atacó sin distinción a la población civil. Las masacres y desplazamientos arreciaron, también con responsabilidad de las guerrillas, y para el final del milenio hubo incluso alianzas entre ambos bandos: las disputas de territorios y rentas ilícitas entrelazaron sus caminos, algo en lo que poco pudo y quiso intervenir el Estado. “Se enfrentaron, pero también hicieron pactos espurios”.

El paramilitarismo ganó más espacio. Sus tentáculos cooptaron narcotraficantes, fuerza pública y clase política, lo que en cierto modo estandarizó algunos de sus modelos, mientras que las guerrillas, cada vez más apartadas de cualquier ejercicio político, explotaron a más no poder las ganancias cocaleras y trataron de convertirse en un Estado paralelo en ciertas regiones del país. Y así, la súplica de paz que hubo en su momento, se desvaneció y poco a poco se convirtió en un clamor de seguridad.



El tramo definitivo

Las banderas de la seguridad las asumió el gobierno de Álvaro Uribe. Con esa apuesta arrasó en las urnas y se consolidó un nuevo panorama político en el que la izquierda también ganó algo de espacio y se empezó a generar una dinámica muy similar a la que dominó el escenario electoral hasta los comicios de este año. A partir de 2002, combatir a la guerrilla y recuperar los espacios que había ganado se convirtió en una prioridad y en eso se invirtió tanto dinero, tiempo y estrategia como fue posible. Incluso, de acuerdo con el informe, si esto implicaba abrirle espacios económicos y políticos a otras fuerzas contrainsurgentes como paramilitares y narcos.

Si bien empezó a menguar el poder a la guerrilla, que no tenía ningún apoyo político debido a su empeño en ejercer la violencia, creció la polarización porque desde el Estado se empezó a vincular todo tipo de discurso de izquierda con la insurgencia. Eso escaló a un punto solo comparable con la violencia bipartidista que, de hecho, desapareció en este tramo para dar paso a un antagonismo entre lo que años más tarde se convirtió en el uribismo y la izquierda. Fue una época de “detenciones arbitrarias, estigmatización y, en muchos casos, violaciones de los derechos humanos”, en la que mucho tuvo que ver que desde buena parte de la institucionalidad se haya apoyado la lucha contra la insurgencia a cualquier precio.


Si era cuestión de vencer, para muchos los dos periodos del gobierno Uribe fueron una primera cuota para someter a la guerrilla. No se logró disminuir el narcotráfico, hubo ejecuciones extrajudiciales y en muchas regiones se recrudeció la guerra, pero el Estado logró posicionar la narrativa de que “cada guerrillero muerto demostraba que el país tenía mayor seguridad y que el Ejército era el héroe de esa gesta”. Tal fue así que se intentó, sin éxito y por inconstitucional, un tercer período de gobierno de Uribe, que tuvo que legarle su capital político a un Juan Manuel Santos que se la jugó por la solución dialogada con las guerrillas y se diferenció de su antecesor en admitir que había conflicto armado en el país.

A pesar de esa premisa, el gobierno Santos también atacó a la guerrilla, con la diferencia de que reconoció que el conflicto de casi medio siglo había dejado más de 9 millones de víctimas y territorios afectados que el Estado debía reparar, con lo que por supuesto se generó una fractura con Uribe. Pero así pavimentó el camino hacia un diálogo nacional, que derivó en el Acuerdo de Paz que, para la Comisión que surgió de esos diálogos, “cerró un largo ciclo de idas y venidas entre la guerra y la búsqueda de la paz”.

Queda mucho para que Colombia pase la página de la guerra, pero quedan varias reflexiones. En cuanto al escenario meramente político, el Informe recomienda a los partidos que revisen todo el historial de la relación con el conflicto y pidan perdón al país por haber sido partícipes de los horrores de la guerra. También les sugieren “prometer al país que nunca más apelarán a la muerte, la amenaza o el exilio en la competencia por el poder político”, lo que podría ser un impulso para que la ciudadanía entienda que en una democracia es normal la existencia de sectores plurales y, por tanto, la alternancia del poder.

MI ÚNICO ENCUENTRO CON CARLOS CASTAÑO

Nota: esta breve crónica de mi encuentro con Carlos Castaño la escribí pensando en comenzar mi idea de se escritor y cronista del conflicto....