El 8 de octubre de 1943, el doctor
Gilberto Alzate Avendaño fue sometido a indagatoria en Manizales, por el
funcionario que tuvo a su cargo la investigación de los sucesos ocurridos con
motivo de una huelga de choferes, de quienes era aquél apoderado y dirigente.
El interrogatorio es el siguiente:
—Sírvase decir su nombre y apellido.
—Gilberto Alzate Avendaño.
—El lugar de su nacimiento.
—Nací en Manizales, el 10 de octubre
de 1910, por las inmediaciones del Parque de Caldas.
—¿Quiénes son sus padres?
—El General Marco Alzate y doña
Nohemy Avendaño de Alzate.
—¿Dónde hizo sus estudios? ¿Por cuánto
tiempo?
—Las primeras letras en el Colegio
de Cristo. Las segundas, en el Instituto Universitario. Las terceras, en la
Universidad de Antioquia. Las últimas, solo. En varios planteles me expulsaron
por ideas y prácticas subversivas. Fui un mal estudiante, en el sentido escolar
del vocablo. Sin embargo, creo que he estudiado siempre.
—¿Qué grado de instrucción posee?
—Soy bachiller y doctor. Todo el
mundo lo es en este país, mientras no se demuestre lo contrario. En 1936 me
dieron el diploma de profesional, que obtuve con una tesis pedante, sobre la
historia de los gremios, empezando desde los judíos del éxodo. Me fatigué
cuando iba en los «collegia» romanos y en las gildas de la Edad Media. Por eso
quedó trunca, inconclusa. Sin embargo, como citaba textos abstrusos y daba
datos estadísticos sobre las finanzas de Egipto bajo los Lágidas, la junta de
calificadores resolvió que era muy profunda. Por poco soy laureado de la
facultad. Tengo algunos conocimientos, en su mayoría superfluos, que no me
facilitan la vida, sino que me la complican. Mas me debo a mí mismo. Puedo
llamarme autodidacta, sin hipérbole. No me considero ilustrado, a pesar de mis
alardes de erudito. Aspiro más bien a la cultura, que es algo más profundo.
Cierta vez escribí que la cultura es lo que nos queda, después de que olvidamos
todo lo que aprendimos. Come ve el señor investigador, la definición es
excelente. Me he quedado dudando si es mía o ajena.
—¿Qué profesión tiene?
—Ejerzo la abogacía. Podría asegurar
que con bastante competencia, pero no lo hago. No me gusta el oficio. No
obstante he trabajado con los mayores bríos, poniendo cuanto soy en el
ejercicio profesional. Mi mayor anhelo es abandonar el foro, porque me
impresiona morir leguleyo, con el alma prendida de un inciso. Tengo demasiada
imaginación para consagrarme al derecho, que exige dotes menores, crítica y
dialéctica. El abogado no crea. No produce nada útil. Es una actividad
parasitaria. Para sostener a uno de nosotros, muchos campesinos y obreros
tienen que estar sudando plusvalía.
—¿Tiene otras actividades?
—Antes era escritor. Pero el
recogimiento físico que exige esa tarea me cansa. Ahora leo lo que escriben los
demás. Es una disciplina de humildad y paciencia. También fui político active.
Me derrotaron tantas veces, que resolví «hacer mutis por el foro». Vinculado
por mi nacimiento a las derechas tuve cierta influencia en la política
conservadora, durante mis mocedades turbulentas. Después fundé un partido, que
no tuvo muchos prosélitos, Ahora no pertenezco a ninguna colectividad. Políticamente
estoy batiendo un récord de permanencia en el aire. Voy solo. Obro por mi
cuenta y riesgo. En lo que hago y en lo que digo no represento más que mi
"yo" enhiesto, una individualidad áspera, solitaria y orgullosa.
—¿Qué bienes de fortuna posee?
—Un modesto patrimonio de panllevar.
Unas pequeñas propiedades urbanas y rurales, unas cuantas acciones bursátiles,
muchos libros. Lo que más me interesa de todo es mi biblioteca particular. No
tengo apuros económicos, pero mi fortuna es apenas una pobreza decente, lo que
llaman la «comedia medianeza». Mi capital productivo lo llevo conmigo a todas partes:
es esta cabeza que ve el señor investigador, de la que se han caído el pelo y
las ilusiones. Se trata de una máquina de hacer pensamientos, unos que se
cambian por dinero, otros que no tienen precio.
—¿Qué enfermedades ha tenido?
—He sufrido sarampión, viruelas,
bronquitis y roséola en mi infancia, come todo niño que se respete. Durante la época
de mis estudios universitarios me especialicé en tener «surmenage» porque me
parecía una enfermedad distinguida, propia de letrados, para excusar mis faltas
a clase. Hace unos años me dieron las fiebres recurrentes por falta de aseo en
un hotel de tierra caliente. Por lo demás soy un hombre «alentado», como dicen
las gentes de mi tierra. Trabajo con energía, como con convicción, y duermo a
pierna suelta. Espiritualmente tengo varias dolencias. Una de ellas es la «angustia
cósmica», que no importa a los médicos sino a los místicos, como Soren
Kierkegaard, doctor estético.
No me he puesto de acuerdo sobre si
ella procede o no del pecado original.
—¿En su familia ha habido locos?
—No. El menos cuerdo soy yo.
—¿Cretinos?
—Tampoco. La estupidez no es nuestro
fuerte.
—¿Cuáles son las condiciones de su
vida individual, familiar y social?
—Yo soy lo que la sociedad burguesa
llama una persona respetable. Mi existencia es sobria, laboriosa y austera.
Vivo con mis padres, como un buen hijo de familia. No pertenezco al Club
Rotario ni a la Sociedad de Mejoras Públicas, ni a comités cívicos, ni a juntas
de beneficencias. No he ido a cámaras, asambleas o concejos. Tengo aficiones
por la literatura, la música, los huevos con jamón, la coca cola y el boxeo. Últimamente
me he entregado al baile, no por sentido del ritmo, sino como un ejercicio gimnástico
para adelgazar. Mi vanidad es ser un buen chofer aficionado. Me creo un técnico
en novelas policíacas. El abuso de la pipa y de la lectura orientan mi vida
hacia la de un filósofo contemplativo. Lo que mas temo en el mundo _después del
santo temor de Dios_ es convertirme en un burgués satisfecho.
—¿Qué taras o antecedentes
hereditarios tiene?
—Confieso que tengo algunos
antecedentes familiares que me inquietan y que pueden contribuir a explicar mi
peligrosidad extrema. Algunos de ellos los he leído en una novela de Pío
Baroja, denominada La leyenda de Juan Alzate. Es la obra de un poeta aldeano
que narra las viejas historias de su comarca. Los Alzate, al decir de Baroja,
eran los parientes mayores del país vasco, tan viejos como el monte Larrún.
Alzate, en vascuence, quiere decir abundancia de alisos. El aliso es un árbol mágico
en la mitología centroeuropea. Por eso algunos han creído que el primer Alzate
era un mito solar. Los fundadores del linaje vivían en una vieja torre, a
orillas del LamiocingoErreca, un arroyuelo de las Lamias, que marcha a
desembocar en el Bidasoa. Dicen las crónicas que uno de esos remotos abuelos,
mató a un dragón que se escondía en una de las cuevas del monte Labiaga. Yo me
temo que eso se herede. Según el señor Gabriel Arango Mejía, en sus genealogías
antioqueñas, en la época de la conquista o la colonia vino a esta tierra el
primer hombre de mi casta. Era un capitán llamado Juan Ventura de Alzate. Su
hijo mayor tuvo el mismo rango en las milicias reales. Después la familia se
hunde en la oscuridad del agro, en el cantón de Marinilla, compuesta por
campesinos de cepa y cristianos viejos. Reaparece el virus bélico con doña
Simona Duque de Alzate, la madre macabea de Antioquia, que diera todos sus
hijos al Libertador. Yo conozco el retrato al óleo de la intrépida anciana,
vestida de un raído pañolón azul, en el salón del concejo de Marinilla. Mi
bisabuelo Andrés Alzate fue ayudante de Córdoba. Mi abuelo paterno se ocupó en
las faenas agrícolas, como un modesto propietario rural. Mi padre se dedica
nuevamente a la vida castrense, hace inútilmente un gesto heroico cuando la
separación de Panamá y alcanza el grado de general de división, el más alto del
ejército, permaneciendo en servicio activo hasta 1932. Por la línea materna, mi
abuelo, Angel María Avendaño, fue general de brigada y un desmesurado varón de
gesta. Mis tíos han sido oficiales del ejército o la policía. Sobre mí gravita,
pues, un ancestro guerrero. Tengo demasiados capitanes detrás. Yo me siento
literalmente abrumado por la pesadumbre de tantos lauros marciales. Aunque yo
soy la primera generación literaria de la familia, en mi estilo vital existe
una influencia atávica que me lleva a entender que la vida es milicia. En este
tránsito familiar de las armas hacia las letras, me han quedado demasiados
rastros de guerrillero. Lo que hago es combatir, aunque sea con palabras. El señor
investigador, que es abogado, va a entenderme la profundidad de una expresión
algo sombría: yo siento el mundo como contraparte.
—¿Ha tenido usted choques contra el
medio social?
—Ninguno. Carezco en absoluto de resentimiento.
El destino me dio algunos atributos nativos. El resto, lo he conquistado a
zarpazos. Puedo estar satisfecho de mi suerte. Pero soy un no conformista. Eso
es todo. Cuando niño peleaba a puñetazos para buscar lo que quería o satisfacer
mi vanidad lesionada. Hoy lo hago con ideas, endurecidas, crispadas, que
estallan con un ruido seco de proyectiles.
—¿Quiénes son sus amigos?
—Tengo muchos en todos los órdenes y
clase. Hay una docena que siento más próximos a mi espíritu. Hasta hace poco
era amigo del doctor Alfonso López, pero creo que ese vínculo cordial está roto
por mi modesto concurso en la divulgación de los escándalos financieros de su
familia. En Caldas tengo amistades con todo el mundo, inclusive con mis
deudores, cuyos autógrafos conservo. Puedo decir más fácilmente los nombres de
mis enemigos, que están muy bien escogidos.
—¿Sabe usted o presume quién sería
la persona que descendió de su automóvil particular, el miércoles seis del mes
en curso, para dirigirse a los choferes estacionados en la Plaza de los
Fundadores, con el objeto de invitarlos a sentarse en la Avenida Cervantes?
—Es posible que haya sido yo. La
invitación a sentar se es cumplimiento de una fórmula de cortesía, tal como la
prescribe don Tulio Ospina en su Protocolo hispanoamericano de la urbanidad y
de los buenos modales. Si no me equivoco, es en la página 67, sobre la manera
de sentarse en cualquier ocasión.
—¿Sabe usted o presume quién sería
la persona que ese mismo día, en el lugar referido, aconsejó a los choferes que
no le tuvieran miedo a nadie, ni a la policía, ni al ejército?
—En la hipótesis de que ese consejo
fuera evidente, no creo que constituya ningún cargo. Sería antes una muestra de
confianza en tales instituciones, cuya misión no es asustar a los ciudadanos,
sino ampararlos. No tengo por qué aconsejar a nadie sino el temor de Dios.
Naturalmente, si me percato antes de la manía homicida de los agentes, les digo
a los choferes que huyeran de ellos como de la peste.
—¿Sabe usted o presume quién sería
la persona que dijo a los choferes, en las mismas circunstancias de lugar,
tiempo y modo, que la policía no se atrevería a masacrarlos, porque el régimen
estaba tan débil que no resistía una hemorragia nasal?
—La frase parece mía. Tiene cierto
aire de familia. Yo nunca supuse que el gobierno disolviera a bala una huelga
justificada, consumando el asesinato en masa de un pueblo indefenso. Puedo
decir como Fouché ante un acto semejante: «Fue algo peor que un crimen: ha sido
un error». Ese es mi pronóstico. Mantengo mi concepto sobre el efecto
debilitante de esa clase de hemorragias. Esa política quirúrgica de desangrar
al pueblo, va a costarle muchos quebrantos al liberalismo.
—¿Era la huelga justa?
—Naturalmente. El gobierno se había
puesto fuera de la ley, con una resolución inicua. El gremio de transportadores
se encuentra en una situación dramática, con dificultades creadas por la
guerra, pero que agrava la estúpida arrogancia y la incomprensión obtusa del
gobierno. Hay estadísticas más patéticas que todos los discursos. Cerca de
treinta mil choferes asalariados están cesantes. Por cada vehículo de servicio
público hay cuatro pilotos. Los pequeños propietarios se encuentran al borde de
la ruina. Sus vehículos, adquiridos con pacto de reserva de dominio, no producen
siquiera para amortizar las deudas pendientes. No hay repuestos. El gobierno
especula con las llantas. La burocracia creada por el estado se sostiene con un
abusivo impuesto de reajustes, establecido no por la ley, ni siquiera por
decretos extraordinarios, sino por una resolución de la dirección de tarifas.
No existe técnica para organizar la industria, ni para fijar las rutas. Las
empresas de Caldas esperan un experto en tarifas para que se fije el valor de
los pasajes, hace más de un año. Las tarifas vigentes no corresponden al actual
costo de la vida, ni al desgaste de material rodante. En síntesis, el gobierno,
que ha intervenido en los transportes inconstitucionalmente, sin una ley
expedida con los requisitos especiales de rigor, no ha hecho otra cosa que
crear el caos en la industria y oprimir a los choferes. En una oficina burocrática
de Bogotá unos empleados recogen datos, suman guarismos, dictan órdenes, sin
entender no solamente la cuestión técnica, sino el problema social humano,
anejo al gremio de transportadores, porque aquí se trata de hombres de carne y
hueso, no solamente de cifras.
—¿Usted como abogado no sabe que hay
recursos judiciales para anular las providencias que pugnan con la constitución
y las leyes?
—Lo sé. Pero los choferes
desesperados no podían aguardar los trámites morosos de un juicio, ni costear
abogados de prestigio. Precisamente porque soy un jurista en ejercicio, no
tengo la superstición de la letra muerta de la ley. Creo en un derecho fundado
en la voluntad de los hombres vivos. No solamente he estudiado leyes, sino su
filosofía, su justificación ética. Teólogos españoles como Suárez y Mariana me
han enseñado que no se debe obedecer la ley injusta.
—¿No conocía usted los preceptos
legales que prohíben el paro en los servicios públicos de transporte?
—Claro que los he visto. Sin
embargo, una huelga es por naturaleza un acto negativo de fuerza, que no puede
encuadrarse cabalmente dentro de los textos legales. No se trata de discutir
sobre parágrafos, sino de resolver una situación social creada en la calle. Es
una majadería hablar de paros ilegales. El obrero no necesita permiso para
abandonar, individual o colectivamente, el trabajo. ¿Qué hace? Simplemente,
como decía Lacordaire, coge sus brazos y se va. ¿Cómo se puede sancionar ese
hecho?
—¿Usted tuvo la iniciativa de la
huelga tendida?
—Si no tuve esa iniciativa, sí fui
uno de sus más entusiastas partidarios. Los acontecimientos me dieron la razón.
La resistencia pasiva de los choferes a dejar romper su paro, dejándose caer
sobre las vías, fue lo que determinó la derogatoria de la resolución 779 de
1943. El gobierno no podía pasar sobre los cuerpos de los obreros.
—¿Quién aconsejó las barricadas?
—Esos parapetos se levantaron por la
espontánea iniciativa popular. El pueblo enardecido por las brutalidades de la
policía levantó sus trincheras. Nadie dio esa orden. Yo guise que desbarataran
sus barricadas. Pero comprendo que ellas demuestran la magnífica entereza, el ánimo
esforzado, la voluntad de lucha de las clases pobres. A1 pie de sus queridas
barricadas, el pueblo montaba guardia, para defender su derecho a la vida.
Ellas son una epopeya civil.
—¿Quién tuvo la responsabilidad de
la masacre?
—El señor Alfonso Jaramillo Arango.
Sus intrigas, sus truhanerías, su falta de tacto, en ese arte difícil de
gobernar. En un alarde de fuerza, quiso romper la huelga con un convoy. Antes
había querido desmoralizar el paro, encarcelando a los cabecillas de los
choferes. Después trató de sabotearlo, aseverando pérfidamente que era un
complot para derrocar al régimen, conmigo como jefe. Cuando comenzaron los
choques estaba encerrado en su despacho, haciendo chanchullos, chantajeando a
los choferes liberales, tratando vanamente de lanzar contra el gremio de
transportadores a los sindicatos. Tuvo más tarde miedo. Un miedo lívido,
abyecto, villano. Estaba en un acceso de histerismo, alucinado por el pavor.
Hay un miedo que huye, como hay un miedo que dispara. Con la sangre fría y el
sentido común de don Roberto Marulanda, el pueblo de Manizales no velaría hoy
al pie de unas tumbas.
—¿ Es usted solidario con la huelga?
—Lo soy, plenamente. Me siento ufano
de su resultado. Aunque use de mi influencia ante los choferes para evitar
desafueros, hoy asumo la responsabilidad total del paro. Respondo por lo que
hice y por lo que no hice, por mis consejos y por las iniciativas ajenas, por
lo que yo mismo puse en practica y por lo que se llevo a cabo contra mi
voluntad. La policía es responsable de las reacciones populares, estimuladas
por sus imprudentes provocaciones. También lo es de cuatro cadáveres que
quedaron tendidos en los alrededores de la plaza de mercado. Se trata de un
crimen atroz, porque el pueblo se encontraba desarmado.
—El gobernador dice que usted trató
de soliviantar al pueblo en contra suya…
—El gobernador tiene lo que los
psiquiatras llamamos una constitución mitomaníaca. Sus raptos de histeria, sus
fábulas, sus desvergonzadas tergiversaciones de los hechos prueban el acierto
de este diagnóstico. Yo siempre me opuse a la violencia, por considerarla
contraproducente a inútil. Yo entiendo una huelga, al modo de Mirabeau, como la
expresión de poder del pueblo, que para ser formidable, no necesita más que
permanecer quieto.
1 comentario:
Los ricos, son los que cometen los errores que ellos inculcan a los pobres; tiran la piedra y esconden la mano.
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